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Celebramos el Día mundial de la Radio

- Por: helagone

Por Diego Mejía
@diegmej
Mis padres comenzaban el día escuchando a José Gutiérrez Vivó. Cuando yo nací ya era una práctica añeja. Todas las mañanas la frecuencia del radio la colocaban en 1110 de am, por alguna razón no les gustaba la Frecuencia Modulada (NO a la FM, coincidencia). El señor Gutiérrez, la voz que México escuchaba, anunciaba el fin del sueño, no porque anunciara cochupos y tranzas federales, era más bien porque era la seña irrefutable de que otro día de escuela aguardaba. ¡Chin, no hice la tarea!
Monitor, el programa de Vivó, comenzaba a las seis de la mañana siempre con un reporte de su decenas de reporteros viales, dos helicópteros, corresponsales, analistas, mesas de debate, un despliegue de músculo que sería impensable en estos momentos. El país era otro: ante la megalomanía priísta la respuesta de Monitos era otra “al servicio del auditorio”.
Pero quizá su mayor riqueza no era la nómina ni el prestigio informativo del grupo, acaso lo era una reliquia de otros tiempo, antiguos incluso para el último suspiro de los ochenta. Monitor tenía una especie de prólogo que se transmitía a las cinco y media de la mañana, hora vedada para mis años infantiles; zona  prohibida que se rompía con cierta periodicidad. Estar despierto en ese tan temprano era una condena con un atenuante: podía escuchar La Tremenda Corte.
Cuando lo escuchaba, muchas veces en el coche, me sentía parte de un secreto. Seguro mis compañeros no sabían de estas voces con acento cubano que cuentan chistes que no entiendo, pero miro a mi padre y a mi hermano repetir, con suspiro mántrico, algunas de las escenas de la condena de terrible del miserable José Candelario Trespatines, recurrente en los “cidios”: triciclidio, gallicidio, espiriticidio. El Tremendo Juez, implacable, condenaba al pícaro. Eso debía ser chistoso, las risas de mi padre lo delatan, “ay, seguro de grande le voy a entender bien”. El conflicto siempre tenía un error, una equivocación absurda, risible. Siempre eran Trespatines, Luz María Nananina, Rudesindo Caldero y Escobiña, el señor Juez, el Secretario. Siempre los mismo, siempre el salón de la justicia, siempre a la reja con todo y chivas, siempre el Tremendo Juez de la Tremenda Corte.
Después descubrí la paradoja: el programa se realizó en Cuba desde 1941 hasta que las Barbas Largas bajaron de la Sierra Maestra y triunfó la Revolución. El ascenso castrista sentenció a la Corte y el show terminó. ¿Por qué mi padre, fan del Comandante, escuchaba un programa realizado en la Cubadelgringo?
Nunca lo supe; tampoco he preguntado. No quiero. Esa risa sincera de mi padre, al amparo de la penumbra de la madrugada, era un respiro en medio de crisis y deudas. Una manera sana de comenzar el día, sin tener que recurrir a licuados y ensaladas ni yogures y avena.
Quizá mi padre escuchaba la Tremenda Corte como preámbulo a la terrorífica galería noticiosa del programa de Vivó. Sí, quizá ese era el secreto de la logia, unas risas que sirvieran de bálsamo a priori, como prefijo, como antesala del patíbulo.
Los primeros noventa, años del velo salinista, terminaron antes del fin del sexenio del Carlos Salinas:  el 1 de enero de 1994, este país de contrastes, poseedor de una violenta dialéctica, se confrontó de manera desnuda: ese día entraba en vigor el Tratato de Libre Comercio de América del Norte (ay, los gringos nos habían aceptado en su Norteamérica) y, también ese día, desde las montañas del sureste bajaron miles de pasamontañas para recordarle a este país la miseria en la que viven los que no tiene voz, ni rostro.
Esos días de enero se hizo necesario comenzar con la Tremenda Corte, me levantaba casi todos los días a escuchar las aventuras de Trespatines.
La costumbre nunca se me quitó, ni la Tremenda ni el radio. Me acompaña cada mañana, a veces con café, a veces un cigarro. Quizá porque hay muchas mañanas solitarias y una voz nos acaricia desde lejos, aunque nos anuncie las peores de las catástrofes. La radio se trata de eso: de intimidad, de complicidad.
Ahora escucho las noticias primero, luego a las diez me pongo a escuchar al Gorila y sus “buenos días”, y ya no es en AM pero seguro que no es FM; las risas como prefijo nunca me fueron tan efectivas, las prefiero de postre, que me endulcen la boca después de un recto a la mandíbula.