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#TrenSuburbano. Dónde se esconde la vida

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Un despertador rompe las paredes de la casa del vecino, las paredes de mi casa, las paredes del sueño: despierto. Miro la hora en mi teléfono: 5:50. Aún no amanece. Yo no despierto a esta hora, ya no. Recuerdo entonces cuando era niño, cuando tenía apenas cinco o seis años. Dormía con mis papás. A la misma hora, durante años, el reloj despertador sonó a las cinco en punto de la mañana. El cuarto se iluminaba con los números rojos del aparato y comenzaba a sonar universal estéreo, el tema de universal estéreo, como llamaban a esa canción, de la cual aún no sé su nombre. A cuántas personas, me pregunto, ese tema arrancaba del sueño en los años noventa. La madrugada comenzaba a cosechar de las camas a los obreros, a los empleados de oficina, a los burócratas. Siempre he creído (y más que creer lo he sentido) que levantarse de madrugada, morir de madrugada, comer de madrugada, viajar de madrugada –cabeceando de sueño en el camión– es lo que distingue a los pobres de los demás.
Me levanto a las 8:50, o nueve en punto. Casi siempre es así. Me levanto, corro las cortinas y saco a mi perro al baño. Las calles vacías, las casas en silencio. Las nueve de la mañana, de lunes a viernes –o incluso de lunes a sábado– es una hora que los habitantes de estas colonias no conocen. Es una hora en que el sol ilumina los trastes sucios sobre la tarja, la ropa sucia sobre la cama destendida, el polvo (aserrín del tiempo) cayendo sobre los muebles, sobre la televisión muda, sobre la estufa helada. Es una hora que me gusta, que siempre me ha gustado. Como los días en la primaria, cuando, apenas llegar a la escuela, la directora nos avisaba que la maestra se ausentaría; debíamos volver a nuestras casas. Regresar, y descubrir las cosas en ese impasse, ha sido de los momentos que más me han marcado. Descubrir a la vida desnuda, cambiándose, cuando apenas se preparaba para recibir la tarde. Porque creo que la vida trata de esconderse de nosotros.
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La una de la tarde. Hay movimiento, porque los niños salen de las escuelas. Las calles se llenan de sus gritos, de sus pasos. Las madres van a recogerlos –las madres que no trabajan–, claro y ellos cuentan cómo estuvo el día. Los uniformes sucios, con las rodillas desgastadas; la mochila colgando hasta la altura de las corvas, a punto de explotar de tantos libros y libretas. En las manos, casi siempre, un trabajo que se realizó en clase: lentejuela, diamantina, pegamento blanco y una calificación al lado: creatividad amaestrada. Cuántos de ellos recordarán, en diez o quince años, cuando se levanten a las 5:50 de la mañana para pelear por un asiento rumbo a la ciudad de México, que un día, al salir de la escuela, con una manualidad fresca en las manos, pensaron que eso no se acabaría nunca, que la infancia es algo eterno. Y en esos momentos la vida está en las casas, escondida tras el refri, o quizás bajo la cama.
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A las tres de la tarde las cosas cambian. El movimiento vuelve a las calles. En las casas ya todo está ordenado, la comida hierve en cacerolas, el agua de sabor, helada, reposa en la jarra  de cristal junto a un número par de hielos simétricos y pulidos en sus orillas. El perro reposa, las pelotas están quietas en los patios, los juegos infantiles, sin los niños, yacen suspendidos en el aire, como si les hubieran sacado el tiempo del cuerpo. (Esto no existe, me lo he inventado, lo vi en un comercial de detergentes y me pareció bello; si alguna vez existió, en verdad, no lo sé).
(La verdad, creo que las tres de la tarde le pertenece a la ciudad de México, no al estado de México. Los hombres salen de las oficinas a comer tacos de guisado; se echan la corbata al hombro para no ensuciarla, mastican, sudan, se limpian la nariz y los labios con la misma servilleta. Piden más. Beben refrescos casi de un trago y pagan con moneda fraccionaria –a menos que sea quincena– y vuelven a las oficinas. Algunos pasan a que otro hombre les limpie el calzado y vuelven al trabajo. Arriba de ellos, tras los edificios, tras las nubes, donde nadie se fija, está escondida la vida, pero nadie lo sabrá).
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Las seis de la tarde. Vuelven de sus trabajos. El cuello de la camisa está sucio. Los zapatos igualmente sucios. El uniforme de repartidor de coca cola está sucio. Los trastes de la comida están sucios. Una mugre en la ropa que se adhiere más día con día, hasta que ya no es posible sacarla del todo, y el cuello acaba por romperse –siempre es lo primero que se rompe en una camisa, junto con los puños– y hay que comprar otra, si es que alcanza. ¿Será esto una analogía de la vida, un mensaje de algo? La vida ahora se esconde en los edificios de oficinas, supongo que tras la máquina de refrescos.
 
Las ocho de la noche. La televisión está encendida (nos piden que leamos veinte minutos al día, pero nos lo piden los personajes de televisión mientras sostienen libros sin portada y con las hojas en blanco: la elección es obvia). El boiler trabaja a marchas forzadas. El vapor del baño inunda la casa –cómo no inundar una casa de interés social con lo que sea– la hilera de cremas, pastas, desodorantes, lociones, remedios y demás espera su turno en la repisa del baño o en la cómoda de la recámara. Lo que se acabe, hay que comprarlo la siguiente quincena en el supermercado. Y si ya descontinuaron el producto se compra otro de características similares; la vida no se puede detener. (Esto bien puede ser otra analogía, otro mensaje).
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Las once de la noche. La televisión de la sala está apagada, pero no la de la recámara (se pasan la antorcha; siempre debe haber una televisión encendida en este mundo, a toda hora). Escucho cuando la apagan. Deben estar poniendo la alarma en este mismo momento. Mañana será lo mismo, y pasado mañana, y el día que le sigue. No está mal, no está bien. Dicen que no dormir bien, al menos ocho horas al día, te quita años, te mata poco a poco. Pero hay que levantarse temprano para ir a trabajar, para poder sobrevivir –no vivir, sólo sobrevivir– y todas esas cosas; como matarse un poquito cada vez. Pero para estar vivo hay que morirse un poco día con día. Caigo en la tentación de juzgarlos, de sentirme un poquito superior a ellos –cuántas cosas nos cruzan por la cabeza cuando no tenemos que trabajar ocho horas; qué tentador es sentir superioridad moral cuando no se tiene hambre ni agotamiento– pero al menos hoy lo evitaré. Un día a la vez, dicen. Dan las doce, la una de la mañana. No puedo dormir. Me levanto para tomar agua. Ahí está la vida, metiéndose por la ventana de la cocina. Viene descalza, para no hacer ruido. Nos miramos a los ojos, me doy la vuelta y hago como que no la vi. Pero la vi.