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#TrenSuburbano. Carne

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
A unas calles de metro Pino Suárez se encuentra la zona conocida como San Pablo, famosa por sus muchas tiendas de bicicletas. Apenas bajar del metro, entiendo que la vida aquí va en serio. Los autos avanzan con ferocidad, devoran asfalto y distancias con sus dentelladas de caucho. Los puestos de comida entrelazan un caleidoscopio de aromas que no se puede ignorar.
También están ellas, las prostitutas. Parece haber una en cada esquina, una en cada rincón donde pudiera haber vida (cariátides lúbricas; sin ellas esta ciudad se vendría abajo, porque son ellas, nadie más, quien parece sostener los edificios). Son una cronología de la vida: hay algunas que son jóvenes, bellas, y sus rostros parecen no pertenecer a la ciudad; hay otras, las más, cuyos cuerpos denuncian ya el paso del tiempo: sus carnes se derrumban, han sido talladas contra otros cuerpos tantas veces, de tan áspera forma, que lucen como si fueran a romperse. No hablan, sólo están ahí, de pie, con dignidad circense sobre los enormes tacones, parapetadas tras plastas de maquillaje, tras la trinchera de sus pestañas grumosas, de sus pechos viejos, flácidos, masticados hasta el hartazgo.
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Camino hacia la Merced. Pregunto en cada una de las tiendas, quiero comparar los precios y las marcas, aunque no sé mucho al respecto. Casi todos los dependientes de los establecimientos contestan de forma grosera, como si la duda fuera un crimen que debe castigarse. Después de preguntar en más de ocho tiendas, yo también comienzo a sentirme enojado, triste; ahora no digo por favor ni gracias, ahora hablo como ellos me hablan, con palabras duras, arrojadas con rabia. No entiendo: cuanto más grosero parezco ser, más amables son ellos. Quizás, pienso, sigo siendo un extranjero en esta ciudad, aún no termino de entender que aquí la furia es la lingua franca.
Junto a la tienda donde por fin compré las llantas, un hombre pide limosna. Su pierna izquierda está tumefacta, y sus ojos son cóncavos como sus manos. No le doy dinero, le doy una manzana que cargaba en mi mochila –hace mucho que prefiero dar comida, no dinero, a quienes piden limosna: creo que es una prueba para diferenciar a los verdaderos pobres, aunque no lo sé por completo- y me dice gracias como quien da la hora cuando se le pregunta. A lo mejor soy yo quien debiera darle las gracias: quien da limosna lo hace más por sí mismo que por el otro, para sacarse del pecho esa culpa, para poder dormir un poco mejor por las noches. Cuando me agaché para darle la manzana, vi que no era mayor que yo.
Caminaré de regreso hasta el tren suburbano. A estas horas del día el metrobús está a reventar. Camino hacia el zócalo. Las prostitutas van quedando atrás. La última a la que vi era una mujer de alrededor de 50 años. Comía discretamente una gordita de nata que sacaba a trozos de una bolsa de plástico dentro de su bolsa de mano. Se limpiaba las comisuras de los labios con el dedo anular de la mano derecha, con un gesto suave, indefenso, y luego volteaba a ver si nadie se había dado cuenta. Sin los tacones altos, sin la falda corta, sin el salvaje rasguño de maquillaje barato –quizás tóxico- sobre su cara, sin la peluca del tinte color borgoña, podría parecerse a mi madre. Pienso, mientras esquivo a los ciegos que venden bolsas en la banqueta, qué hace diferente a esa mujer de mi mamá, qué me separa del hombre de la pierna tumefacta. Qué nos llevó a él y a mí a estar de ese lado preciso de la manzana.
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Llego, después de caminar media hora, al metro Hidalgo. Ahí también hay prostitutas, aunque la mayoría son hombres. Algunos caminan sobre la banqueta a las afueras del Museo San Carlos. Las piezas que se exhiben allá adentro las hizo alguien con sus manos, no nacieron de la tierra. A estas mujeres también alguien las esculpió; alguien tomó un hombre y lo fue moldeando hasta lograr una mujer. Si ellos son arte, si alguien los mira y llora de emoción, no lo sé. Si alguien, algún día, con sólo verlos, con sólo tocarlos y estrellarse contra su cuerpo se preguntó qué es la vida, tampoco lo sé.
Cerca de metro Revolución hay una sucursal del Nacional Monte de Piedad; ahí afuera también hay prostitutas. Empeñan su cuerpo para comprar comida, ropa, útiles escolares tal vez –imagino a sus hijos, comiendo, por las noches, tortillas recalentadas por unas manos sucias de sexo, tal vez sin siquiera imaginarlo- y poder sobrevivir. Su cuerpo: única herencia de sus padres, que refrendan una y otra vez en el empeño de la vida.
Una calle antes, olvidé decirlo, una calle antes del Monte de Piedad, hay un puesto de tacos. Ahí las prostitutas dejan sus mochilas, sus bolsas, y luego salen a la calle a trabajar; sobre la puerta del baño hay repisas llenas de mochilas y bolsas de mano. Una vez vi a una de ellas comer tacos. La carne desaparecía en su boca y a veces asomaba de nuevo entre los dientes, viscosa, mezclada con la tortilla y su saliva, y no pude más que imaginarla besando a alguien.
(La carne, la carne en todas sus formas: viva, muerta, palpitante o quieta, siempre para no morir).
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No puede ser coincidencia: siempre hay mujeres –u hombres- vendiéndose un poquito, siempre a las afueras de otro negocio. Las calles son una vitrina, un escaparate de adoquines donde se escoge algo que nos haga la vida más sencilla, al menos por un momento. En metro Revolución también hay prostitutas. Me detengo a descansar y miro a una de ellas comer una rebanada de pizza; también parece hacerlo a escondidas. Me sorprende ese pudor en ellas, la vergüenza a la hora de comer. Veo la masa desaparecer entre sus labios metálicos. Si sólo miro su boca, esa boca casi autónoma del cuerpo, el resto de la ciudad parece desaparecer. Alguien se acerca a su compañera, se la lleva y ella queda entonces sola, aferrada a su trozo de pizza como una tabla de masa para no naufragar en la soledad de las calles. Yo me aferro a las llantas que compré en San Pablo.
Siento hambre, pero no tengo ganas de comer.