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#TrenSuburbano. El camino y la verdad

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Llegar de un punto a otro es más rápido si se sigue una línea recta; las vías del tren son el mejor ejemplo.
Hoy, que quiero llegar al centro de Cuautitlán sin dar mucho rodeo lo mejor es seguir las vías, que corren a través de campos de sembradíos, de las calles y de los pueblos. No es, sin embargo, la vista más placentera que se pueda tener. A los lados siempre hay basura, cruces de metal (que crecen como los hongos, de un día para otro) y casas que parecen nunca estar completas.
Las vías del tren también parecen ser la hoja pautada de un pecho, instrucciones para ejecutar los latidos de un corazón: uno dos, uno dos, uno dos; cuando camino sobre los durmientes, como hacen los niños, como hacemos los que no tenemos prisa por llegar, adquiero el ritmo de la sangre, aunque no lo note. A veces hay niños jugando a los lados de las vías, las atraviesan de un lado a otro y en ocasiones los he visto esperar el tren y quitarse unos segundos antes que éste pase.
El viaje sobre las vías parece ser también un viaje sobre el tiempo. Hay una sección donde los durmientes aún son de madera y la basura de los lados es de cosas que en ocasiones ya ni siquiera están a la venta. Veo piezas de computadoras antiguas, televisiones rotas. Todo se resume en la basura, creo: hay cáscaras de frutas, envolturas de pan y botellas de refresco. También hay ropas sucias, rasgadas, llenas de excremento; el tiempo, la vida, este país, se devoró un par de migrantes y dejó atrás sólo la envoltura, sólo la cáscara y un par de zapatos, como semillas, de las que, en ocasiones, nacerá otro migrante o un perro que deambulará a orillas de las vías hasta que el tren se lleve su vida a otro lugar, hacia el norte.
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Más adelante, más cerca del centro de Cuautitlán, comienzan las casas a orillas de las vías del tren. Algunas son bonitas, aunque pequeñas; otras, la gran mayoría, son un simple amontonadero de tablas, tabiques y pedazos de tela –una de ellas está hecha también con láminas de publicidad de las que hay afuera de las tiendas- que no sé cómo logren mantener al frío a raya en los días de invierno. Quizás quienes viven en ellas aún tienen el temor de que un día los echarán, que alguien, el municipio, el gobierno, la policía –todas esas definiciones abstractas que sólo se materializan para hacerse puño- vendrá un día, o una noche, con papeles en la mano a decirles que no pueden estar ahí, que lo que no es bello no debe existir y que esas casas, tan feas, tan pequeñas, tan sucias y sobrepobladas, deben irse a la nada; polvo al polvo.
Casi al llegar al centro, el tren se detiene justo en medio de la avenida principal, se echa en medio del tránsito, como una enorme mula oxidada, sorda, que va rumiando diésel hasta el norte. Los automovilistas se lamentan por no haber quedado en la otra orilla de las vías, del lado del centro, y luego apagan sus motores. Parecen una parvada de aves metálicas esperando que un animal deje de moverse, deje de estar vivo, para devorarlo. Me detengo yo también, y noto, por primera vez, aunque he andado mucho por aquí, que hay una pequeña capilla al lado de los durmientes. Dios es el camino y la verdad, dice en la fachada. De todas las cruces, una logró germinar en capilla donde los viajeros, quizás, reposan un poco y le piden a Dios llegar con bien a su destino (uno siempre llega a su destino, supongo: no es algo de lo que se pueda correr; como la sombra, como la vida, lo traemos pegado a la piel hasta que nos estalla por dentro y nos detiene el corazón y el cerebro).
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Uno dos, uno dos, uno dos; el tren se ha movido y ahora podemos continuar. Otra vez andar sobre los durmientes. Mamá dice que a eso jugaba ella también, cuando era niña y vivía a orillas de las vías del tren en Naucalpan. Ella era como esos niños que ahora veo, polvosos, abandonados, que parecen ir y no ir a ninguna parte, que son pequeños dientes de león a la merced del soplido fúrico de la vida. También había familias que usaban como casa los vagones abandonados del tren, me dijo, y ellos eran los que vivían bien. Sardinas bípedas en una enorme lata; pequeños parásitos viviendo en la piel que dejó la culebra de acero que viaja siempre al norte, o que parece siempre viajar al norte. Nunca se es suficientemente pobre como para no mirar por encima del hombro a alguien, creo.
Llego al centro de Cuautitlán. Veo a lo lejos la estación abandonada del tren, donde sólo habitan los ecos y en ocasiones los migrantes. Unos metros más adelante está el suburbano, la versión moderna del tren. La gente de estos pueblos viaja al sur en busca de una mejor vida, mientras los migrantes, que veo venir en el tren de carga, van al norte en busca de algo similar; también aquí, a los lados de las vías, hay cruces, flores inmarcesibles con nombre propio. Pita el tren suburbano, luego pita más fuerte el tren de carga. Y por un momento, en el que nada que no sea el tren puede oírse, mexicanos, hondureños, salvadoreños, pobres, no tan pobres, oficinistas, maestros, estudiantes, secretarias, vivos, muertos, tristes y alegres, somos lo mismo, gente a medio descomponer, con las vías del tren justo a mitad del pecho, una incisión fuera de la carne por donde nos van a extirpar la vida el día menos esperado. La forma más rápida de llegar de un punto a otro siempre será una línea recta: a la muerte, para los que van al norte, y a la vida –otro tipo de muerte- para los que van al sur.