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#TrenSuburbano. El hambre

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Cuando dan las once de la mañana, las cosas, por fin, parecen guardar silencio. Los niños están en la escuela, los hombres y mujeres en el trabajo. El sol comienza a bordar las primeras sombras en el telar de los terrenos baldíos y de las casas. Entonces sale él. No sé cómo se llama, pero sé que parece tener 10 años, máximo, y que además tiene dos hermanos menores, de seis y cuatro, aproximadamente. Además, hace un par de semanas una perra callejera llegó a refugiarse al terreno pedregoso que rodea el cuarto enorme donde vive; días después, la perra dio a luz y ahora los perritos merodean el lugar. Carga un montón de ropa sucia, tras la cual desaparece y sólo sus piernas son visibles. Él es el encargado de lavar toda la ropa, enjuagarla y colgarla a los tendederos. Su mamá nunca está, porque trabaja diario y sale muy temprano; nunca la he visto, sólo aquella ocasión en que, por la noche, pasé frente a su casa y la escuché decirles algo, no distinguí qué. Desde el ángulo correcto, por las noches, cuando corren las cortinas, se ve un Jesucristo colgado en la pared que, por lo demás, está desnuda del todo. Jesucristo a cambio de aplanado, loza, impermeabilizante y pintura; es omnipresente.
Hambre1
—Oye, ¿son tuyos los perritos? —le pregunté una vez desde la bicicleta, sin bajarme de ella.
Me dijo que sí; sus dos hermanos pequeños jugaban al rescatista con uno de los cachorros: el más pequeño le amarraba un trapo al cuerpo y el mediano, desde la única ventana, ésa donde se ve Cristo, lo jalaba, ayudado del trapo que le habían amarrado. El perrito, con los ojos recién abiertos, se dejaba hacer; era como si ascendiera en cuerpo y alma.
— ¿Y me regalarías uno?
Se quedó callado un momento, volteó a todos lados, como si yo le tendiera una emboscada, y dijo que sí.
—A ver, déjame ver ese que tienes ahí.
Tomó otro perrito, igual de negro que el que se hacía juguete en manos de sus hermanos, y se acercó a mí. Digamos esto: no una bicicleta, sino un carro; no yo, sino alguien más, alguien que también supo ver que en esa casa hay tres niños solos durante todo el día. A ver, déjame ver a tu perrito, él se acerca y recibe un golpe en la cara, fuerte, más fuerte que los que le da su madre cuando no lava toda la ropa, y de pronto está en un auto desconocido, rumbo a cualquier lugar. Pasa, no sería extraño. Los niños de rodillas raspadas, mejillas duras y vientres hinchados, tienen órganos parecidos, casi idénticos, a los de los niños cuyos padres, uno, están juntos, y dos, tienen suficiente dinero por si la genética falla y hace falta otro órgano para estirar la vida del niño.
—Está bonito —no es para mí, ¿sabes? Es para un amigo.
—Bueno —habló por primera vez —sí, se lo regalo.
No volví. Mi amigo, después, se arrepintió de adoptar.
Hambre3
Llega hasta el lavadero, tambaleando, y deja caer el montón de ropa. Siente mi mirada y voltea a verme. Giro rápidamente la cara y sigo caminando. Él se sube al tabique que le ayuda a tener la estatura adecuada para lavar, se inclina, toma una prenda y la moja con el agua que guarda en un tambo azul.
Diez minutos de calle después, paso frente al comedor comunitario. Huele, ¿a qué huele? Atún, atún y frijoles. Una mujer, con la cabeza cubierta —pienso en los trabajadores ilegales en las cocinas de Estados Unidos— baja, de una camioneta pequeña, de carga, cajas de agua embotellada y harina. Cruzada nacional contra el hambre, dice el rótulo morado con negro, y encima la imagen de una mano estrechando un tenedor, como si se saludaran. Dicen, no sé si sea cierto, que Porfirio Díaz arrojaba piezas de pan blanco en las plazas, para que la gente fuera a tomarlas y así tener algo de comer. Si de verdad eso pasó, entonces el tiempo, el hambre, la miseria, son cíclicas y vuelven; si no pasó, apostarle a que todo empeorará es la forma más segura de conocer el futuro. Veo a una mujer joven, con un pantalón raído, entrar ahí con dos niños que, presumo, son sus hijos. Cinco pesos por comer ahí. Quince pesos porque una familia de tres coma. Ahí entran los pobres, y los miserables: gente que es dueña de casas, de edificios de departamentos para estudiantes, gente con carro come ahí. La misma gente que, en ocasiones, solicita las despensas para necesitados y las transportan en sus camionetas rumbo a sus casas de dos pisos.
20 pesos, si las matemáticas no me fallan, se requieren para que esos niños, y su mamá, coman ahí. Pero cuando ella sale, y cuando vuelve, el comedor está cerrado. Llego al parque, una mujer vieja le arroja migajas a las palomas, que toman un poco y se van, y una vez que tienen el pico lleno de sobras ya no emiten su sonido. El área de juegos, y el área de aparatos de ejercicios, están vacías a estas horas. El aire se mece en los columpios, se echa por la resbaladilla, juega en el sube y baja con el silencio; luego, cuando se atora en la otra resbaladilla, la que está rota, se corta y comienza a llorar entre los árboles. Hago un poco de ejercicio y regreso a mi casa. Cuando pasé por la casa del niño los tendederos estaban un poco más llenos: su ropa, la de sus hermanitos y la de su mamá, escurría; reces textiles en canal, sangrantes. Si de pronto el mundo se acabara, si algo nos eliminara sin darnos tiempo siquiera de saber que ya no seremos, quedaría ese lazo a medio podrir como testimonio de que ahí, en esa casa, una mujer y tres niños vivían; cordón umbilical de yute.
Hambre2
Por la noche salgo; las paredes pesan luego de mucho tiempo. El pasto seco, a orillas de la calle, se agita con el viento o con el cuerpo de alguna rata. Detrás de mí, unos pasos sobre la grava suenan como masticadas: Cronos devorando no sólo a sus hijos, sino todo lo que se atreva a estar vivo. Es una mujer, pero no le distingo las facciones; lleva dos bolsas de asa de Aurrera, una en cada mano. Me rebasa y enfila hacia la casa hecha de dos cuartos, donde siempre hay ropa en los tendederos. La ventana, iluminada sólo en hielo por la luz de la televisión, estalla naranja: ahora es el foco el que borda sombras en la cortina vieja; de lejos parece un teatro de sombras, como los que a veces montan los orientales. De seguro en esas bolsas habrá pan, jamón, un poco de leche: todo lo que se necesita para merendar. Mamá dice que a veces, cuando ella era niña, y esperaba despierta a mi abuela para poder merendar, una vez llegado el momento, ella estaba tan cansada que cabeceaba de sueño y le daba una mordida a su torta, le daba una mordida y cabeceaba de sueño, intermitentemente. Allá adentro, quizás, ellos hagan lo mismo. Imagino a los niños hincados en las sillas (no están sentados, puedo jurarlo) con la mirada fija en las bolsas, que se abren lentamente, poco a poco, como flores nocturnas, y dejan ver el contenido; se saborean, extienden las manos y toman su torta, o sándwich, para luego morder ávidamente, porque esa torta, ese sándwich, es el cuerpo de su madre, que ella parte cada noche, cada día, para poder alimentarlos; todo lo que haya ahí, es seguro, no cuesta 20 pesos. ¿Qué beberán, leche o café? Quizás café, es más barato. Café, una noche en la taza de cada quien, igual de amarga que la de aquí afuera, porque el azúcar es cara.
(La perra que adoptaron está frente a la puerta; ha olido lo que sea que estén comiendo. Sus cachorros están a su lado, y sus colas, moviéndose rápidamente, son el metrónomo del hambre, de la noche).
Llego nuevamente al parque. Las lámparas están fundidas, la oscuridad es; está. El letrero de cruzada nacional contra el hambre ahora es invisible: como si nunca hubiera existido. Un perro huele la entrada del comedor, lame algo, no sé qué, y se va; sus huesos sobresalen de su piel, como las flores cuando comienzan a brotar en suelo fértil. Qué le hemos hecho a la vida, a quien sea, para que nos haya castigado con el hambre, me pregunto. Y la noche parece más honda.