TODO MENOS MIEDO

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#TrenSuburbano. Una cobija gris

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
8:45 pm
El tren pasa (siempre pasa) y le amputa una extremidad a un perro, le amputa una extremidad al muchacho hondureño (el que ahora, con ayuda de un atomizador, rocía de aromatizante las combis y luego pide unas monedas por ello); le amputa el horizonte a los que nos quedamos de un lado o del otro de las vías y de repente todo es metal y grafiti, instrucciones de cómo liberar el seguro que mantiene unidos los vagones (los vagones: gotas de metal que, de tan veloces, se hacen un chorro largo de óxido, como las fugas de agua que son un chorro, y un chorro son muchas gotas muy unidas, muy veloces) y después nada, todos seguimos nuestro camino; el tiempo, uno mismo cuando el tren nos une, se vuelve a fragmentar: mi tiempo, el tuyo, el de él, el nuestro.
Llego a casa, prendo la televisión y me entero que hubo una serie de atentados (¿o esa serie de atentados fueron en realidad un solo atentado dividido en muchos?) en Francia. No conozco Francia, sólo sé que está del otro lado del océano, del otro lado del agua —a lo mejor ese país no existe, a lo mejor allá no hay gente, a lo mejor nada de esto pasó, no sabría cómo decirlo: más allá de mis ojos, más allá de mi horizonte, el mundo puede no existir, y no habría modo de saberlo— y que hay muchos muertos. Muerto, en singular; uno. Muertos, en plural, con una “s” de diferencia, y podrían ser dos, o hasta miles, o millones: una letra cambia todo.
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10:40 pm
Transmiten en vivo desde el lugar del atentado: allá son las 4 de la mañana, aquí son casi las 11 de la noche. Madrugada, noche: cómo diferenciarlas, ambas son oscuras; la oscuridad es total, sin matices, no sabe de diferenciaciones. 143 muertos, dicen en un noticiero, mientras transmiten imágenes del país en cuestión. Si le quitamos un 1, pienso, el de hasta la izquierda, se parece al número de muertos que hubo hace ya un año en este país en uno de los hechos más sonados, y de pronto a lo mejor Francia sería México, no lo sé.
— ¿Y por qué lo habrán hecho? —me pregunta mi sobrino, de 15 años.
—No sé —le contesto— pero estoy seguro que habrá más muertos.
Un muerto es como una ficha de dominó: empuja a otro, y luego a otro, y uno más, hacia la caída inevitable. Los muertos nunca llegan de a uno, decía alguien de mi familia, no recuerdo quién, y a lo mejor tenía razón.
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11:34 pm
Sirios, una palabra que suena a cada momento en los noticieros, y en las redes sociales. Sirios, Sirios, Sirios, repito, con los ojos en el techo, hasta que la palabra pierde cualquier sentido que pudiera haber tenido antes. No me dice nada, me imagino gente con turbante, con sandalias, con las mejillas rotas por el polvo y hablando en un idioma arabesco (si es que eso existe). Sirios, o cirios, esas velas largas, enormes, que se colocan cerca del ataúd en un velorio; a veces son hasta 8 por cada ataúd. Cirios, Sirios, suenan igual, y es hasta que se colocan en papel (o en un contexto) que son diferentes. Como los humanos, que nacemos iguales, casi siempre, y es hasta que se nos pone en un contexto (o en un papel, un acta de nacimiento, digamos, o en un pasaporte) que nos convertimos en sirios, mexicanos, franceses, hondureños, chilenos. Alguien habla de los muertos en Siria por los bombardeos, y rebasan ya, por mucho, a los muertos franceses. Sirios ardiendo, derritiéndose para alumbrar el camino de los muertos en Francia; otra vez, a razón de 8 a 1.
2:05 am
(Sueño con un puente peatonal, altísimo, que es la única forma para pasar de un lugar a otro, y necesito llegar, aunque no sé a dónde ni por qué. Todos los que ahí estamos, sobre el puente, de pronto nos vemos orillados a subir por una escalera de aspecto débil, oxidado, que es la parte final para librar el puente. Cuando logro bajar, de pronto me encuentro en una colonia que conocí cuando niño, cerca del lugar donde crecí. La iglesia sigue a medio construir, como en aquellos años, y hay un río que antes no estaba. Ahora camina conmigo un tío abuelo que lleva 20 años de muerto, y el lugar de pronto es un campo enorme: en los sueños nunca se sabe quién está vivo y quién está muerto). Me despierto, me levanto para orinar y, por un segundo, no reconozco la casa, ni me reconozco en el espejo: olvidé que me había cortado el cabello y me dejé crecer la poca barba que tengo).
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7:35 am
Me levanto para ir a correr. Me pongo el pants, los tenis, y después bebo un vaso de agua. Cuando me dirijo al campo veo, a un lado de la fábrica que clausuraron hace poco, un cuerpo rígido, inerte, cubierto de pies a cabeza por una cobija gris; a un lado de lo que parece ser la cabeza, un par de tenis morados con negro reposan. Sigo caminando, corro 25 minutos en la pista y emprendo el camino de regreso: ahí sigue el cuerpo, en la misma posición. Estoy a punto de irme, pero me decido y vuelvo.
—Oye, oye, disculpa —volteo a todos lados, a mis espaldas, y luego me pongo en cuclillas para ver si se mueve o no —oye, disculpa.
Fijo tanto la mirada que no sé si percibí un movimiento o fue el esfuerzo de mis ojos. Me recuerda al cuerpo que vi hace dos años cerca del fraccionamiento donde vivía: al hombre lo había arrollado un tráiler (que los vecinos incendiaron como protesta, luego que el chofer huyó) y sobre su cadáver alguien colocó una sábana que, en algunas partes, se adhería al cuerpo por efecto de la sangre. En esa ocasión, como ahora, era difícil diferenciar dónde estaba la cabeza y dónde los pies.
—Disculpa —vuelvo a llamar, y esta vez sí estoy seguro de haber percibido movimiento.
Una inhalación profunda, como si aquel hombre se hubiera quitado el alma para descansar, como se quitó los tenis, y ahora quisiera volver a meterla a su cuerpo, me hace notar que está vivo. Una inhalación sin acento, sin idioma, sin marcas de ningún tipo (ahí, bajo la cobija, pienso, puede haber un sirio, un mexicano, un hondureño, un salvadoreño) que denota que ha despertado. Se incorpora hasta quedar sentado y me mira, con ojos brumosos.
—Perdón, ya me voy, sólo me dormí un ratito —es un inmigrante, lo sé por su acento, por su color.
—No, no, perdón por haberte despertado, ¿estás bien?
La palabra “bien” tiene innumerables matices: para el 99 % de la gente que conozco el dormir en la calle, con sólo una cobija, al lado de la fábrica clausurada, en una noche en la que el hielo quemó la hierba, de ninguna forma sería estar bien; para él, sí.
—Sí, sí, vengo de allá abajo —señala hacia las vías, hacia el sur, aunque a lo mejor habla del infierno— sólo me dormí un ratito, ya estaba cansado.
Sonríe y sus ojos aún no logran abrirse del todo, pegados por la telaraña del sueño.
— ¿Y no quieres algo de comer, algo?
—No, gracias, ya comí, nada más tenía sueño.
— ¿Seguro?
—Seguro, vos. Seguro, pero, oye, gracias por preguntar.
Me doy la vuelta y sigo caminando. Llego a mi casa, prendo la televisión y el tema sigue siendo Francia. Veo policías, al presidente de ese país, luego al de Estados Unidos, hablando del tema, y del dolor y la rabia, pero sólo puedo pensar en la cobija gris.
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10:50 am
Mi mamá me pide que la lleve por la despensa, mi hermano nos presta su carro. Como no sé manejar, como soy un poco torpe, por decir lo menos, cuando se trata de conducir, le digo a mi sobrino que me ayude a tomar las decisiones, a observar.
—Avísame si puedo dar la vuelta —le digo –porque la otra vez esta calle estaba cerrada.
Se pone de rodillas en el asiento trasero, con la cara hacia la parte trasera, y me sirve de guía.
—Aquí da la vuelta a la izquierda.
Giro el volante a mi izquierda y me dice, rápidamente, que no, que es hacia el otro lado. Pues quién te entiende, le digo, y giro el volante.
—A ver —le digo en cuanto bajamos, y me pongo frente a él— ¿cuál es tu izquierda?
Mueve su mano izquierda, que está frente a mi derecha. Y siento como si acabáramos de tomar una lección sobre política, sobre perspectivas. Porque su izquierda es mi derecha, y más cuando estamos de espaldas, sin vernos, sin escucharnos: perspectivas.
3:20 pm
Un perro muere cuando otro perro lo muerde en el cuello y no lo suelta. Un hombre, sin color de piel visible, porque lo tienen en una celda oscura, muere debido a la tortura a la que ha sido sometido. A una mujer la violan y después la estrangulan. Un misil cae sobre un pedazo de tierra y nadie ahí sobrevive. Un bebé nace en un hospital y sus padres le toman una fotografía. Una mujer escribe un poema que habla de las calles de su ciudad natal. Un hombre joven llora cuando le informan que su padre no resistió la intervención quirúrgica. Una mujer, casada, se da cuenta que ahora ama a otro hombre. Un viejo, en un hotel, eyacula en las sábanas. Alguien, en las redes sociales, muestra su apoyo a Francia. A ese alguien, otra persona, un segundo alguien, le critica por mostrar su apoyo a Francia y no a Siria. Alguien, un tercer alguien, les critica por pensar en Francia o en Siria, pero no en Ayotzinapa o Tlatlaya o Aguas blancas. Un cuarto alguien les critica por pensar en esos eventos, pero no en los animales, o los migrantes, o las mujeres asesinadas en el Estado de México; me recuerdan a las naciones que están en conflicto, cada uno ondea su pensamiento, como estandarte de su visión del mundo. Las banderas como celdas, que nos separan, nos seccionan, nos rebanan. Un perro monta a otro perro macho. Una costra, en alguna rodilla, se cae. Una memoria USB cae a la alcantarilla. Un peleador noquea a otro. Alguien amenaza a alguien por teléfono. Son las 3:21, apenas pasó un minuto desde que vi la hora en el noticiero donde, como ayer, hablaban del atentado. Pasa, suele pasar.
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8:10 pm
Un grupo de expertos debate, por televisión, sobre el atentado en Francia, además de otros temas. Mis amigos, mis conocidos, mis extraños, debaten, por redes sociales, sobre la situación del mundo actual. Argumentan, exponen, lanzan diatribas, se empeñan en denostar a otros, comparten videos, comentan los estados de otros, dejan disponible el link a tal o cual noticia, hablan del Estado Islámico, de los misiles, de hegemonías, de capitales, de intereses, de poesía, de arte, de testimonios, de sangre, de historia, de tiranos, de dictadores, de corruptelas; de moda: los pescados, cuando caen en las redes, también se sacuden, pienso, y a lo mejor creen que es hacia la libertad.
Yo no puedo sacarme de la cabeza esa cobija gris, y al inmigrante debajo de ella: su respiración, sus ojos soñolientos, su cara tostada. Otra vez, como siempre, se escucha el pitido del tren a lo lejos. En la tele escucho hablar de los muertos sirios, de los muertos franceses, de los dos muertos mexicanos a raíz del atentado. ¿Qué pasará con los muertos yugoslavos?, me pregunto por un segundo, porque me parece que Yugoslavia ya no existe. ¿Ahora cómo se llamarán esos muertos? Un mexicano, un francés y un sirio son enterrados juntos (suena como un chiste), cómo diferenciar a uno de otro, así bajo la tierra. Y vuelvo a pensar en la cobija gris del inmigrante, bajo la cual no había certeza de vida o muerte, mucho menos nacionalidad. Así la muerte, me digo, así el ser enterrado: el suelo es una cobija gris, bajo la cual no se sabe a qué nación pertenecimos, qué idioma hablamos, y todos nos parecemos. Los gusanos liman la carne de los huesos, y se llevan, también, la nacionalidad y otras cosas que en realidad nunca nos sirvieron.
Tomo mi bicicleta y me dirijo al centro de Cuautitlán porque, desde hace dos días, alguien abandonó un perro cerca del tren suburbano; le llevo comida y agua. Lo busco por mucho tiempo, y no lo encuentro. Cuando me doy por vencido, y estoy a punto de irme, subo al puente peatonal que conecta el centro del pueblo con la estación del tren y ahí lo encuentro. Parece reconocerme, mueve la cola y sube sus patas delanteras a mi pecho. Saco la croqueta de la mochila y la vacío en el piso. Come y mueve la cola. Desde aquí, desde lo alto del puente, el horizonte crece, se expande; allá, del otro lado de donde los ojos se desbarrancan, hay una guerra.
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Pasa el tren; esta vez, como hace tiempo no veía, lleva migrantes encima. Veo al perro: en la piel de su hocico asoma ya la aridez de la sarna. Veo a los migrantes, con una familia invisible en la espalda, junto a la cobija. Hace frío. Y las luces de la patrulla que siempre ronda el tren suburbano a estas horas, junto a la blancura fría del tren, se parecen a una bandera que ahora se ve por todos lados.
Pedaleo de regreso a casa (tuve que ahuyentar al perro un par de veces para que no me siguiera: no puedo tenerlo en casa, así que tengo que conformarme con darle un poco de comida) y en el camino veo a la gente que vuelve a casa después de la jornada laboral. Los que caminan, los que no tienen que tomar combi, van sobre la banqueta oscura; sus pies son la yunta que ara la noche para que caigan las estrellas y germine otro amanecer, siempre otro amanecer. Las luces de los autos los —nos— iluminan al pasar, y por un momento parecemos incendiarnos, luego vuelve la oscuridad a cubrirnos, y otra vez somos idénticos. Un par de migrantes van sobre la banqueta: el tren se ha detenido y ahora ellos buscarán comida, o refugio. Así, en la oscuridad, por la espalda, imposible diferenciar un mexicano de un hondureño, de un salvadoreño, de un francés, de un estadunidense, de un sirio. La noche, la tierra, son como la cobija gris de aquel hombre, quien ahora, espero, debe estar más cerca del norte.
10:20 pm
En las noticias se aprecian imágenes de Francia, luego de los bombardeos de Siria. Hay un reportaje de terrorismo, y entonces hay imágenes del 11 de septiembre de 2001, cuando las torres gemelas fueron derribadas. Nada, sin embargo, del 11 de septiembre de 1973, allá en Chile; otra vez, un par de números —un par de letras— cambian todo. Aparecen imágenes de ataúdes cubiertos por la bandera de Estados Unidos: los que murieron en combate contra el terrorismo. Pienso en los muertos de Siria, los de Francia, los de Estados Unidos, los de México, El Salvador y Honduras, que mueren no por una bomba, sino intentando llegar a otro nación. Si se va a colocar una bandera por cada muerto, entonces esto parecerá un desfile de día de la independencia.
Vuelvo a recordar la cobija gris, y el hombre bajo ella: quizás todos deberíamos ser enterrados con una cobija gris como bandera, una cobija gris que nos recuerde los matices que hay, casi infinitos, entre blanco y negro. Me acuesto y me cubro con las cobijas hasta la cara: el aire enrarece, se calienta, cada sonido crece, se magnifica; comienzo a desesperar: no sé cómo lo habrá hecho aquel hombre. Una cosa es cierta: allí, bajo las cobijas, el mundo pareciera dejar de existir.
Allá afuera pasa el tren. Pasa el tiempo. Y pasa la vida. Vida, vida, vida, vida, vida, vida, digo en un murmullo, hasta que la palabra deja de tener sentido.
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3:20 am
(Otra vez despierto en la madrugada, pero ahora no recuerdo qué soñaba. Quizás soñaba con muertos, o con vivos, no lo sé. Me quito las cobijas que, al pequeño golpe de la luz de la ventana, tienen un tono azul o grisáceo. Me levanto, tomo un vaso de agua y me dirijo al baño. Orino y, mientras lo hago, dejo la mirada en la ventanilla del baño: allá hay una guerra, pienso, y mucha gente muere en este preciso momento. Un hombre pasa, fustigado por los ladridos de los perros, y se pierde en la esquina de la calle: no sé si era un migrante o sólo un mexicano volviendo del trabajo; desde aquí no hay nacionalidades cruzando la soledad de la calle, sólo un ser humano.
Jalo la cadena y el agua, como una goma de cristal, borra mi orina: como si no hubiera existido nunca. Como con la memoria: mañana sufriremos por otra cosa, pienso, y enarbolaremos otra bandera, nunca gris. Salgo del baño y me miro en el espejo: así, sólo con la luz de la farola de la calle, apenas se distingue el contorno de mi cara: sin facciones, sin nacionalidad, sin nada. Un rostro gris.