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#SoundAndVision. El dulce porvenir: La vida se está quedando atrás

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV

Ocurre en cualquier noche. En cualquier noche del mundo,
pues siempre, toda la vida, hay un niño eterno, un niño
secreto que habla con el llanto y quién sabe qué dice.

José Revueltas, Preferencias.

Y mi voz que madura
Y mi voz quemadura
Y mi bosque madura
Y mi voz quema dura

Xavier Villaurrutia, Nocturno en que nada se oye

La neotenia se define como la capacidad que presentan algunos seres vivos de adquirir la madurez (sexual) aún en su etapa no adulta: infancia o juventud. La vida, la naturaleza, orilla a seres aún no del todo desarrollados a adentrarse a la madurez: a la reproducción. Naces, creces, te reproduces y mueres, reza una afirmación simplista sobre la vida. Entonces la neotenia pareciera ser, si así se quiere considerar, una alteración del orden natural (al menos del orden conocido, concebido como “normal”) de las cosas. Una maduración a la fuerza.
Una maduración a la fuerza, ¿es esto posible?, ¿qué es aquello que nos puede hacer madurar antes de tiempo? ¿Es tan terrible como suena?

I

Todo número, todo dato duro, al ser antropomorfizado, al colocársele nombre y rostro, suena, en verdad, atroz. Pensemos, por ejemplo, en Las tortugas pueden volar, de Bahman Ghobadi. Hay una tónica en la película: la infancia no es, no está, a pesar de que los protagonistas son niños. Parece ser un filme, en concordancia con lo establecido al principio: neoténico, ya que hay una aceleración del proceso de maduración (en todas las aristas de la palabra) en ellos. Nacen, crecen, se reproducen y mueren, todo en un lapso brevísimo (valga el pleonasmo) que nos hace pensar que la vida no deja partir a nadie (o en todo caso, que la muerte no recibe a nadie) sin que haya pasado por estas cuatro fases, sin importar edad o condición social. Que no se puede morir sin haber madurado, simplemente no, parece el mensaje.
No hay infancia en esos niños, ya no: desapareció bajo la madurez; han visto a la cara a la guerra, a la muerte, a la sexualidad (la reproducción, a la que se les aventó de golpe). ¿Infancia y madurez son, entonces, polos opuestos?
La guerra como caldo de cultivo de adultos, como catalizador de la neotenia, creadora de seres ya sin inocencia: La infancia de Iván, de Andrei Tarkovsky, presenta una temática similar.

II

Un autobús lleno de niños (que se dirigían a la escuela) se desbarranca en un pequeño poblado de Canadá. Todos, excepto una niña, que queda paralítica después del accidente, fallecen. Éste es el punto de partida de El dulce porvenir (The sweet hereafter) de Atom Egoyan, película que explora, como otras de sus cintas, el papel de la infancia (acaso la inocencia) en los humanos. Después del accidente, después de la pérdida de los niños, el pueblo envilece de golpe: se hace un poblado exhausto, viejo, y los rencores y miedos, las viejas rencillas entre los pobladores, resurgen y se hacen más grandes.
Es obvia (incluso en el filme se muestra) la intertextualidad entre la historia que se nos narra y El flautista de Hammelin. Algo (la muerte, un flautista) se lleva a los niños y queda un pueblo sólo de adultos. Como dije con anterioridad, queda un pueblo viejo, solitario en ocasiones, donde la comunicación es escasa y de pésima calidad. Cuando a un cuerpo (un cuerpo social, digamos) se le extrae de golpe la infancia, la inocencia, es decir, se acelera la llegada de la madurez, todo lo que queda es rencor.
Los personajes de Egoyan casi siempre son adultos con una relación tortuosa, por momentos obsesiva, con su pasado o, específicamente, con la infancia, acaso la suya. En El filo de la inocencia (Felicia´s journey) se nos presenta a un hombre que no sabe lidiar con los recuerdos de su infancia ni con la relación que llevó con su madre. En Exótica nos habla de un hombre atormentado por la pérdida de su hija, y halla alivio en encuentros sexuales con una mujer joven: casi una niña, se podría decir. Hay un símbolo claro, además, en Exótica: un hombre, otro de los personajes, trafica con huevos de especies exóticas y/o en peligro de extinción. Para Egoyan, la clave de entendernos como adultos yace en la infancia, en la inocencia, y en la transgresión de ésta.
El abandono de la infancia, con rumbo a la etapa adulta, al menos en lo tocante a lo fisiológico, se hace navegando en un mar de fluidos. En los humanos, esta transición se puede observar por medio de cambios físicos: crecen las caderas en las mujeres, también las glándulas mamarias; en los hombres se ensanchan los hombros y la voz se modifica. Pero un cambio más definitorio, al menos en el terreno de lo simbólico, tiene que ver con fluidos corporales: la primera menstruación y la primera polución, respectivamente. ¿Así es como se desecha el residuo de la infancia? Todo lo que lleva vida es salado (venimos del mar, en todo caso: sal fuimos y en sal nos convertiremos); la sexualidad parece ser la puerta de entrada hacia la madurez, lo que sea que esto signifique. Pero una cosa es clara en cuanto a su significado: ya no es la infancia.

III

Otro de los temas que me vienen a la mente cuando se habla de “maduración a la fuerza” es el laboral. El trabajo, la remuneración por una actividad, normalmente asociado con la vida adulta, cobra un cariz oscuro, alarmante, cuando se asocia con los niños (o acaso ya no nos alarma, lo que es, paradójicamente, aún más alarmante). No es del todo extraño, sobre todo en países en vías de desarrollo (o en todo caso, en países en vía de destrucción, como el nuestro) observar a niños trabajando al lado de sus padres o hermanos mayores; en el peor de los escenarios lo harán por su propia cuenta, inmersos en la ciudad, en sus medios de transporte, hundidos hasta el cuello en ruidos, en smog, en cosas rotas; ellos mismos rotos, con una infancia que, como espejo, al mínimo golpe se resquebraja, y nos deja ver múltiples imágenes, nunca la original.
Hace poco, en un artículo de internet, leí una cita de F. Schiller que me parece adecuada a lo que planteo: “El humano es humano completo cuando juega”: la entrada al mundo del adulto, esta vez no por la vía del sexo, sino por la vía de la responsabilidad.
Estamos, me parece, en ambos casos, ante una misma situación: acelerar (forzar) el proceso de maduración; arrojar al mundo, antes de tiempo, a alguien. Otra vez, la sal como vehículo de la madurez: el sudor, las lágrimas, la sangre de las manos llagadas por trabajar.

IV

Otra definición de infancia, según el diccionario, es “la etapa primera de alguna cosa”. Una maestra de la preparatoria nos contó que durante su viaje a España probó un platillo del cual nunca había escuchado: el lechón. Se extrae al puerco del vientre de la madre, antes de que se produzca el parto, por más asqueroso que suene, dijo; aunque el resultado, remató, es delicioso.
Pienso, ahora que recuerdo aquella anécdota, que al menos en lo tocante a la cocina se busca, casi siempre, una madurez de los ingredientes: ésa piña aún no es comestible: le falta; los plátanos aún están verdes, no te los comas; eso todavía está crudo. Sin embargo, y en relación directa, y proporcionalmente opuesta, esta regla parece no aplicar en todo aquello que alguna vez estuvo vivo: lo que tiene que ver con carne es mejor si aún no ha madurado. Hay quienes dicen que la mejor carne es la que se obtiene de animales jóvenes, que aún no alcanzan su proceso de maduración. Así con el lechón que nos comentaba la maestra: su valía, su delicia, consistía (o emanaba) de la falta de madurez de su carne. Era deliciosa por su ternura, nos platicó.

Ternura: un adjetivo que muchos relacionan con la niñez.
John Lee Anderson, en una de sus crónicas, narra su visita a un país de África donde la prostitución infantil es casi legal; la economía local se sostiene, en gran parte, debido a ello. Narra su encuentro con un hombre que viaja cada año a ese lugar, y una de las palabras que usan para referirse a los niños es, precisamente, ese adjetivo: tiernos.
Así como algunos guerreros de civilizaciones antiguas devoraban a sus enemigos caídos para, según ellos, apropiarse de sus habilidades para el combate, así quizás buscamos la ternura en la carne ajena, esa ternura que perdemos gradualmente y que nos negamos a dejar ir. El verdadero paraíso perdido: la infancia, o la concepción que tenemos de ella.

IV

Hasta ahora he hablado de las primeras etapas de los seres humanos y algunos animales (de su infancia) y de cómo existen procesos, casi siempre externos, que orillan a madurar antes de tiempo. Sin embargo, existen otras situaciones donde hay que acelerar el proceso de maduración o, en todo caso, usar las cosas antes de que estén listas (maduras). Por ejemplo, las viviendas. Hay muchos casos en que es necesario habitar una casa antes de que siquiera esté finalizada. Faltan los acabados, falta la luz, falta el drenaje, pero es imposible esperar más; entonces hay que usar lo que se tiene. No es una práctica del todo ajena a la sociedad mexicana de las clases bajas.
¿La maduración es, entonces, un lujo que ya no nos podemos dar? Parece, en ocasiones, que así es: habitar la casa antes de que esté lista; hacer que el o los hijos trabajen antes de crecer (madurar); hacer que el hermano mayor se encargue del menor, claro, porque el padre o la madre (o los dos, si es que los hay) están trabajando. Es una situación cotidiana para algunos, y para otros no desconocida, pero que conlleva, necesariamente, un proceso de “maduración a la fuerza”; hay que aprender, sobre la marcha, a ser responsable cuando aún, quizás, no es tiempo. Se inocula la semilla de la madurez en cuerpos y mentes aún frágiles. Como una vacuna que nos prepara (o intenta prepararnos) contra la vida.
Hace un par de años, según recuerdo, se comenzó a aplicar, en México, la vacuna contra el papiloma humano (para mujeres) y la vacuna contra la influenza AH1N1. Tiempo después, aunque esto no fue del todo difundido, comenzaron a circular testimonios (sobre todo de boca en boca, o en redes sociales, donde es casi imposible refutar o confirmar algo por completo) sobre efectos secundarios de dichas vacunas. La razón: aún no estaban listas, pero era necesario probarlas. El proceso de investigación para una vacuna, afirmó un científico cuando lo entrevistaron, es de al menos 10 años, tiempo que no se cumplió con las citadas sustancias. Es decir, se aceleró el proceso, se forzó la maduración, con fines inescrutables, acaso monetarios.
Algo similar ocurría, según algunos, con las pulquerías de mitades del siglo pasado: al no ser suficiente su producción para satisfacer la demanda, se veían en la penosa necesidad de dar una pequeña ayuda a las bacterias que se encargan del proceso de fermentación del aguamiel para convertirlo en pulque; el método: verter un poco de excremento humano en los contenedores. Aunque hay quienes afirman que esto fue sólo un mito usado por algunos para desacreditar dicha bebida, queda algo de manifiesto: los tiempos modernos exigen acelerar los procesos de maduración de casi cualquier cosa, incluidos, claro, los seres humanos (sí, cosa: nos han cosificado y no nos damos cuenta). Los pollos enormes, gigantescos, a base de alimentos especiales y no del todo saludables. Las reses que crecen más rápido debido a sustancias químicas de nombre impronunciable; frutas y vegetales que alcanzan proporciones monstruosas en la mitad del tiempo.
Somos una sociedad, una especie, quizás, que obliga a dejar la maduración en el diccionario, a usar la vida aunque no esté lista; Cronos devorando a sus hijos (crudos).

VI

Si a las sociedades modernas, parece, nos es forzoso adelantar la maduración, también lo es el acelerar otros procesos de la cadena mencionada al principio (naces, creces, te reproduces y mueres). Hace unos meses, casi un año, mi hermano me hablaba de un documental que lo había sorprendido sobremanera: Obsolencia programada. Todos los aparatos electrodomésticos, hasta los focos, me dijo, están hechos para descomponerse; tiene un reloj interno que les dice cuándo morir. Entonces estamos no sólo frente al proceso de aceleración de la madurez, sino de la muerte también. Otra vez, con fines monetarios.
La vida no puede ser ya (no debe ser ya, pareciera) un proceso paulatino: ahora, parece, debe ser una sucesión, casi vertiginosa, de las etapas que mencioné: es forzoso nacer rápido, madurar rápido y, de preferencia, morir rápido. Ése parece ser el mensaje de estos tiempos, de estos “tiempos modernos”.
Como en Koyaanisqatsi, película de Godfrey Reggio, todo hoy en día parece avanzar a un ritmo frenético; y la vida se está quedando atrás. Estamos, pareciera ser, fuera de balance. Somos un golpe de párpado, una ventisca que pasa y nadie recuerda después de unos segundos.

VII

La vida: aunque fuera de balance, comienza, en el caso de nosotros los humanos, con un periodo de gestación que dura, idealmente, nueve meses (aunque, si mirásemos más atrás, todo comienza con un óvulo maduro, y se puede mirar aún más atrás, pero olvidemos eso por ahora). Sin embargo, el parto, en ocasiones, se adelanta (de forma natural o con la intervención de terceros) y es necesario, en algunos casos, hacer uso de una incubadora para continuar, de manera artificial, con el proceso de maduración de ese ser humano.
Nacemos casi siempre a los nueve meses, aunque algunos nazcan a los siete. Ambas opciones son viables; no obstante, los doctores afirman que la primera es la más conveniente (incluso aseguran que nacer a los ocho meses es más peligroso que nacer a los siete; curiosidades de la gestación). Es el tiempo que tarda nuestro cuerpo humano en formarse; en madurar (su primera maduración) y estar listo para el parto, para el camino a la muerte.
Arrojar a un ser vivo al mundo (a un mundo) antes de alcanzada su madurez, puede antojarse como asesinato. Es cierto: arrojar, digamos, a un boxeador no del todo preparado (inmaduro) a ese mundo que es el cuadrilátero, adelantar su tiempo, le puede costar la vida. En el terreno de la existencia, y en el terreno de las profesiones en las que la gastamos, es necesario un proceso de preparación, de maduración, antes de entrar de lleno a la labor en cuestión, porque en ocasiones es la vida misma lo que se pone en juego.
Es necesario madurar: ése es el mensaje, casi biológico, que debemos entender, y respetar.

VIII

Un amigo, poeta y editor, me platicaba alguna vez sobre la correspondencia entre Borges y Reyes. “¿Por qué publicamos nuestra obra?”, preguntó uno de ellos al otro. “Porque si no la publicáramos viviríamos siempre corrigiendo y corrigiendo”, fue la respuesta. Ignoro qué tan cierto o fidedigno sea esto que escribo, pero me parece interesante por un aspecto: la madurez. ¿Cuándo sabemos que ha llegado la madurez de un texto o, en todo caso, de una obra creativa que pretende ser artística? Si, como ya había dicho, en lo tocante a lo físico (a la carne, viva o muerta) es posible saberlo por medio de ciertos cambios más o menos visibles y conocidos, ¿cómo saberlo en algo tan subjetivo y cambiante como, por ejemplo, las letras?
Hoy en día, como en muchos otros aspectos de la vida, nos encontramos con obras “inconclusas” (no maduras) en el medio literario (y artístico, en general). ¿Es esto una muestra más de los tiempos que vivimos? Mi opinión (y sólo es eso, no pretendo esgrimirla como verdad universal) es que vivimos en una época de letras inmaduras ( y de creadores de letras igualmente inmaduros) que no sé si algún día madurarán o que, por el contrario, sufren del síndrome de Peter Pan y se niegan a crecer. ¿Es el medio editorial, y artístico, neoténico en el sentido de que fuerza a madurar a sus exponentes? Los orilla a publicar un libro al que le falta mucho trabajo, un trabajo sietemesino, aunque a veces nadie, ni el mismo autor, se dé cuenta de lo inmaduro de la obra.
Otra vez, como en el ejemplo de las casas, es forzoso usar lo que se tiene a mano, porque no hay más o no podemos esperar a que madure.

IX

La vida, hoy día, pareciera ser un desbalance, una concatenación de cosas inmaduras (o a medio madurar): un frenesí. Nosotros mismos, los seres humanos, somos neoténicos en la segunda acepción de la palabra: alargamos nuestra capacidad de “permanecer jóvenes” a través de un constante proceso de maduración que, en realidad, nunca acaba; la única madurez en la que todos coincidimos, creo, es la muerte. La capacidad de nunca dejar de aprender es lo que nos hace eternamente inmaduros, pero esto es nuestro mejor rasgo. Quizás lo maduro es círculo cerrado, es texto en el féretro que es el libro, es algo ya inamovible, hecho, concluso. Y nosotros, los humanos, somos, precisamente, trazo inconcluso, un texto siempre con detalles a corregir, construcción paupérrima con las varillas de fuera, a la vista; perfectos, paradójicamente, por ser siempre perfectibles, aunque a veces no usemos a nuestro favor este rasgo. Delante de nosotros queda, siempre, el porvenir, un dulce porvenir.