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Los pobres ensayan la rebelión.

- Por: helagone

Por Alvise Calderón
Catracho empezó viviendo en la calle a los 14 años ejerciendo el trabajo más viejo del Mundo; el robo de autopartes. Sin casa y sin papeles, una vecina a quien acostumbraba barrerle la acera de su casa, le comentó que unas personas, paracaidistas, estaban ofreciendo terrenos. El día asignado se presentó, le informaron que las juntas serían semanales y que tendría que pagar 20 pesos por asamblea. Así transcurrieron cuatro meses, hasta que un día, el 28 de junio de 2008, fue designado como fecha para la ocupación del predio. El lugar, decían, se llamaba El Yuguelito.
Los instrumentos previstos para la invasión, consistían en palos, plásticos y cobijas. El paisaje era una cancha árida, destartalada y ocupada por una maleza desordenada. Llegada las cuatro de la tarde se hizo un mitin, como un mecanismo rutinario para revisar el nuevo horizonte conquistado. La noche transcurrida a la intemperie, bajo la mirada de los astros. Ya nadie durmió, alerta, esperando que en cualquier momento llegasen los granaderos . “Todos allí con cuatro palos, una sábana y una cobija que fungía como techo para taparse del sereno”. Los antiguos residentes, culebras y tarántulas, tuvieron que hacerse de lado al ver llegar a extraños sujetos con intenciones de ir al baño. Nadie consideró que del acto de la excreción se podría suscitar un hallazgo. Entre la maleza y el punzante olor a mierda se encontraron vestigios de lo que parecían tubos de PVC y un cartel roído por el abandono, donde se alcanzaba a leer una advertencia: “No construir. Zona de Alto Riesgo”.
Para ese entonces, las 60 familias que emprendieron el viaje en búsqueda de su “tierra prometida”, sobrepasaban ya las cuatrocientas. Tras limpiar la zona con pala y carretilla se procedió a construir letrinas. El gobierno presentó una demanda en contra de sus habitantes. Se les advertía del riesgo en el terreno al acumular lixiviados y biogás producto de la basura que formaban parte de los cimientos de este predio. Este espacio había sido empleado por el gobierno como tiradero de basura y posteriormente rellenado, como respuesta a la saturación que presentaba el vertedero de Santa Cruz Meyehualco.
En 2010 la comunidad del Yuguelito, conducidos por el dicho popular de que “a donde fueres haz lo que vieres”, agarraron pico y pala y sustituyeron los vestigios de los tubos de PVC, puestos por el gobierno 11 años antes, por tubos nuevos. Hoy en día no queda muestra de esta proeza, removida por la demanda constante de nuevos hogares.
La organización de esta comunidad es la del tequio: una forma mesoamericana de trabajo y servicio a la comunidad. Los domingos, a partir de las 8 de la mañana, pululan gorras y sudorosos torsos desnudos. Normalmente haciendo cadenas humanas, pasando de mano en mano tabiques o costales de cemento. Sin distinción de género realizan labores comunitarias, desde el pesado cargar de piedras, hasta la alquimia de la mezcla.
Socorro, una mujer rolliza de 50 años, es una de las dirigentes en este predio y forma parte del Frente Popular Francisco Villa Independiente, explica entre carcajadas: “…si una mujer no puede cargar una piedra muy pesada, llama a dos mujeres para que la carguen, o si es demasiado pesada entonces llaman a una tercera. ¿Para qué se necesitan hombres entonces?”
En Yuguelito, un miembro de cada familia tiene la obligación de trabajar colectivamente para resolver necesidades comunitarias; agua, drenaje y trazado de calles. Ese día de la semana, el gallo descansa y cede el lugar al martillo y la pala. Estos dos elementos son el despertador social y el reloj que pauta las etapas del día. Por las mañanas, las calles dejan de ser gobernadas por Dios y pasan a manos de mujeres y hombres que con pico, pala y barreta, trazan las calles, dándole figura y sentido a su paisaje. En este territorio, los insultos no son altisonantes y son parte inherente al lenguaje de la cotidianidad. El cabrón, o “el hijo de la chingada”, son conceptos de gran elasticidad y reflejo exacto de la tosca y ruda encomienda de todos los días.
Los martes, la calle Templo Mayor, la avenida principal de Yuguelito, luce abarrotada de gente; mujeres, hombres y niños cargan consigo una silla, sortean hoyos y desafían la polvareda que emerge de las laderas que dan al auditorio. Poco a poco, la gente entra ordenadamente “al Salón”, el Recinto Legislativo de Yuguelito. Se trata de un cuarto de 60 metros cuadrados, con paredes rosas, deslavadas, en donde se efectúan las asambleas. La sesión da inicio a las 7 de la noche. El sistema político es el del referéndum y el plebiscito a mano alzada. Como la sentencia que lanza el cura al público antes de esposar a los novios, se advierte para que no haya engaño: “Digan algo o callen para siempre”. Cada representante de calle expone públicamente la situación de las cuentas y quejas de los vecinos de los andadores; conversan, entre otras cosas, sobre los proyectos que faltan, la luz o el drenaje. Pero también tocan asuntos privados como la violencia intrafamiliar o las infidelidades entre una de las partes, trastocando las reuniones comunitarias en un híbrido de derecho consuetudinario y terapia de grupo. Los jueces son sus habitantes, ellos dictan sentencias y como en la Utopía de Tomás Moro, la pena máxima es el destierro del predio.
Pendones y asbesto son la piel que dan figura en el mapa. Invisible al ojo asceptico de Google Maps. En Yuguelito, la geografía popular se impuso a la geografía del poder.