TODO MENOS MIEDO

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#Desvelos. Lo que pasa entre montañas

- Por: helagone

por Joaquín Diez-Canedo Novelo
@joaquincdn

I

Si algo subyace la mayoría de mis recuerdos de infancia es la presencia constante de unas montañas de fondo. Imagino el territorio de mi niñez atravesado por sierras de formas indescriptibles, a veces secas y a veces de un verde reluciente —tal vez bañadas de un calor estático o rodeadas de unas nubes de neblina que con su gris difuminan sus contornos— pero todo el tiempo presentes, poniendo en jaque con su inmovilidad la idea de que cualquier realidad es discurso. ¿En qué país estamos, Agripina, sino en uno que es un continuo de sierras y barrancas y valles y cañadas, todas con nombres genéricos porque son tantas y tantas que es imposible nombrarlas a todas? Sé tu respuesta pero me adelanto: tus hombros son sus crestas.
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Y si hay algo que siempre me ha fascinado de las montañas de mi infancia es que no son icónicas. No podría hacerse un perfil de memoria ni tipificarlas fuera de un dibujo topográfico que poco explica, ni podría hacerse una imagen repetible en postales o en panfletos turísticos, porque por suerte las montañas son tan vastas y azarosas que escapan a toda posibilidad de ser apropiadas por un discurso simplón y formalista. Al contrario, son tan ajenas y constantes que en la noche son siempre una sombra ominosa e innombrable, o el telón de fondo de los sueños más vertiginosos, o la simple presencia y recordatorio constante de aquello que no podemos saber.
Este país rugoso y lleno de musgo es inasequible pero no por eso mudo.

II

Aprovechando que aún no empiezan las lluvias en forma, nos vamos a Tepoztlán un fin de semana y rentamos una casita que es un centro de yoga. Es mona, la casita, aunque rarísima. Para entrar uno debe pasar al lado de un terreno baldío en donde hay gallinas y gallos y maleza y piedras, que una vez trascendidos abren a un jardín zen de muros altos, en donde los cantos de los gallos vecinos irrumpen como fantasmas de otra realidad. El muro marca el aquí y el allá, que si no todo sería lo mismo.
Como es Tepoztlán pero basada en oriente, la casa tiene cruces de madera con alcatraces blancos y también efigies del Buda, flaco y sereno y dorado. También tiene pocitos de barro con florecitas y platos y palitas de madera, y luego yoga mats de hule espuma y cuenquitos para incienso. La única especia disponible es, por supuesto, curry indio, porque aunque estemos en Morelos, así se come el arroz en Nepal.

III

Y sin embargo podría hacerse una lectura lacaniana del espacio de esta casa —o centro biodisciplinario, como lo llaman ellos— que evidentemente lleva por nombre El Amate. En esta lectura la planta baja representa lo imaginario, y es un espacio sin ninguna apertura al exterior fuera del cielo que está allá arriba. Más allá, pues. Uno entra a la casa y está primero el jardín zen, y luego un pasillo central que distribuye, en orden, a un cuartito con sus budas, a la derecha, y luego a la izquierda las escaleras y dos baños, y más adelante una bodega. Como remate de este recorrido lineal y después de descender unos cinco escalones —que no sé si sea un ritual budista— el pasillo culmina en el cuarto de yoga, que es un prisma purísimo y sorprendentemente vasto, considerando el tamaño del terreno, pintado de un amarillo que calma las ansias.
El cuarto de yoga no tiene ninguna ventana sino simplemente una chimenea de luz en el fondo, la cual recorre todo lo ancho del cuarto y baña el muro de hasta atrás de una luz pálida y etérea. Además, el muro tiene dos círculos de distintos tamaños puestos de forma equilibrada pero no simétrica. Uno, el círculo grande, es un espejo, mientras que el segundo es una escultura hecha con mazorcas vistas en punta. En este cuarto, el Yo de Occidente se encuentra con la Coatlicue prehispánica gracias al ascetismo de las enseñanzas de Oriente. Grata sorpresa.
Trascendiendo el compartimentado y laberíntico inframundo de la meditación, se accede al segundo nivel, que en este caso es el área social. Así, en esta casa por la que corre el viento, el simbólico lacaniano toma la forma de la cocina, al fondo, y luego de unas mesas para la gente, que abajo medita pero aquí convive, en un espacio abierto y fluido. Desde aquí se alcanza a ver el Tepozteco, pero rápidamente se vuelve evidente que no es el tema del espacio sino simplemente eso-que-está-ahí-detrás. La terraza no rinde pleitesía a la(s) montaña(s) que le dan sentido sino que, todo lo contrario, la(s) ignora, porque uno viene aquí a estar en contacto con el entorno y resulta que el entorno estorba. Al lado de la estufa, grandota, hay otra escultura de un Buda.

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IV

El tercer nivel de la casa de Lacan es una azotea a la que se llega por una escalera de caracol de esas de fierro que lo pone a uno al lado del terreno baldío pero 3 pisos por encima, lo cual abre la posibilidad de aventarse al vacío y fundirse en pacífica muerte con los guajolotes que picotean allá abajo. La terraza no tiene nada más que unas baldosas de barro y un pretil que si uno está parado da chance de ver a los terrenos vecinos donde están los guajolotes pero que si te sientas solo te permite ver las salientes y barrancas y crestas de esa pared perenne e histórica que encierra a este vallecito, y que a falta de un mejor entendimiento se llama simplemente Tepozteco. Acá uno es uno mismo y el afuera y las montañas y los gallos y el tiempo, pero abajo uno se sienta en un cuarto abstracto a entenderse universal. ¿Y qué otra manera de experimentar la angustia que supone lo Real en términos lacanianos que sublimar la incomprensión de aquello con el lenguaje o, peor, con la observación despreocupada de uno mismo?
Desde aquí arriba me doy cuenta, además, que el muro de los espejos da precisamente hacia el Tepozteco. Es decir: sin ninguna ventana de por medio, lo que podría ser una vista de la montaña sagrada se vuelve para los budistas la oportunidad no sólo de negarla con un muro ciego sino además de poner un espejo en el cual pueden mirarse a sí mismos en su absoluta finitud. De esta manera, su discurso contextual y trascendentalista niega la realidad perenne del Tepozteco para encerrarse en una experiencia personalísima e intimista desde la cual pretenden fundar una ética cuyo mensaje es que uno es parte de todo.
Por si fuera poco, el espacio neutro del cuarto de yoga no es, para los terrenos colindantes —esto es, aquellos en donde cacarean los guajolotes—, nada más que unos muros muy altos de tabicón gris, paisaje tan singularmente mexicano. Y entonces volviendo a Lacan y a las posturas del budismo-desde-occidente que pretende deshacer al individuo a partir de reivindicar y subrayar las fronteras de la propiedad privada me pregunto a qué le rendimos homenaje.
Y me lo responde mi acompañante: la lección del fin de semana es que no importa en dónde estés, siempre hay guajolotes allá afuera. Aunque no sean más que un espectro.
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V

¿Cómo explicarte que lo que más me importa en este momento es cómo le baja la tarde a esa ladera?

VI

Y sin embargo hay algo del tiempo sincrónico que sugiere esta casa que me emociona. Pensar que en el mismo espacio existe esa caja que es la reificación del inframundo devenido ascético y del otro lado un lote baldío con unas gallinitas enclenques me parece fantástico. Además, en otra casa un poco más allá hay una comida familiar donde hay niños y perros y más guajolotes, y luego atrás, del otro lado de otro terreno baldío, hay un gato ñango que recorre una barda sin inmutarse por el espectáculo. Todo esto pasa de forma simultánea, y aunque todas estas narrativas pasan a tiempos distintos, —la languidez de las gallinas, el silencio del gato, el ritmo de las risas, la nada del cuarto— de fondo siempre están las montañas. Y ahora pienso que tal vez el tiempo de este país es lo que pase entre sus cerros.
Por si fuera poco, acostados en el cuarto de yoga y dejándonos llevar por la autoindulgencia que supone este espacio, me da por recordar un cuento que leía de niño. Tal vez sea porque pienso en los guajolotes del otro lado de esta barda o en lo inaccesible del Tepozteco ahí nomás tras lomita. En el cuento, que se llama Tili y el muro, un grupo de ratones vive frente a una pared que es grande e inminente. Los ratones no la cuestionan y la suponen natural, pero un día llega un joven ratoncín que se llama Tili y a quien le incomoda la situación. Después de mucho ver el muro decide, ante la sospecha de los demás, hacer un túnel para ver qué hay del otro lado. Por supuesto que hay miedo y emoción, pero cuando llega lo que encuentra es a otro grupo de ratones que se hacen la misma pregunta. Tal vez la conclusión es aburrida, pero lo que es interesante es justo eso, las ganas de Tili romper con esa pared; el muro y la grieta.
Pero no es tanto eso lo que pienso sino en que por un instante vuelvo a ser niño. Pensar en lo infranqueable del muro y en los guajolotes del otro lado y en lo inasequible del Tepozteco me devolvió por poco tiempo a mi infancia. O más que devolverme a, me la trajo al presente, porque tal vez crecer y apropiarse del lenguaje es devenir soberbio y uno de niño es más humilde y las cosas aún son preguntas. Sea como haya sido, ahora sé que lo simultáneo —el cuarto, la comida, los guajolotes, el gato— no pasó solo en el espacio sino también en el tiempo, y por un momento en medio de todo lo demás fui yo pero también fui el niño que alguna vez fui.

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VII

Y llega el fin del día y encantados por la circunstancia nos sentamos en la azotea a ver cómo anochece. Podríamos haber estado en alguno de los abajos pero yo quiero estar aquí, en presencia de un discurso que son muchos pero no es de nadie, viendo los distintos Tepoztecos que se me van sugiriendo conforme avanza la tarde. Como todavía no es época de lluvias pero ya mero viene, todo está cubierto de una niebla finita que solo le da más profundidad a la escena. Todo lo vasto del paisaje se va revelando en capas de distintos tiempos en lo que se va haciendo tantito más rojo el cielo, y lo que antes eran formas claras en las montañas ahora se van volviendo menos evidentes, como si la noche al difuminar los contornos borrara también la posibilidad del lenguaje mismo. Y entonces también veo que van apareciendo las arañas en las paredes, y que las gallinas se recogen en sus corrales, y que de la parrilla va quedando nomás el humo y el rumor de las risas. Y yo empiezo a sentir cierta adrenalina que es en realidad una pequeña forma del miedo, mientras poco a poco las luces de las casas y las calles se empiezan a prender, haciendo que el cerro se vuelva otra nube más que podría ser tormenta, al tiempo que el gato de la barda brinca para abajo para irse a quién sabe dónde.
Y cuando ya está todo quieto y ya ni la música suena, veo que las montañas son otra vez silueta, y siento que ya es otra vez hora de dormir.