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#TrenSuburbano. Interés social

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Recuerdo cuando mamá recibió la casa de interés social. Después de visitar numerosos fraccionamientos, después de analizar los costos, los descuentos y las distancias –en ese entonces yo todavía trabajaba dando clases de inglés en una empresa cerca del metro Rosario, así que la distancia era algo importante a considerar– optó por una de dos recámaras en un fraccionamiento llamado Parque San Mateo. La primera vez que fuimos era un miércoles por la tarde. Luego de haber caminado más de media hora desde donde nos dejó el camión, por fin llegamos. La mayoría de las casas estaban vacías. Algunas incluso estaban a medio terminar. Entramos. Nada se compara al eco de las casas vacías, al olor de la pintura recién aplicada; el piso de cemento pulido es un espejo donde nadie desea mirarse. Subimos. Éste será tu cuarto, me dijo en cuanto entramos a la pieza más grande. Aquí está el baño completo; el medio baño está debajo de las escaleras. El ruido de mis zapatos parecía el latido de un corazón que recién comenzaba a estar vivo.
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-Ésta es la recámara principal, tiene closet espacioso y tres cajones amplios. La recámara de allá es un poco más pequeña, si no tienen hijos la pueden usar como estudio.
El matrimonio que vino a ver la casa recorre con la mirada las habitaciones. El silencio no juega a mi favor, se escucha el goteo de la tarja; otro corazón, éste un poco enfermo. Ya estaba descompuesta cuando yo me salí de esta casa. Les pido que bajen a ver la azotehuela, con espacio, conexión y desagüe para lavadora, mientras cierro esta habitación, en la que viví por más de dos años. Un hogar son los muebles, los detalles (hasta el desorden), los espacios ocupados y los vacíos; apenas puedo creer que aquí viví y que, además, de lunes a sábado, durante más de un año, me levanté a las 4:30, hice ejercicio, me bañé, desayuné, me lavé los dientes y me puse corbata para salir a tomar la segunda combi. No lo había pensado, pero ponerse corbata es como un simulacro de matarse ahorcado.
 
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Los números son importantes en este tipo de casas. Para dos personas están casi bien, puede vivirse en ellas sin mayor inconveniente. Pero cuando viven tres personas, o cuatro o cinco (o doce, como me comentó alguna vez el representante del INEGI que fue a realizar el censo) las cosas cambian. El día que llegó el camión de la mudanza, con todas nuestras cosas, tuvimos que dejar un par de ellas en la planta baja porque eran demasiado grandes para pasar por el cubo de la escalera. Me había mudado más veces de las que quisiera recordar, pero ésta me pareció más difícil por algo que hasta la fecha no logro descifrar. Quizás era…no, aún no lo sé.
-Sí, es lo menos. Otras las rentan hasta en dos mil pesos. Ahora hay más servicios por aquí, por eso se incrementó un poco el valor.
Dudan, se miran ligeramente y levantan los hombros casi al mismo tiempo. Pueden preguntar en otras, les digo, infórmense y vean cuál es la que más les conviene. Cierro la azotehuela con doble llave y los acompaño a la entrada –o la salida, según quiera verse- y les digo que la zona es muy tranquila. Claro que miento en parte: dos veces se metieron a robar, y fue entonces que conocí esa sensación que sólo puede dejarte el que transgredan tus cosas, tu espacio, tu refugio. Allá afuera, en algún lugar que no alcanzo siquiera a imaginarme, están mi computadora, dos consolas de videojuegos, tres mil pesos y una denuncia ante el MP que acusa a quien resulte responsable. No entiendo por qué alguien que parece tener dinero quiere rentar una casa así. Aún pienso como niño en algunas cosas: sigo creyendo que quien tiene un carro, o quien se viste de traje, es un hombre adinerado.
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Al principio estuvo bien, porque la calle estaba vacía. Luego, cuando las casas comenzaron a poblarse, entendí el porqué de todas las quejas de los que alguna vez han vivido en casas de interés social. El ruido de los vecinos, la música a todo volumen, la suciedad, los problemas por un cajón de estacionamiento, los múltiples intentos de erigir una junta directiva, sumados, claro, a la continua falta de agua, los problemas de drenaje y de transporte, hicieron que estar afuera, en la calle, fuera mi refugio. Uno deja de creer en fantasmas en ese tipo de construcciones: todo el tiempo se escuchan voces, pasos, murmullos. Ahí la soledad no existe.
-Se firma un contrato por seis meses, y se necesita una renta y un depósito para comenzar a hacer uso del inmueble.
Es la segunda familia que pregunta por la casa esta semana. Comienzo a mejorar mi discurso, a sonar como alguien que sabe de estas cosas y a quien no se puede engañar tan fácilmente. Miento, apenas sabría qué hacer si de pronto algún inquilino no quisiera salirse de la casa. La hija de este matrimonio me mira desde atrás de las piernas de su madre. Recuerdo entonces cuando yo tenía su edad más o menos, y era mi mamá quien me llevaba a recorrer casas en las que, si los ingresos lo permitían, podríamos vivir. Nunca vivimos en la que me parecía mejor. Siempre quise tener mi propio cuarto, uno donde entrara el sol y yo pudiera tener mis juguetes en una repisa, en lugar de una cubeta junto a los tanques de gas. Quizás veía demasiada televisión; quizás sólo pedía lo que todos los niños, de cualquier lugar y de cualquier tiempo, deberían tener.
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El aroma de la grasa de calzado siempre me ha parecido agradable. También el de la gasolina. Los domingos por la noche, mientras veía la tele, colocaba un periódico extendido frente a mí y comenzaba a retirar las plastas de tierra de mis zapatos; aún no había pavimento cuando llegué. El sonido de las placas de lodo seco cayendo sobre el papel me recordaba a mi infancia, cuando mi papá y mis hermanos limpiaban así sus zapatos de futbol. Luego aplicaba la grasa negra a los zapatos, después el brillo. El calzado lo es todo, uno puede reconocer quién es pobre y quién no a través del calzado. Imaginaba luego a los vecinos, quienes también se preparaban para comenzar otra semana, en un lugar donde también les exigían traje o al menos ropa formal (¿no será que los que de verdad tienen dinero se burlan de nosotros?, llegué a pensar). Esperaba con ansias el día en que, como a ellos, a quienes saludaba en la combi por la mañana, me tranquilizara ver un par de zapatos brillosos junto a la cama, una camisa bien planchada y un pantalón colgados tras la puerta de la recámara, un recipiente de plástico con comida en el refrigerador y un carro en el estacionamiento. Everything in its right place, como la canción de Radiohead. No lo logré nunca, y no sé si sea bueno o malo, sólo sé que no era para mí.
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-Si se anima firmamos de una vez el contrato.
Una mujer, con su hija, recorre con la vista la casa. Lo comento hoy en la noche con mi marido, pero lo más seguro es que sí, me dice. No hay tal marido, estoy seguro que no hay tal marido, es una técnica de supervivencia, un acto de mimetización con el resto de las mujeres que sí tienen un hombre en la casa. Lo he visto, lo sé: hay quienes, aún alcohólico, golpeador y desempleado –todo se sabe en estas casas, la privacidad es algo que la constructora nunca incluyó en los planos– prefieren tener un marido que estar solas. Sabe qué, váyase, esto no conviene, esto no es para usted, estas casas son un despojo bien maquillado, son palomares, ratoneras, nada más, váyase, sé lo que le digo, aquí hay ruido, indiscreción, falta el agua, falta todo. Váyase, estoy a punto de decirle, pero en vez de eso le confirmo que sí, que mañana firmamos el contrato. La niña me mira mientras se alejan: sus zapatos, y los de su mamá, tenían las puntas talladas, se notaba a pesar de la grasa líquida para calzado. Saludo al vecino, cuyos hijos nadan en una alberca inflable en su cajón de estacionamiento. Más adelante cruzo un par de palabras con el representante de la calle, quien a diario riega su metro cuadrado de pasto con el orgullo de los hombres de los suburbios estadunidenses en las películas del domingo por la tarde. Parecemos niños jugando a la casita en una caja de refrigerador; parecemos niños jugando a los adultos adinerados.
Las cosas –las casas– se parecen a su dueño. Por fuera nos vemos felices, plenos, educados; por dentro estamos malhechos, tenemos defectos incorregibles, y más que eso intolerables, nos falta mucho y lo que tenemos no basta. Pero qué más da: hoy es domingo, y las familias salen a pasear y se saludan, como si nunca nos hubiéramos odiado.