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#TrenSuburbano. Venta

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Hoy es martes. Todos los martes un tianguis se instala en Cuautitlán, al lado del Aurrera. A veces la fruta es más barata, pero generalmente los kilos no son 1000 gramos. Allí dentro las reglas parecen ser otras.
También hay, en Cuautitlán, un pequeño mercado fijo, la gente lo llama “Mercado Negro”. Nunca he sabido por qué (a lo mejor nadie sabe por qué). Ahí se pueden conseguir cosas de, generalmente, mala calidad y precios altos. Los martes, sin embargo, bajan un poco sus precios para competir con el tianguis sobre ruedas.
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Mamá y yo tomamos prestado el carro de mi hermano y vamos por la despensa. Primero pasamos al mercado negro y compramos un poco de verdura y fruta (somos casi vegetarianos, pero no tanto por una ética o respeto hacia los animales, sino por los precios) y luego nos dirigimos al tianguis. En el camino siempre hay niños vendiendo mazapanes o chicles, mientras sus madres venden nopales y hierbas de olor. Instalan sus cosas en el camellón, bajo la sombra de los árboles, y luego aprovechan los altos en el semáforo para acercarse a los autos. Una de ellas –de tanto pasar por ahí las conozco de vista– tiene un bebé de no más de un año. Mientras ella vende, y sus otros hijos también, el bebé se queda en el camellón, acostado en una cama hecha de suéteres. Otra de ellas, un poco mayor, tiene un hijo de dos años que se queda encerrado en la jardinera: su pequeño corral cortesía del departamento de obras públicas.
Dejamos el carro en el estacionamiento del Aurrera y nos metemos al laberinto de lonas del tianguis. La vida aquí, los martes, no se entendería sin el comercio. Ropa americana de paca, dulces robados, galletas en trozos, naranjas, juguetes. También, junto a los puestos de comida, siempre hay un hombre que moldea el aire y lo vende: sus canciones siempre hablan de amores que han partido a quién sabe dónde.
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Hay zonas claramente diferenciables en este tianguis. Casi al final –o al principio, depende del lugar por donde uno entre– están los puestos de cosas usadas. Nunca he entendido por qué se llaman chácharas, y tampoco he entendido cómo es que sobreviven esos hombres y mujeres. No sé quién pueda necesitar una vieja revista, una muñeca sucia, películas en VHS, novelas románticas de portadas de hombres y mujeres casi perfectos; veo en sus miradas la tensa espera, la terrible paciencia pudriéndose dentro de ellos. Uno puede enloquecer esperando vender algo, lo sé, me ha pasado, y la soledad pesa enormemente entonces. Pero ellos por lo menos se tienen entre sí, parecen no estar solos. (A orillas del mercado negro, a diario, una anciana vende ropa usada y cosas variopintas. Coloca las prendas sobre una banca de concreto y el resto de las cosas las ordena pacientemente, con delicadeza, sobre los adoquines de la banqueta. Como si ordenara un tablero de ajedrez para jugar un poco contra el tiempo. A veces, casi siempre, pasan horas sin que ninguno de los dos, ni ella ni el tiempo, hagan un solo movimiento. Sólo se miran, se intentan descifrar y luego se quedan quietos, con el tablero intacto).
Siempre me han intrigado estos puestos, los de cosas usadas. Sus dependientes parecen haber perdido toda esperanza de venta, y se conforman con estar ahí, con un cigarro barato entre los dedos, mirando sus cosas extendidas sobre una sábana en el piso. Parecen niños infinitamente viejos, que juegan con piezas oxidadas. A veces venden algo, y entonces puedo entender un poco que siempre, siempre habrá alguien más abajo que nosotros. Gente que debe comprar zapatos usados para sus hijos, o un uniforme parchado de las rodillas. Nada se crea o se destruye, aquí no.
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Hay mujeres, niños y hombres que recorren los pasillos del tianguis. Venden ajos y cerillos –por más de 20 años he intentado saber qué tienen en común los ajos y los cerillos, por qué deben venderse juntos– o bolsas de lona. Cuando era niño, y acompañaba a mamá al mercado, le decía que comprara los ajos a esas personas, pero nunca lo hizo.
También hay puestos de cosméticos. Enchinadores de pestañas, ligas para el cabello, esmaltes. La gente siempre compra estas cosas (rotos pero perfumados, como los vietnamitas durante la invasión estadunidense) y los dueños de estos puestos siempre vuelven, porque hay que estar presentable para recibir a la vida.
Compramos lo que nos hace falta, lo vamos a dejar al carro y entramos al supermercado a comprar las últimas cosas. Cuando salimos, el tianguis está deshecho, incompleto. Muchos puestos comienzan a levantarse, y a orillas de la calle nacen montañas de fruta y verdura podrida. Los perros lamen del suelo el agua que sale de lavar los puestos de comida. De regreso, miro a la anciana junto al mercado negro, apenas está recogiendo sus cosas. Ni el tiempo ni ella movieron sus piezas. El ajedrez, la vida, la venta: paciencia. Desesperanza.