TODO MENOS MIEDO

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#TrenSuburbano. Años muerto

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Fotos de Sir Sabbhat

I

A un costado de la entrada al panteón, una reja negra de metal cubierta por, al menos, treinta capas de pintura —si uno se acerca lo suficiente, y observa, pueden verse algunas partes donde el metal deja ver las mordidas informes del tiempo— los puestos, bien delimitados por marcas en el suelo hechas con pintura blanca —lápidas para los vivos— comienzan a instalarse. Se pueden ver parrillas, cajas de refresco y cerveza, así como botes llenos de flores: son las diez de la mañana. De algún lugar cercano, que no se puede apreciar entre tanta gente, alguien eleva cohetones al cielo, como quien eleva plegarias.
— ¿Y la venta es buena? —pregunto al hombre que vende las flores de cempasúchil, a cuyo lado estoy desde hace diez minutos.
—Pues no mucho —se interrumpe para gritar a las personas que pasan que tiene ofertas: un ramo en 20 pesos o dos por 35— a veces algunos ya traen sus flores o no quieren llevarles de éstas.
Una mujer se acerca al puesto —que en realidad no es puesto, sino una simple lona sobre el suelo donde las macetas están acomodadas— y revisa las flores que el hombre le ha extendido para que las revise. No me parecen caras, los pétalos lucen sanos, frescos, y hasta vienen en una maceta, pero al parecer la mujer no piensa como yo y devuelve las flores, luego se aleja. Otro cohetón se eleva, luego estalla.
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Todo parece estar más ordenando. Se escucha el siseo de la carne contra la plancha de metal y de pronto el ambiente huele, también, a comida, no sólo a flores frescas y podridas. Una bocina enorme, que alguien colocó sin que me diera cuenta, comienza a rasguñar el aire con los acordes de una canción de Pedro Infante. En un terreno baldío frente al panteón, cercado con malla ciclónica, un letrero mal pintado anuncia que la hora de estacionamiento vale 10 pesos y que aún hay lugares. Un hombre, cigarrillo entre los labios, agita una franela roja frente a la entrada. Otra mujer se acerca al puesto y revisa las flores, consulta con un muchacho de 18 o 20 años y luego paga. El hombre de las flores se persigna con el dinero, vuelve a sentarse sobre el bote de plástico y retoma la lectura del periódico; en la portada, para no desentonar, hay un hombre muerto sobre el asfalto.
— ¿Y usted viene a ver a sus muertitos?
—Estoy esperando a mi mamá —le digo, para que no sospeche que sólo estoy ahí para observar todo lo que sucede. La respuesta parece ser suficiente y vuelve a su diario. Su hijo, un niño de cinco o seis años, patea las corcholatas que brotan del puesto de al lado.

II

Mamá me contó una vez, no sé si esté en lo correcto, que el 1 de noviembre vienen de visita a este mundo los niños muertos, y que el 2 vuelven los adultos; una especie de civismo en la muerte, una cortesía que es lo único que parece estar entre la vida y la muerte; también los muertos le ceden el paso a los niños. Hablamos de la muerte, de los muertos, con la soltura que nos da el no tener ninguno.
He entrado al panteón a recorrerlo. Veo una tumba pequeña, sin lápida de concreto, sólo una cruz:
“Para el niño Ramón Ortega Villa. Recuerdo de sus familiares. Ahora está con Dios. 1998-2002”.
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Cuatro años estuvo aquí en la tierra, como suele decirse, y luego se fue. Cada tumba, cada cruz, cada epitafio, es una especie de acertijo, de pequeño enigma. Si sus familiares aún le lloran, o si ya ellos también descansan cerca de él, es algo que desconozco. La tumba luce descuidada, con yerba creciendo por aquí y por allá. En los floreros improvisados —cuatro latas de metal, como las de las conservas o los alimentos, una en cada esquina— flota un líquido verdoso mitad lluvia y flores y mitad olvido. En la tumba de al lado, sin embargo, tres personas luchan contra la yerba y el desorden a base de golpes de azadón y escoba; barberos de la muerte o de la naturaleza (aunque sean casi sinónimos) que arreglan la tumba de su familiar. Esa yerba es su familiar, nace de él, es él quien la nutre, pienso, pero no digo nada, sólo continúo recorriendo los pasillos que forman las tumbas. También las clases sociales permean la muerte: hay tumbas bellísimas y algunas que ya calificarían como mausoleos; otras, sin embargo, tienen suerte si lucen una cruz oxidada. Sigo pensando en las historias detrás de esas tumbas olvidadas. Casi al final del panteón, cerca de la barda mal encalada que separa los condominios para muertos de los que son para vivos, hay una tumba donde alguien amarró un par de globos. Recuerdo entonces cuando, hace ya más de 20 años, acompañé a uno de mis tíos, primo de mi papá, a limpiar la tumba de sus padres.
—No riegues la tierra, sólo quita la hierba —me dijo aquella vez, mientras él retocaba la cruz con una pequeña lata de pintura negra de aceite.
Terminamos cuando la tarde comenzaba a fermentarse en tonos rojizos; un cempasúchil en el cielo. Comimos papas fritas en una tienda cercana, que ya no existe, y nos quedamos callados, viendo el lodo en nuestros zapatos y las herramientas. La muerte, algo que no nos hermanaba en ese entonces y que aún no lo hace: de mi familia cercana, que es, debo decirlo, escasa, nadie ha muerto. Las ventajas de no convivir con primos y tíos: no puedo decir que alguien querido para mí haya muerto. En ese sentido, sigo siendo el mismo que ayudó a su tío a limpiar una tumba sin ningún significado.

III

Salgo del panteón y vuelvo a recorrer el pequeño tianguis que se ha formado. De pronto esto no me parece un festejo a la muerte, sino un homenaje a la vida: la gente canta, bebe, conversa. Quizás ésta es la forma que tienen de afrontar la muerte de aquellos a quienes amaron, quizás se rieguen por dentro de comida y cerveza para que los recuerdos que tienen de los fenecidos, cada año más inasibles, vuelvan a crecerles por dentro como una enredadera. No conozco la muerte, ya lo he señalado (o mejor dicho, nadie me la ha presentado: como conocer a alguien de lejos, porque es amigo de un amigo, pero nunca haber estrechado su mano) pero lo que viene a mi cabeza cuando la escucho nombrar no es esto. Muerte, dicen, y pienso en los funerales de mis abuelos paternos. Muerte, dicen, y pienso en el suicido de uno de mis primos lejanos, cuyo ataúd se abrió a mitad del descenso.
— ¿Ya de salida? —el hombre de las flores me ha reconocido; no ha vendido casi nada desde que entré al panteón, casi una hora atrás.
—Sí, ya por este año ya.
— ¿Y a quién vino a ver, si no es indiscreción?
—A mis abuelos —ya están muertos al fin y al cabo, pienso— a mis abuelos.
—Oh, ya.
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Su hijo todavía juega con las corcholatas, sólo que ahora lo hace con otro niño, quizás hijo del taquero o de algún otro comerciante. Desde lejos, a unos seis metros, un niño los observa, puedo decir que con envidia: su madre, con el palo agujerado que sostiene los algodones de azúcar, lo tiene firmemente agarrado de la mano. La señora me recuerda a la imagen de La patria, que tiene la bandera al lado.
—Oiga, ¿y qué va a hacer con las flores si no se le venden? —es una pregunta indiscreta, lo sé, pero él ya ha preguntado por mis muertos, supongo que eso nos hace casi amigos.
—Pues no sé, pero ahorita salen, no crea. Sí salen.
Le digo que sí, que es probable. Faltan las ofrendas, le digo, y luego a algunos niños se las encargan en la escuela. Sí, eso también, dice, y luego nos quedamos callados, incómodos, porque la conversación ha muerto y no sabemos qué hacer con el cuerpo. Me despido y me alejo: sé que no venderá, él lo sabe, y ser testigos del mismo pedazo de vida —o de muerte— nos hace ajenos.
Los puestos, la gente, todo lleva un halo de muerte que nunca notamos: la carne es muerte, las transacciones se hacen con billetes, que llevan las imágenes de algunos muertos. Las flores arrancadas morirían, como lo harán las velas y los cirios que venden por todas partes. No es éste el pueblo que se ríe de la muerte, pienso: eso es un cliché sobre los mexicanos. Es, si acaso, el pueblo que le tiene miedo a lo que no conoce, o a lo que no quiere enfrentar. Si nos reímos es de nervios, pienso, y hablo del pueblo: viene una procesión fúnebre y ninguno, ninguno de los que viene tras el vehículo donde viaja el cadáver, ríe.

IV

Regreso a casa. En el camino veo una cartulina fosforescente pegada a un zaguán: “A quien guste acompañarnos a los rosarios de la Señora…” y no veo a nadie reír allí dentro. De repente pienso en mi propia muerte, que llevo, como todos, metida en el pecho, germinando como germinan las flores para los muertos. Sé que mi propia muerte no dolerá (dolerá, creo que el cuerpo se me apague, en un lugar y una forma que aún desconozco) porque la muerte sólo duele cuando es la ajena. Recuerdo que, cuando niño, cuando aún dormía con mis padres, muchas noches las pasé llorando, sin poder conciliar el sueño. “No me quiero morir”, le decía a mi madre, quien trataba de consolarme diciendo que la muerte era sólo para los viejos. No me decía, o quizás ella misma no entendía, que hay muertes que maduran más rápido dentro de uno. Llego a mi casa, donde no hay ofrenda, donde no huele a copal o a mandarinas y flores podridas, como las ofrendas de la primaria: no somos una familia de tradiciones.
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Como y, después de descansar un momento, decido salir a pasear al centro de Cuautitlán. Cerca del tren suburbano, bajo un puente, un pequeño perro, tirado, respira agitadamente: morirá, y parece saberlo. Vuelvo a pensar en ese pueblo que se ríe de la muerte, y busco dentro de mí la risa, pero no la encuentro. No sé de qué pueblo hablen, pero no es de éste. A los lados de las vías del tren hay innumerables cruces, decenas de historias cuyo punto final es esa cruz de metal al borde del olvido y el óxido. Comienza a morir la tarde, que ya no tiene color de cempasúchil, sino de cruz de muerto o de pabilo quemado; la noche caerá sobre los muertos y los vivos, que ahora vuelven a sus casas, quizás a prepararse para la muerte, aunque ellos crean que se preparan para la vida. Pasa una ambulancia, y detrás de ella una patrulla, cuyas luces tiñen de morgue, por un segundo, las paredes de este pueblo. ¿No será así la muerte —pienso por un momento— una tremenda oscuridad, llena de cosas dolorosas, donde a veces las velas, veladoras y pabilos tiñen las paredes oscuras que te rodean? ¿No será así la muerte —digo— una ciudad terriblemente triste donde nadie parece escuchar a nadie, llena de puentes que no llevan a ningún lado?

V

Me adentro al tianguis, que han erigido en mitad de la calle que está junto al mercado municipal. Hay puestos donde venden dulces tradicionales y hay puestos donde venden dulces relativamente modernos: pequeñas paletas de chocolate en forma de calabaza, calavera o bruja, caramelos de importación en forma de monstruo.
—Dulce o truco —me dice un niño detrás de una máscara de lo que se supone es un vampiro.
—Truco —le digo, y se aleja. Qué tenía en mente ese niño, jamás lo sabré.
Un perro, de aspecto cadavérico, espera que algo caiga de los puestos de comida. Nada, las manos de los que comen, como nubes poco benévolas, van y vienen, cierran y abren el cielo de ese perro —mientras más cerca estemos del suelo más pobre, más terrible, será nuestro cielo, parece ser el mensaje— pero no llueve.
Avanzo, como puedo, entre los puestos. Al final de la calle, a espaldas del mercado municipal, un acomodador de autos, un “viene viene” calcula el tamaño del vehículo y le asigna un lugar: un Minos mestizo y hambriento.
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Camino hasta llegar al hospital Vicente Villada, cuyas jardineras siempre están llenas de gente que espera noticias sobre su pariente enfermo. Un hospital como limbo, donde los vivos y los muertos esperan lo que siga. Otra vez, no veo a nadie reír. Una ambulancia llega, sonora como siempre, y se estaciona en el lugar asignado: bajan una camilla; la sábana, levantada a veces sí y a veces no, parece una cadena montañosa en miniatura, una maqueta. Vuelvo a pensar que no tengo muertos, y que eso, en cierta medida, me pone en desventaja: llegarán, y no sabré qué hacer porque nunca he ensayado la muerte con un pariente un poco menos querido, como algunos lo hacen. Giro para llegar al suburbano y regresar a casa: demasiada muerte por hoy.
—Quinto a la calavera, si no se le muere su abuela —me dicen, casi al unísono, cinco niños.
—No tengo nada, disculpa.
Se alejan y, antes de doblar la esquina, uno de ellos me grita “se te va a morir tu abuela” y echan a correr entre risas. Su calavera, elaborada a la usanza antigua, con un Chilacayote grande y una vela, se balancea en la oscuridad de las calles; camino tras ellos, pero no para seguirlos ¿No será así la muerte —vuelvo a preguntarme— una luz que se balancea frente a tus ojos, que dice cosas que duelen, y que nunca puedes alcanzar? ¿Una ciudad donde antes estaba tu casa, que sigue estando ahí, pero que de alguna forma que no logras entender ya no te pertenece?
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Regreso a casa, a pie, como vine: una procesión individual, con el miedo como estandarte. Me siento viejo, cansado, y no sé por qué: quizá es porque, como señalan algunas tradiciones, los muertos andan por ahí sueltos en estas fechas, y se mezclan con el aire y es difícil respirar esa bruma mitad muerto y mitad aire. Creo que hoy envejecí un poco: cada vez que piensas en la muerte, y que sabes que vendrá —que caes en la cuenta que vendrá, que en verdad vendrá— te haces más viejo. Dicen que cada año de perro es como siete años de humano. Quizás, entonces, cada año de muerto es como diez años, cien años, mil años de humano, y ellos, los muertos, son viejos, muy viejos, de tanto esperar donde sea que esperen los muertos, y por eso cada año les cuesta más trabajo volver y a veces ya no regresan.
Vuelvo a pensar en la muerte, y en mi muerte, y sigo sin saber qué es. Paso frente a una cantina: un hombre sale casi a rastras, es su hijo quien lo ayuda a caminar. Un payaso callejero, de ésos que mantiene a raya a la muerte con el dinero que obtienen de sus chistes, pasa por ahí, con un par de perros hechos de globo entre las manos; patea las piedras y parece no querer avanzar. Un perro callejero mira el otro lado de la calle, del que lo separan los autos, cuentas en el rosario del tránsito vehicular. Un grupo de niños piden calavera en el Soriana y se van con las manos vacías. Una mujer se limpia el llanto del rostro en la parada del camión, mientras una anciana y su marido esperan, bajo un foco sucio, a vender sus tamales. ¿No será así la muerte —me lamento— y esto nunca termina?
A lo mejor ahora a diferencia de antes, desearle la vida a alguien es lo peor que puedes hacer.