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Postal 51. Pequeños precipicios de ramen

- Por: helagone

Por Erika Arroyo
@WooWooRancher
A la tía Rita nunca se le dieron dos cosas: mostrar sus ojos en las fotos y superar a un tal Brian Wilson que le rompió el corazón. A ambas incapacidades les halló remedio. Un día desapareció sus pósters de los Beach Boys, arrancó a Estados Unidos de su Atlas y se puso unos gigantescos lentes de sol que no se quitaba ni para dormir. La abuela decía que la luz del flash le lastimaba, mi hermano mayor me dijo el día que Rita se murió que él creía que consumía sustancias.
Recuerdo haberle preguntado varias veces por las razones para no quererme prestar esos casi antifaces que la acompañaron hasta en su propio funeral. Tenía yo escasos cuatro años y me asomaba por encima de la mesa, parada de puntitas, la observaba y extendía mis manos hacia ella. Se levantaba para cargarme con sus brazos cortos, me hacía prometerle que no le arrancaría los lentes de su rostro y una vez que accedía, me sentaba en sus piernas y me acomodaba el cabello detrás de las orejas, según ella, para que escuchara mejor.
Crecí creyendo que la cigüeña la había traído en una bolsa de plástico desde muy lejos, donde la gente tenía ojos rasgados y piel de muchos colores. Papá alimentaba esos momentos pidiéndole que me contara de la tetera que escupía té azul y los árboles que hablaban lenguas al revés.


Escuché muchas historias. Ninguna se parecía a alguna otra. O quizá sí pero ahora no lo tengo tan claro en mi memoria. Todas eran sobre viajes que había hecho cuando era joven. Directo y sin escalas, sin angloparlantes involucrados y musicalizadas por versiones en mandarín y malayo de canciones claramente occidentales pero que ella atribuía a la genialidad oriental.


Era la primera dama y maestra de ceremonias de bodas, bautizos y multitudinarios almuerzos familiares. Tenía una caja de cartón reforzado con cinta adhesiva donde atesoraba casetes cuya cinta recorría con una pluma Bic para reproducir pistas sin voz de canciones que adoraban los adultos y aburrían a los niños. Me fascinaba verla en loop.
Tomaba el micrófono y se presentaba como la Grace Chang mexicana. Todos aplaudían y como si se hubiese pactado no tener objeciones ante el mismo espectáculo, le pedían repetir el show. Daba play a la vieja grabadora y con una dulce entonación, derretía oídos.


Josephine Siao, Fong-fong, Linda Lin Dai, Connie Chan Po-chu. Mis tardes después de la escuela las invertía leyendo en voz alta los nombres de sus actrices asiáticas favoritas. Me corregía como un director de orquesta y me obligaba a comenzar de nuevo en cada error de dicción. “Cuando me acompañes a Hong Kong, te las voy a presentar a todas”, me decía. Mientras eso sucedía me conformaba con ver sus recortes de periódico, tenía una extensa colección que ya comenzaba a montar sobre cartoncillo a manera de memorama. Un amigo suyo le enviaba revistas y diarios atrasados por correspondencia. Nunca lo conocí.
Chinese Cha Cha Cha
[audio:http://nofm-radio.com/podcast/07_Chinese_ChaChaCha.mp3]

La cocina de Rita era un sauna de ajo y especias. Una vez que pasabas más de una hora en esa casa de paredes blancas y grandes ventanales, la garganta se reponía, dejaba de escurrirte moco por la nariz y los ojos paraban de llorar. Canturreaba entre charolazos y trastos cayendo de un cerro en el fregadero. La licuadora y el agua hirviendo le hacían los coros.


Buena parte de mi infancia rodé por las pendientes de pasto de su mundo bonsái y cayendo por pequeños precipicios de ramen y nadando en aquellos mares con sabor a bebidas refrescantes de arroz. Fui copiloto de una aeronave imaginaria de lo que creí eran recuerdos y hoy sé, no eran más que sueños compartidos.

Rockabilly/ Su-Yong
[audio:http://nofm-radio.com/podcast/12_Rockabilly.mp3]
El día que la tía Rita se fue, vi todo desde lejos. Le llevé un vasito con Calpis que me bebí con un popote que me regaló y que aún conservo junto a su caja de curiosidades que quién sabe de dónde sacó. No quise ver su mirada clausurada que se alcanzaba a apreciar con todo y lentes.