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#SoundAndVision. Hell Raiser (O el VHS)

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Una videocasetera Sony, lo recuerdo bien, llegó un día a la casa (bajo el brazo de mi papá; hacían muchas cosas, pero caminar solas no era una de ellas). Una caja rectangular, sencilla, de pocos colores y, dentro de ella, protegida por dos barras huecas de unicel (sacarla de su caja era tarea de valientes, no cualquiera soportaba el sonido del unicel al frotarse contra otro pedazo de unicel) la videocasetera Sony (¿ya había dicho que era Sony?) de ocho cabezas (todo un monstruo de la tecnología audiovisual, pudo haber sido el eslogan, pero no lo fue); la primera que tuvimos. Bueno, ya estaba la mitad del material para ver películas, faltaba lo más importante: las películas. En esos tiempos (principios de los noventa) las películas en formato VHS no eran baratas, ni siquiera las versiones pirata. Entonces existían los videoclubs.
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Visitar el videoclub era una experiencia demasiado interesante para un niño de mi edad (siete años): estantes y más estantes llenos de películas de todo tipo. Comedia, acción, romance, terror. Cajas gordas de plástico negro, cubiertas por una delgada película de plástico blanco para proteger la portada y la contraportada, donde uno podía enterarse más o menos de qué iba la película y así decidirse por cuál rentar. “Un joven americano pierde a sus padres durante un ataque terrorista a la base militar donde vivían. Sólo él sobrevive, y es adoptado por un viejo ninja (inserte aquí el nombre de un actor que nadie recuerda, o de uno que antes fue famoso, o de uno que nunca despegó a la fama internacional) dueño de un restaurante de comida tailandesa en Nueva York, quien lo entrena en el viejo arte del sable y el combate, para buscar vengar la muerte de sus padres y desmantelar la red de terror más puro conocido por el mundo”. Ésa, ésa es la que quiero. Pero no sólo dependía de mí: la película a rentar pasaba antes por un largo consenso familiar (en el que los que no iban al videoclub no tenían voz ni voto; santo que no es visto no es adorado, decía siempre mi papá) en el que, en caso de empate, el que decidía era quien pagaba la renta: mi papá. Pero casi siempre rentábamos en par, dos películas, ya que, cuando hubo más videoclubs, los dueños de ése al que estábamos suscritos se vieron forzados a implementar promociones para no perder clientes: películas al 2×1, renta a mitad de precio los jueves, por cinco pesos más quédatela todo el fin de semana. Entonces surgía el binomio perfecto: una de acción (B15, para que todos pudiéramos verla) y una de drama, también para que todo viéramos pero que yo casi nunca aguantaba. De las de acción aprendí muchas cosas:
1.-Los malos siempre son rusos o alemanes. Quiero decir, los líderes de las organizaciones criminales. Los orientales siempre son los guardaespaldas de los altos mandos (porque no hay un solo oriental que no sepa kung fu o karate) y los latinos son los soldados rasos en ese ejército de maldad. Éstos últimos mueren por montones, y nadie parece extrañarlos.
2.-La traducción es cosa quisquillosa, mucho se pierde o se agrega de una lengua a otra. “Destroyer”, se puede llamar una película en inglés, y el título en español será siempre algo como “Puños de furia en Manhattan 2”. “La venganza del Clan del Dragón Púrpura de cristal” puede ser sólo “Missing” en inglés. Una lengua es una forma de percibir el mundo (¿somos, entonces, un pueblo dicharachero, que no sabe decir poco?).
3.- Las navajas retráctiles son un arma poco efectiva cuando uno se enfrenta contra un policía rebelde, más si éste es un ex combatiente de Vietnam. Lo mejor es decirles lo que quieren saber cuando lo quieren saber.
4.-Siempre muere un detective latino o afroamericano en estas películas. Pero su muerte no es en vano: sin la furia extra que le da al protagonista esta muerte, no le sería posible desmantelar la red criminal que amenaza a los Estados Unidos de Norteamérica.
5.-No importa lo que pase, siempre habrá tiempo para un poco de sexo casual entre el protagonista y a) su compañera detective, b) una testigo importante, c) la esposa sumamente atractiva e insatisfecha de un criminal. (Voltéate, no veas esa escena).
6.-Las armas de fuego siempre tienden a salir volando durante la batalla final (que terminan siendo a puño limpio) entre el protagonista y el líder criminal; además, siempre caen a una distancia exactamente igual para el héroe y el villano.
7.-Recibir un balazo no es nada del otro mundo, siempre y cuando no impacte en el tórax (a excepción de los hombros, porque entonces el impacto disminuirá, sólo un poco, la movilidad del brazo). Uno puede pelear cuerpo a cuerpo sin ningún problema luego de haber recibido tres balazos.
8.-Todos tenemos una misión en este mundo, todos. La de Arnold Schwarzenegger es sostener un arma gigantesca y rociar todas las balas de un solo apretón de gatillo. La de Jean Claude Van Damme es impactar el rostro de alguien con una patada giratoria (esto se debe apreciar, al menos, siete veces, siempre desde ángulos distintos) y la de Steven Seagal es descoyuntarle a alguien todas las articulaciones posibles en un solo combate. Bruce Willis es el mejor si se trata de asesinar a alguien y lanzar el chiste perfecto después de ello. Y no hay nadie como Sylvester Stallone para adaptarse y sobrevivir.
9.-Andres García era capaz de hacer todas las anteriores sin siquiera despeinarse.
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Dicen que para conocer a alguien lo único que tienes que hacer es hurgar en su basura. Bueno, antes era posible hacerse una idea de alguien a través de las películas que rentaba. El encargado del videoclub conocía (estoy seguro) a todos y cada uno de los suscriptores a través no sólo de las películas que rentaban, sino por la frecuencia con la que lo hacían y en qué estado regresaban el material. Buenos y malos, príistas y panistas, americanistas y chivistas, pobre y ricos, inteligentes y tontos, útiles e inútiles; ellos y yo: siempre nos inventamos partidos, bandos, clanes, parece estar en nuestra naturaleza. Pero hay un bando más definitorio: si pertenecías a los que rebobinaban el material antes de devolverlo o no. A través de un acto tan sencillo, el encargado del videoclub se podía dar cuenta qué tan ordenado o desordenado eras. Llegado el momento de regresar la película, ese hombre tras el mostrador se convertía en una especie de Minos en cuyas manos estaba tu sentencia: debías (o no debías) pagar los dos pesos de multa por no rebobinar el material.
Además, qué rentaba tal o cual persona. En una ocasión, mientras escogíamos una película, un hombre y una mujer (pareja, supongo) entraron, discretamente, al cuarto contiguo a la sala principal, donde se hallaba la pornografía. La actitud de mi mamá fue de desprecio, de superioridad moral (tengo el derecho de mirarte por encima del hombro porque yo no hago lo que tú haces) o acaso de envidia. ¿Será cierto que odiamos en los demás algo de nosotros mismos? O simple y sencillamente nos alejamos de lo que no comprendemos.
El encargado del videoclub podía pasar por juez, o cómplice. Él juzgaba a través de lo que consumíamos, no de lo que desechábamos.
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Me resulta curioso recordar que, conforme se avanzaba hacia el fondo del videoclub, las películas, como el lugar mismo, se volvían más oscuras. Allende la sección familiar, y la de acción, comenzaba la de horror. Una de las películas que más me marcó fue Hell Raiser, y me marcó precisamente porque nunca la vi: mi mamá nunca accedió a rentarla. Un hombre con clavos en la cara no era quizás lo que ella buscaba para ver con su hijo (para eso estaban las películas de simios que aprendían a jugar béisbol, o de perros parlanchines).
El terror (o el horror, en todo caso) no es algo que viéramos con frecuencia en la familia. Además de la inminente carga de sangre y violencia, eran películas que mi mamá consideraba cargadas de contenido sexual. El horror como puerta de entrada a la carne, la carne en sus múltiples acepciones. Curiosamente, en el videoclub mismo el orden de las películas parecía estar en sintonía con los juicios de mi mamá: después de la sección de horror venía la pornografía, que estaba en un cuarto propio (la pornografía pidió su habitación propia, y la consiguió).
Edgar Allan Poe afirma, en sus textos sobre August Dupin, el detective (La carta Robada, El doble asesinato de la calle Morgue y El caso de Marie Roget), que una de las formas más efectivas de ocultar algo es ponerlo a la vista de todos; por inversión, entonces, la mejor forma de mostrar algo a alguien es tratar de esconderlo. Eso sucedía con las películas y el orden en que estaban dispuestas en aquel negocio: la parte que más me llamaba la atención era la que estaba vedada (tres equis como tres marcas del tesoro, señalizaciones en el mapa visual).
La violencia y la sexualidad son dos temas que, a mi entender, siguen siendo tabúes en la sociedad mexicana, aunque esto sea más bien un problema de dosificación. Me explico: las películas mexicanas, sobre todo las de los setenta, ochenta y noventa, que en ocasiones se engloban bajo el título de “cine de ficheras” son películas que no escatiman en sexualidad, violencia (de todo tipo, hasta la más peligrosa: la invisible o camuflada bajo el disfraz de la comedia) y que, sin embargo, no estaban tan lejos del alcance de un niño, en ese caso yo. Pedro Navaja, por citar un ejemplo, es una cinta altamente sexual y violenta (en su esfera, primitiva si se quiere) que no conllevaba el estigma de, por ejemplo, Hell Raiser. El “voltéate, no veas esa escena”, que tenía memorizado (y que se disparaba ante un desnudo o la insinuación de éste) aplicaba a priori con la sección de horror. Si se quiere ver así, Hell Raiser es menos violenta y menos sexual que Pedro Navaja, y sin embargo esta última sí la vi, en compañía de mi papá. Escandalizaba más a mi mamá un hombre con clavos en el rostro que un tratante de blancas con francas tendencias misóginas y psicópatas.
Y de Hell Raiser, bueno, la vi hace dos años, mientras descansaba en un hotel de Acapulco. Me pareció más bien cómica (involuntariamente cómica) y pensé que había esperado tantos años para nada. Aunque quizás, como me dijo una vez alguien, “no la vi en su momento, y eso le quitó el efecto que pudo haber tenido en sus años”. El horror a veces no envejece bien, o era sólo morbo lo que yo tenía.

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Hace un par de años, cuando aún cursaba la universidad, en una charla con amigos (que derivó rápidamente, y sin saber cómo, de las constantes ausencias de esa maestra al cine mexicano) recordamos una cinta que, al menos a mis coetáneos, les resulta familiar: La risa en vacaciones. Quizás no es del todo correcto decir que es una cinta, me corrijo: se convirtió en una saga de al menos nueve entregas.
La premisa era simple: un triunvirato disímbolo corría rampante por las playas de México realizando bromas a diestra y siniestra. Dichas bromas, cabe mencionar, se movían en un rango que oscilaba entre lo ramplón y lo agresivo (si se pretendiera grabar una entrega más de dicha saga hoy en día, partiendo del supuesto de que las bromas en verdad eran aplicadas a personas comunes y corrientes, los protagonistas enfrentarían múltiples demandas, lo puedo jurar) y que terminaban, siempre, con una víctima y cientos, miles quizás, de espectadores en plena carcajada, quizás hasta la excitación sexual.
¿Por qué era una de las películas más rentadas en el videoclub, me pregunto (en más de una ocasión nos dijeron que estaba agotada, que tendríamos que esperar)? ¿Por qué se nos permitía, a los niños de entonces, ver una serie de atentados sui generis (algunos de ellos con francos tintes sexuales) y no se nos permitía siquiera ver la caja de Hell Raiser? En México nos gusta la tragedia, siempre y cuando sea ajena, porque vista así, de lejos, adquiere el cariz de comedia, de chapuza. Somos el pueblo que se asoma entre el tumulto que rodea al atropellado, al linchado, al cadáver con trazas de haber sido violado. Somos los vecinos que esgrimen el rumor ante el descubrimiento de un cuerpo en el departamento de al lado. Somos el pueblo que asiste a rezarle al difunto y por lo bajo comenta sus adicciones y sus dudosas preferencias sexuales.
La risa en vacaciones responde, me aventuro a suponer, a una necesidad casi voyeurista del mexicano: nos gusta ver a alguien más caer, ser humillado, expuesto en sus más íntimos rincones. Estamos seguros detrás del cristal de la ventana, del cristal de la pantalla, del cristal de la indiferencia. La tragedia es sabrosa cuando es ajena. Ese momento tirante, expectante, en el que la víctima de la broma estaba a punto de caer en la trampa (nosotros sabemos y ella no, ahí radica el quid) es lo que quizás hacía atractiva la cinta. Una especie de snuff light, bajo en calorías, apto para el consumo de gente saludable. Yo no me drogo, es decir, no consumo las drogas que tú consumes. Yo no veo basuras como Hell Raiser, te digo mientras me doblo de la risa porque le han levantado la falda a alguien. No sólo a mí, a muchos de mis compañeros de clase les estaba prohibido siquiera acercarse a la sección de horror en el videoclub.
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Existe un factor en todo esto, y es la sangre. Así como un par de signos de admiración nos dicen “mira, voltea a ver esto”, así la sangre parece ser una exclamación sobre la oración de la carne y la vida. Hago una comparación rápida, hiperbólica (y quizás absurda) entre Hell Raiser y Mi pobre angelito (Home alone, en realidad: la traducción ataca de nuevo), película que también rentábamos con frecuencia. En la primera se trata el tema, si bien recuerdo, de la obtención de placer (de todo tipo) a través de la carne, de los sentidos. Las escenas explicitas, sin embargo, no son tan abundantes como pudiera parecer (o sugerir la portada) aunque hay sangre a borbotones en ellas. En la segunda, sin embargo, hay una constante violencia física hacia los dos antagonistas, que adquiere matices perturbadores a momentos. Hagamos un ejercicio de imaginación: ¿cómo sería, visualmente hablando, Mi pobre angelito si se mostrara la sangre que, por lógica, emanaría de las heridas infligidas a los antagonistas? Otra vez, una violencia baja en calorías, violencia con edulcorante. Violencia peligrosa porque se normaliza, se avala a través de la risa.
Hacemos evidentes las cosas en el afán de esconderlas, o viceversa. Perdemos de vista las situaciones y no somos capaces de ver el bosque a través de los árboles.

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Años después me enteré de la presencia de otro tipo de cintas, esta vez ya no en el videoclub, sino en el intercambio con amigos y en los puestos del mercado. Sin filtros, sin restricciones, sin medias tintas, éstas, a diferencia de las que mencionaba (La risa en vacaciones, específicamente) mostraban la realidad tal cual era, en situaciones álgidas y ciertamente prohibidas en la mayoría de los hogares. Hablo, concretamente, de Traces of death (o Trauma, como se le bautizó en español) cinta en la que se muestran asesinatos y mutilaciones reales, llevadas a cabo en diversas latitudes y con diversas finalidades (si es que hay motivo ulterior en la violencia) y que, como común denominador, habían sido capturadas en video.
En una época en la que se buscaba la independencia a través de la mera ruptura de lo hasta entonces conocido (voy a hacer lo que tú me prohibías hacer, a ver lo que tú no me dejabas ver) ver este tipo de cintas estaba considerado, al menos entre mis amigos, como muestra de madurez y valentía. La manera de acercarnos a la muerte y al dolor era, para nosotros, casi adolescentes de área conurbada, ese tipo de películas. Si los muchachos de campo conocen la muerte en el acto de presenciar el sacrificio de un animal, nosotros lo experimentábamos en VHS. Era el ver por ver, no entender nada, sólo ser testigos del momento en que un cuerpo comenzaba a ser cadáver: el voyeurismo iniciado por las cintas mencionadas, de bromas en la playa, llevado a otro nivel.
En los puestos de películas, así como en el videoclub, la disposición era la misma: hasta arriba, al fondo, el horror y la pornografía, la masacre y el coito, como dos caras hasta entonces vetadas del poliedro que es el cuerpo humano. Dos tipos de cintas unidas por el aparente rechazo a ellas; lo prohibido, lo otro, lo indecente, lo amoral.
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El VHS fue, hasta hace un par de años (bastantes, de hecho) el formato único cuando se trataba de cine en casa. Pero, además de las huellas que dejaba en nosotros, quisiera hablar de las huellas que nosotros dejábamos en ellos. Una de las principales desventajas de dicho formato consistía en la poca durabilidad. Las cintas, al ser reproducidas una y otra vez, dejaban ver fallas después de un tiempo: las huellas del desgaste. Por ejemplo, uno podía saber qué cinta era la más vista por alguien tan sólo con notar en qué parte de la película aparecían fantasmas de estática. El desgaste era evidente, casi palpable: las cintas envejecían a la par del espectador.
El casete de VHS, además, fue el palimpsesto electrónico de los ochenta y noventa. Se podía grabar y regrabar sobre él las veces que se deseara (con la consabida merma en la calidad, claro está) y de pronto un casete de VHS contenía en sí algo diferente de aquello para lo que fue destinado. Alerta Máxima 3, se lee en la etiqueta, pero cuando uno reproduce el casete se encuentra con una coreografía de XV años o un gol de la selección mexicana. El VHS como representación material de nuestros gustos, deseos y preferencias. Por ejemplo, en mi casa había un VHS que tenía una etiqueta donde mi papá había dibujado un diablo y un toro. La explicación: en él estaba la película Pepe el Toro y el segundo tiempo de un encuentro entre el Toluca y el América. Tiempo después, por error a veces, por decisión en otras, un par de videos de los Beatles se fueron tragando fragmentos de la cinta de Pedro Infante, y el segundo tiempo del partido se redujo a un par de minutos del encuentro, ya que se grabó en él un fragmento de noticiero donde mi tío Omar se asomaba entre la gente que estaba siendo entrevistada sobre un choque que resultó mortal (el voyeurismo del voyeurismo) y al último alguien grabó la pelea final de Operación Dragón, de Bruce Lee. Una historia de gustos cambiantes, el registro de un viaje audiovisual y de aprendizaje y discriminación de recuerdos. Casi casi un álbum familiar.
Recorrer los casetes VHS de alguien (de alguien que aún los conserve) es asomarse a su memoria, a lo que entonces consideraba importante, vital, chusco, curioso. Obedece a significados y significantes: donde yo sólo veía un gol del deportivo Toluca, mi padre, quizás, veía un día que le fue significativo, especial, extraordinario, por alguna razón que los demás desconocemos. Como en Belleza Americana, la película de Sam Mendes, en que un hombre entiende la vida (o recuerda que no entiende la vida) a partir de la simple presencia de una bolsa siendo arrastrada por el aire. Y el VHS es el detonador de aquello que hay en su memoria, en sí.

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Hay una cronología en los filmes, en los VHS. Donde antes había películas infantiles, un día, tiempo después, hubo cintas eróticas y/o pornográficas; después películas románticas y luego, otra vez, cintas infantiles, esta vez para los hijos. Una historia de la educación sentimental de una persona, de una generación.
También hay cintas caseras, pedazos de la vida y la historia de un individuo, de una familia, de una colonia o una ciudad. Éstas, a diferencia de las películas “profesionales” llevan el sello del tiempo en la parte superior de la pantalla, una cintilla indeleble que indica fecha y hora; nunca supe cómo quitarla y no conozco una cinta casera en VHS que no la lleve.
Quizás ahí marcó su propio fin el VHS: a nadie le gusta llevar el tiempo a cuestas, a quién le gusta que se le recuerde el tiempo y cómo éste ha avanzado. El audio es malo en todas las cintas caseras que conozco, y las imágenes siempre marean por lo mucho que se mueven. Sigo sin entender cómo las imágenes, los sonidos, los negativos de la vida, pueden grabarse sobre una cinta magnética. Creo que si el VHS nació imperfecto, nació vulnerable y también sucumbía al uso, al paso del tiempo y a la reproducción constante, fue para recordarnos que todo en nosotros (nosotros mismos, por supuesto) somos perecederos, finitos. Ahora el DVD nos hace pensar que nada acabará, que todo es eterno. O sólo es nostalgia esto de lo que hablo, pero qué hay en el mundo que no sea nostalgia. Si ya volvió el disco de vinil, si ya ha vuelto el casete de audio, qué impide que vuelva el VHS, si no es que ha vuelto ya. Porque, curiosamente, todo lo que el hombre se ha inventado para preservar su memoria tiene formas infinitas, continuas: círculos, sobre todo, ojos fuera del cuerpo.
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Desapareció el videoclub. Desapareció luego el formato VHS. Nos mudamos de casa. Crecí. Conservé un tiempo los casetes VHS que tenía, luego me deshice de ellos. Volví al lugar donde vivimos tantos años y ahora en el videoclub hay una tienda de mascotas y una tienda de “todo a 3 pesos”. Las ciudades también son un palimpsesto, nosotros mismos lo somos: sobre el rostro del niño que siempre quiso ver Hell Raiser alguien (quizás el tiempo, quizás la vida, quizás la muerte) grabó el rostro de alguien que vio desaparecer una generación, una era, tras de sí. Me cuesta creer que ese fui yo, pero lo fui: lo soy, de cierta forma.

Mamá escombra sus pertenencias, y de entre papeles marchitos surge un casete VHS. ¿Qué contiene?, le pregunto, y ella dice ya no recordar. Cuando se vaya, no antes, miraré ese casete, palmo a palmo, y encontraré semillas de recuerdo que haré germinar con la luz y el agua que siempre vienen cuando se recuerdan otros lugares, otros años. En algunos el tiempo se habrá estacionado, habrá estática, una neblina sobre las imágenes y los sonidos; fantasmas. Miro la cinta del VHS, que corre de un lado al otro del casete en forma de ocho: el infinito, quizás eso sea. Un rollo de cinta negra de un lado, otro más pequeño al lado contrario: un reloj de arena negra, brillante.