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#SoundAndVision. El Hombre Omega: los objetos intervenidos

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV

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Hace un par de semanas, al regresar de casa de un amigo, tuve que usar el metro para llegar al tren suburbano y regresar al Estado de México. Era sábado, y era tarde. Había asientos disponibles y me di cuenta, entonces, que de verdad era tarde (metro vacío es casi un oxímoron). En uno de los asientos viajaba un muchacho de pelo largo y chamarra cazadora de color verde militar, leía un libro que en las pasta llevaba la palabra “comunismo”. Hasta ahí todo era común (comúnmente comunista, o comúnmente común) pero no sólo leía el libro: lo subrayaba. Pensé dos cosas:
a) Ese libro, que de por sí ya era la huella de alguien, la visión de alguien (porque un libro, o cualquier creación, no es más que la visión respecto a algo que una persona ofreció, en este caso el comunismo); ese libro, empero, ya había adquirido otro significado, porque quien lo tomara, posterior al subrayado del muchacho, no podría evitar formularse una segunda lectura, una tercera (una lectura subsecuente, en pocas palabras) del libro que de por sí ya era una lectura de algo, a partir del subrayado.
b) Nada es, en realidad, nuevo: todo ha pasado ya por la visión de alguien, por la mano de alguien.
Imaginé, entonces, como suele ocurrirme, esto: de pronto la luz se va en el metro y al volver a iluminarse el vagón estoy yo solo. Nadie por aquí, nadie por allá. Entonces, como única huella de que ahí estuvo alguien más que yo, me queda el libro. Podía imaginarme, de ese modo, quién había sido ese muchacho y qué pensaba con tan sólo echar un vistazo al libro (o mejor dicho, a la lectura del libro que él había realizado) al subrayado. Como en la película El hombre omega, protagonizada por Charlton Heston, donde se halla solo sobre la tierra, en una ciudad vacía, y la única huella que quedaba de que alguna vez hubo alguien más fueron los objetos intervenidos. ¿Por qué subrayó esas precisas líneas y no otras? Los libros usados tienen ese añadido: cuentan una historia que no está en las letras per se: un boleto de autobús usado como separador, una flor seca, una envoltura de paleta, una huella de algo que puede ser sangre o sólo polvo.

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La lectura de los objetos intervenidos, a manera de investigación, es, desde hace mucho, material para la literatura. Pienso en las historias de Sherlock Holmes, donde un misterio era resuelto a través de la interpretación de ciertos indicios, ciertas cicatrices sobre los objetos. Se puede reconstruir un evento, a una persona, a través de su incidencia sobre el medio. Si el asesino no dejaba rastros entonces era casi imposible rastrearlo. La fórmula sigue vigente: programas policiacos de muchos tipos, de muchas épocas, se basan en las “pesquisas” para atrapar al espectador (no sólo al asesino): tenemos ganas de saber más, de saber qué provocó aquellas marcas. Existe en nosotros (al menos en mí) una curiosidad innata por saber qué hay detrás de una huella que normalmente no hallamos. Uno no repara en los rostros “cotidianos”, “normales” en el metro: saltan a la vista los rostros que por alguna razón son particulares. Como el metro mismo, se perciben en él las ausencias; notamos los asientos sólo cuando están vacíos. Los dientes de alguien resaltan cuando están demasiado limpios o demasiado sucios, o faltan; una nariz se hace notoria cuando no está o está demasiado: es muy grande o muy ganchuda. En El hombre omega, la ciudad resalta, o la notamos, porque no hay nadie en ella, cuando normalmente ciudad suena conglomeración, a caos, a hacinamiento. A nadie extraña una ciudad atestada o un desierto vacío; pero si invirtiéramos papeles, es decir, un desierto colmado de gente o una ciudad vacía, notamos que algo no está en el orden que entendemos de ellos.

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Somos lectores por naturaleza, ahora lo sé. Leemos el medio, el mundo donde nos desenvolvemos: lo decodificamos. Somos, además, ávidos lectores de las cicatrices, de las huellas. Somos baquianos en el agreste terreno de la piel: imaginamos a dónde se dirige alguien, o de dónde viene, por las marcas de su piel. Es algo innato, o casi innato. Si vemos a una mujer con un ojo morado, o a un hombre con la ceja abierta, de inmediato realizamos una lectura y hasta inventamos una historia. ¿La golpean, tuvo un tropiezo? O él, ¿es boxeador?, ¿lo asaltaron?, ¿estuvo en una riña? Sabemos de las personas, del mundo, a través de las huellas que dejan, de sus cicatrices. O al menos lo imaginamos.

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Somos o nos dibujamos a través del caos. Las casas limpias son idénticas, el cloro y el aromatizante tienden a homogeneizarnos y nadie es distinto de nadie bajo el manto de la asepsia, pero todos los desórdenes son distintos: es nuestra huella. Nos citan a una fiesta a las siete de la noche en punto, y de pronto nos damos cuenta que son apenas las 6:20 y ya estamos frente al domicilio en cuestión. Leemos las huellas en la calle y las decodificamos y nos da miedo: hay grafiti, hay suciedad (huellas, al fin y al cabo, cicatrices) y alguien, que firma como Jerry, pintó, con aerosol rojo, que ahí él manda y que todo invasor será castigado. Entonces tocamos a la puerta y nos invitan a pasar, un poco de mala gana y un poco sorprendidos y apenados. No alcanzaron a borrar sus huellas sobre la vida y los descubrimos un poco: hay ropa tirada en la sala, unos zapatos maltrechos y un tazón de sopa junto a la pantalla que sintoniza cierto canal que no goza de muy buena programación. Los descubrimos a través de su caos, de su disposición de los objetos. Sobre los párrafos de la casa de interés social (con salas más o menos parecidas, con muebles de baño más o menos parecidos) ellos subrayaron lo que son, o lo que piensan o sienten, a través de la disposición de los objetos. La tele también es un párrafo: lo que sintonizamos es lo que subrayamos. Vaya vaya, piensa uno, así que ves la novela de las 6, fíjate, no lo hubiera pensado de ti. Pocos (pero pesados) minutos después llega la gente, llega la fiesta, y el subrayado se disimula, aunque ya lo hayamos visto. Pedimos permiso para entrar al baño y vemos qué productos hay. Yo no usaría el papel que huele a jazmín, piensa uno de camino al metro, donde tal vez haya alguien mirando a un joven que subraya un libro, son raros.

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En El hombre omega, el protagonista se da cuenta de la presencia de alguien más (alguien humano, o humanamente parecido a él, al menos) porque deja una huella: algo no está en el lugar de ayer, que también era el de antier. Insisto: tenemos presencia en el mundo por la huella que dejamos en él. Se habla también, entonces, de la huella ecológica, la mancha de carbono y suciedad que dejamos sobre el plantea, en nuestro paso por él. Como las babosas de los patios, sabemos por dónde pasaron (nunca de dónde vienen y a dónde van, saber eso eso es casi imposible y preguntárselo puede ser lo suficientemente ocioso o profundo como para resultar peligroso) porque han dejado una huella brillosa, viscosa.
Esto: los hombres o mujeres que viven solos y que, además, han dado una copia de la llave de la entrada a su madre o abuela, y entonces un día, al volver del trabajo o de la escuela, encuentran el lugar limpio. Mamá (o abuela) han estado aquí, se dicen, porque se alteró el orden de las cosas: dejaron su huella al pasar.
Esto otro: uno visita a un familiar y encuentra huellas y con base en ellas se da cuenta quién ha estado ahí. Botellas de cerveza vacías: tal tío. Pañales sucios en el bote del baño: los primos que acaban de tener un hijo. Aroma a cierta fragancia y tabaco: el abuelo.
Esto también: uno vuelve a casa y encuentra la cerradura forzada y no hay televisión ni computadora. Sabemos que alguien estuvo aquí, y a qué vino. Pensamos por un segundo si Jerry nos siguió desde su colonia, y que quizá ahora también manda aquí.

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Alguien llega a su lugar de trabajo y encuentra un cubículo vacío. No sabía de la existencia de ese cubículo (o al menos no lo racionalizaba) hasta que lo vio vacío.
Sujeto A: — ¿Quién estaba ahí?
Sujeto B: —No sé.
Sujeto A: —Fíjate, si no se va no me doy cuenta que estuvo alguna vez.
Sujeto B: —Casi no hacía ruido.
Las cosas que se notan, que se aprecian, hasta que faltan: el silencio, la paz, la salud. O el amor. Sobre todo ése. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido, dice la madre mientras hace el quehacer en la casa, y luego pide que levantemos los pies para barrer debajo del sillón, porque el polvo deja ahí su huella.

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Tengo dos pares de tenis, idénticos, que compré hace un par de meses en una oferta del 2×1 en una tienda cerca de mi casa. Un par lo uso para hacer ejercicio, el otro para…para no hacer ejercicio. Distingo un par del otro gracias a las huellas que las actividades dejan en ellos: los que uso para ejercitarme están más maltratados y tiene un tono verdusco debido al pasto, los otros aún conservan la forma que se les dio en la fábrica.
Se pueden leer las prendas, claro. Mi mamá, cuando aún lavaba la ropa de todos nosotros, sabía distinguir a quién pertenecía cada una: cuellos más negros, manchas de salsa picante o chocolate, agujeros. Ella sabía, siempre, a dónde habíamos ido o que habíamos hecho con tan solo mirar las prendas. Dejábamos una huella en la ropa, subrayábamos, en la oración blanca de las playeras, nuestras actividades.
También se puede leer la actividad de alguien en los zapatos: si tiene problemas a la hora de caminar el desgaste de las suelas nos lo dirá. También nos dejará saber cómo pisa alguien, si arrastra los pies o si camina mucho o poco y por dónde lo hace.
Asimismo, se puede leer la ropa interior, pero eso es muy peligroso y prefiero no hablar de ello, al menos no ahora.

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Antes, cuando el formato VHS era lo más avanzado en cuanto a tecnología se refería (al menos para ver películas) era posible saber hasta dónde había llegado alguien en la cinta o cuánto la había visto, siempre con base en el desgaste. Lo mismo con los casetes y con los vinilos: donde más desgaste había era donde más había permanecido el espectador. Recuerdo que en mi casa, hace muchos años, había un vinil que contenía canciones de Pedro Infante: el rayón más pronunciado correspondía a las mañanitas, canción que se activaba seis veces al año.
La hoja más doblada del libro, o el libro más maltratado (en mi caso es Dios en la tierra, de José Revueltas) son huellas que alguien puede leer si un día ya no estamos. Matamos lo que amamos, lo demás nunca ha estado vivo, dice Castellanos, y unos zapatos formales bajo mi cama, prácticamente nuevos, lo corroboran.