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#Brexit: gana Downton Abbey, pierden los Smiths

- Por: helagone

Por Joaquín Diez-Canedo N
@joaquindcn
Que el Reino Unido se sintiera siempre alejado del resto de Europa no necesita dudarse. Hay algo de lo británico que es aislacionista por naturaleza, algo que está arraigado en sus intricadas calles que curvean por un paisaje violentamente pintoresco; algo que encuentra su raíz en un clima tibio y gris todo el año contra los extremos gélidos y veranos abrasadores del otro lado del canal. Hay algo en el uso del término the continent para referirse al resto, como si una costa gris y melancólica fuera suficiente para reclamar una autonomía necia y arrogante. En el Reino Unido, además, no se come bien, la cerveza es densa y las dentaduras amarillas y chuecas. Es caro, sucio y monárquico, como todas las sillas de cualquier pub, forradas de un cuero pegajoso por años de mugre y descuido, insisten en recordarte.
Y sin embargo ahí hemos estado todos todo el tiempo, a la expectativa del único país occidental que ha logrado hacer de su clase trabajadora un símbolo chic de su cultura pop; que ha hecho que sus películas famosas sean retratos estilizados de sus barrios postindustriales más salvajes — cosas como Trainspotting o Lock Stock and Two Smoking Barrels — ; que contrario a la fría, calculada e inmamable electrónica francesa de chico-Lacoste-en-Niza (hablo de Air), ha lanzado al mundo a un personaje como la enérgica PJ Harvey, que escribe un disco en el que ridiculiza a su terruño (Let England Shake); que desengaña a los gourmets y hace símbolo de su gastronomía poniéndole vinagre a un pescado rebozado en harina y frito con aceite viejo — y que se atreve a rematarlo con papas que saben más a pescado que el pescado mismo (y luego a éstas les pone vinagre, otra vez). Porque ¿qué hubiera sido de esta pequeña isla entre el Mar del Norte y el Atlántico si no hubieran silenciado a su bucólica y nostálgica aristocracia y dado voz a todos los jóvenes marginados, a los obreros desempleados de las minas de carbón, a esos miserables habitantes de una isla oscura y azorada por un viento incesante que por lugar de descanso no tienen ni el sol ni la comida de Barcelona o Mazunte sino las playas rocosas de Brighton?

Lo de hoy es la muerte cultural de un proyecto que ya había sido asesinado política y económicamente desde los años 80 cuando Thatcher, su pelo de papel crepé y el palo que siempre tuvo en el culo — como la mayoría de los conservadores de este país — decidieron terminar con el estado de bienestar. Recapitulo: la historia de Inglaterra — y acá uso Inglaterra porque las de Gales, Escocia e Irlanda del Norte son otra cosa — es una de robos, pillaje y sabotaje. Inglaterra nunca tuvo ideales republicanos como los tuvo Francia sino que siempre fue un proyecto económico: acá el Estado no surgió como un ideal democrático sino como regulador de ese mercado de productos robados. No había romanticismo unificador ni patriota sino pura extracción, y de ahí que no sorprenda que Marx escribiera El Capital en Manchester en medio de la Revolución Industrial. Si en algún momento la historia pareció ser distinta fue porque la Segunda Guerra Mundial dejó al país tan en ruinas que logró generar una solidaridad nacionalista que permitió el establecimiento de un estado de bienestar que garantizara salud, educación y habitación a todos sus habitantes.
También es importante señalar que las primeras décadas de la posguerra verían al Reino Unido perder la gran mayoría de sus colonias, lo cual no solo era un duro golpe a la moral chauvinista, sino que los dejaba indefensos ante un mundo cada vez menos tradicional. Temerosos por quedar fuera, el antiguo-imperio-venido-a-menos vio en la naciente Unión Europea un proyecto que buscaba generar un bloque de libre flujo de capital y una oportunidad de no perder la relevancia económica y política, a la vez que una demostración de que el mundo libre era la mejor opción. La unión, tal vez, los salvaba de la catástrofe a la que su aislamiento postcolonial los lanzaba. Y así se firmó un pacto con el que las élites inglesas nunca estuvieron realmente de acuerdo, pero que parecía la promesa de un futuro brillante para la isla que finalmente abría sus fronteras.
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Si la clase trabajadora se convirtió en el símbolo de esa nueva Inglaterra — solidaria, abierta, radical — fue porque la aristocracia ya no ofrecía nada nuevo y porque este país tuvo en algún momento una visión de equidad que se puso en práctica y que por algunos años funcionó. No es que fuera Europa, que siempre fue más clásica, pero era una Inglaterra que personificaba el ideal del mundo libre y contemporáneo. Acá jugaban Cantona y Dennis Bergkamp y la gente usaba Doctor Martens y pelo fosforescente. Esa es la Inglaterra de los bajo puentes de trenes, de las bicicletas oxidadas y de los suéteres de colores que tanto atrae. Pero a las élites nunca les cayeron bien los punks. Lo suyo era su imperio y sus corgis. Así, pasarían algunas décadas para que, al mando de un país ya plenamente recuperado en términos económicos y dispuesto, no sé si por ignorancia, arrogancia u olvido, a terminar con todo lo que esa solidaridad de posguerra había logrado construir, estas élites tomaran nuevo brío apoyadas por una situación mundial insostenible —crisis económicas y migratorias, amenazas de terrorismo, un status quo que brilla por su constante rechazo de la clase trabajadora— y promovieran lo que a todas luces parece un suicido cultural.
Insisto, si alguien pierde el día de hoy es ese país de borrachos inconformes y rijosos que comen un pay de riñón a medio día y que medio viven gracias a que llega dinero de Bruselas. Ganan, como siempre, las élites más aberrantes y las más conservadoras, aquellas para las que Europa es un lastre burocrático que les impide comerciar con China pero que nunca voltearán a la provincia que los puso en el poder. El Reino Unido que ha ganado el día de hoy es una bestia neoliberal disfrazada de housemaid, que apela a su excepcionalismo para quitarle el poder a los más desfavorecidos. Gana Downton Abbey y su acartonada visión de una tradición decadente, pierden los Stone Roses y los Smiths, gana el insufrible Boris Johnson que es como un Trump pero más torpe, pierde un proyecto que combatía la desigualdad, gana uno patriotero e imperialista. Hoy la Inglaterra más recalcitrante, esa que uno creería terminada entre sus cortinas de satín, le da la espalda a la única cosa que la hacía relevante en el mundo: su clase trabajadora.