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Más mezcla maistro o le remojo los adobes (Rima con lucha el jazz en la Capirucha). Parte 3

- Por: helagone

Por Alain Derbez
@Alain_Derbez
Apareció hace unos días y se presentó al comenzar junio en una abarrotada sala Ponce de Bellas Artes (entre el público presente había sorpresivamente, varios, muchos músicos de jazz), el Atlas del jazz en México, una obra colectiva catalizada, coordinada, ordenada y confeccionada por Antonio Malacara, luego entonces: una obra colectiva de autor donde varios protagonistas de todos los estados del país escriben o hablan en entrevista sobre sus experiencias jazzeras. El colaborador del diario La Jornada, autor de varios textos que han nutrido la antes raquítica bibliografía jazzera del país, consiguió que varias instancias apoyaran la muy ardua labor y el resultado es un libro de 400 páginas que en la cuarta de forros tiene logos tan inusuales en estos sincopados ámbitos de la cultura como el de la LXII Legislatura de la Cámara de Diputados.
Va aquí el texto que me pidió escribir Antonio sobre la historia del jazz en la ciudad de México. El título, desde luego, es cortesía de Tin TánMás mezcla maistro o le remojo los adobes.

4) Ahora que paró la música, ¿miremos velozmente en dónde estamos?

“Si lo que quieres es jazz y que lo sigan bailando aprende mi buen salmón a nadar contracorriente para que te oiga la gente en patio como en salón”, podía haber rezado alguna pieza en boga. En la capital de un país proclive a sustituir las cucharadas de memoria con arrobas de nostalgia preguntándose que habrá sido de la buenaza de la tía Clio en vez de preocuparse por la historia, el caleidoscopio tenía en su interior, para entrar a los cuarenta, cuentas de vidrio muy surtidas: acá los añorantes de “ritmos” que, al igual que el jazz, habían llegado de fuera pero que ¡Ay qué tiempos señor don Simón! “sí que eran nuestros porque los habíamos hecho nuestros”; allá los que en pleno valle del Anáhuac reivindicaban desde la primaria la localía de piezas llegadas de las Huastecas o del Sotavento, de Chiapas, Yucatán, Oaxaca, Nuevo León, Guerrero o Tamaulipas, a golpe de redova, de marimba, de acordeón, de leona, de arpa, mosquito, guitarra, guitarrón o violín; más allá lo que la radio y el cine (tan dado, como bien señaló Emilio García Riera, a emplear la música para dar atractivo a sus productos y rellenar los baches de las tramas) hacían sonar para el futuro recuerdo y para el éxito de una creciente industria musical con las canciones urbanas o campiranas de, entre otros, Lara y Guty, Esperón y Tata Nacho, Guízar y Pardavé, Lorenzo Barcelata y Juan S.Garrido.
Recordemos de nuevo tanto a Leduc (“por el temblor rumbero”) como a Vasconcelos (“los jazzes, los blues, los tangos y rumbas”): la rumba, la guaracha, el danzón y bailables ritmos anexos son mejor vistos por los nacionalistas en tanto que “latinoamericanos” y, en el espíritu del “panamericanismo” (siempre y cuando nadie, como es previsible, se agandalle al grito de “al pan, pan y al viene, viene”) podemos “convivir”. Los músicos de jazz dan, con el magisterio de su(s) instrumento(s), un paso al frente y al estilo de “va mi espada en prenda, voy por ella” exclaman: “¡Se baila lo que me toquen y se toca lo que me pidan!”. Si requieren mariachi ahora con trompeta, me convierto ¡faltaba más!, y así el grupo de Jazz San Pedro deviene, en Garibaldi, Mariachi San Pedro Tlaquepaque; si lo exigido es un son jarocho más veloz (cambio tololoche por jarana) que lo que se tarda el mesero en tomar la orden en la marisquería, nos lo echamos y hasta improvisamos– si no musicalmente- aunque sea unos pícaros versitos que aludan a quien por ellos paga; y si en vez de swing es clave venga pues mi negro lo que hay en mí tropical. Ya el antijazzero declarado Lerdo de Tejada lo había externado cuando en los treinta habló del “hueso” para justificar el por qué tocaba algo de jazz: lo importante es la chamba donde más empleo hallará quien mejor dotado esté para la diversidad de los requerimientos del contratante: “Ya llegué vieja, ya me voy vieja”.
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Desde Francia en los 40 y 50, la palabra boîte designará una de las opciones emergentes ante los embates al bolsillo (además de la posibilidad de ser, de día, músico funcional lo mismo para un barrido que para un regado en las estaciones radiofónicas con sus programas en vivo), las boîtes de nuits, esos nuevos espacios construidos, muchos de ellos, en hospederías de postín de Reforma, de Insurgentes o de Juárez, al centro de la Ciudad de México, y que se llamarán genéricamente “Centros Nocturnos”. En ellos el músico a quien, como instrumentista (despreocupado de asuntos como la esclavitud, la negritud y esos menesteres incluidos en el botado paquete) la improvisación desde el jazz le había hecho ojitos, habrá de, si no sacrificar, sí de contener y recortar sus
posibles solos luego del ad líbitum para, en la banda encontrar algo muy atractivo (ya que el “público es lo que quiere”): la orquestación y el arreglo, el desarrollo de un discurso colectivo desde la gran agrupación con sus secciones: la big band en el Night Club donde danzan las parejas su presencia en la “era del Swing” acompañadas por orquestas como las de los estadounidenses avecindados al sur Everett Hoagland, y Larry Sonn, el cubano Dámaso Pérez Prado y, desde luego, las de mexicanos como el mencionado Ernesto Riestra, Luis Arcaraz, Ismael Díaz, Gonzalo Curiel, el propio Agustín Lara, Pablo Beltrán Ruiz, Mario Ruiz Armengol, José Sabre Marroquín, Juan García Esquivel, etc.: de sus filas saldrán algunos de los futuros protagonistas de la historia del jazz mexicano quienes, muchas veces, prefieren anunciarse como “músicos” para no ofrecer acotado su atractivo al contratante. Lancemos de aquellos días varios nombres en orden alfabético conscientes de que faltan mucho más. Varios ya murieron pero otros continuaron y continúan y a sus ochenta años siguen jazzeando: Leo Acosta (batería), Salvador y Félix Agüero (baterías), Luis Agüero (guitarra), Tony Alemán (piano), Enrique Almanza (contrabajo), Mario Ballina (contrabajo), Mario (trompeta) y Tino Contreras (batería), Chito Fierro (saxofón), Carlos García (trompeta), Gonzalo González (batería), Freddie Guzmán (trompeta), Héctor Hallal (saxofón), Pablo Jaimes (piano), Salvador López (saxofón), Chinto Mendoza (saxofón), César Molina (trompeta), el citado Chilo Morán (trompeta), Primitivo Ornelas (saxofón), Enrique Orozco (piano), Mario Patrón (piano), Juan Ravelo (saxofón), Víctor Ruiz Pazos (bajo), Tomás Rodríguez (saxofón), Adolfo Sahagún (trompeta), Enrique Sida (trombón), Fred Tatman (piano), Cuco Valtierra (saxofón), Chucho Zarzosa (piano), Al Zúñiga (piano), etc. Muchos de ellos, también, cuentan con similares historias en tanto que migrantes de provincia hacia un Distrito Federal donde la noche miscelánea de Alemán y de su sucesor Ruiz Cortínes, a la mitad del siglo XX, prometía a los jazzistas, en ocasiones, eso: jazz.

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5) ¿Jazz en dónde? ¡Ya sé en dónde!

“¡Toquemos jazz a ver si despiertan los cuates que están dormidos!”

(canta Luis Aguilar)

Las noches largas permitieron, traspuesto el umbral de la mitad del siglo veinte, la convivencia de, primordialmente, dos lenguajes musicales en el cabaret capitalino: el jazz y la llamada música tropical. Si el tamaño de los sitios ya no posibilitaba tan fácilmente la amplitud para el volar de crinolina y el contoneo del miriñaque y las grandes orquestas nomás no cabían, había llegado- como en otras partes del mundo de la postguerra– el momento de los combos. No era difícil escuchar en el mismo escenario lo mejor del mambo y del cha-cha-chá y, en el siguiente turno a Víctor Ruiz Pazos– que probablemente venía de tocar y hasta cantar una guaracha o un bolero en Las Catacumbas, el Gusano o Las Brujas– con Al Zúñiga y tal vez los hermanos Contreras interpretando Misty de Erroll Garner, Frenesí de Alberto Domínguez o Bésame mucho de Consuelo. En una suerte de sincopada explosión se abrieron lugares como el Jazz Bar (inaugurado por Chilo Morán como administrador- según me platicó- el 31 de diciembre de 1956 en la esquina de avenida Álvaro Obregón con Sonora) o el Riguz (frente al Parque Hundido, sitio que igualmente estaría posteriormente a su cargo): “Empezó a haber un auge que hizo que para 1960 ya hubiera como 13 lugares de jazz en México. Pero el primero-transcribí las palabras del trompetista en mi libro de El jazz en México– fue el Jazz-Bar, que era un negocio muy original y exitoso. Tenía mi grupo de jazz y también un grupo tropical que bauticé con el nombre de Mangué. Estaban también como variedad Los Panchitos, que eran los hermanos Castro, y José Antonio Méndez, Gloria Ríos, Fellove, etc. No era exclusivamente jazz lo que había. Nosotros tocábamos y luego la gente se paraba a bailar tropical. Durábamos hasta las 6 de la mañana tocando en shows extra porque la gente lo pedía.”
Otros nombres podemos hallar en esa cohabitación para la indagatoria: El 33, Semiramis, Manolo ́s, el Veranda del hotel María Isabel, La Matraca, El Pau-Pau, El Waikikí, El Eco, El Casbah, el Blue Note de los Globos o el Swing Club. Con el tiempo muchos de ellos-con los músicos incluidos- se vieron afectados por las medidas de las autoridades del Distrito Federal que de un plumazo acortaron los horarios y pusieron todo tipo de trabas burocráticas para la vida nocturna. ¿Cuántos jazzistas y otros músicos no recuerdan más que al regente defeño Ernesto P. Uruchurtu, a su señora madre?
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Ante la falta de oportunidades el jazz se tornó diurno y aquí brinca de inmediato a la historia el nombre de Juan José Calatayud y su presencia en los cafés-cantantes que incluirán a un tercero en convivencia y en discordia: el rock n’ roll y sus jóvenes exponentes confraternizando con jazzeros de cepa que empezaban a ver en los jovencitos potenciales enemigos de nómina. Y lo más lamentable para algunos era que ellos, los jazzistas, acababan encontrando chamba acompañando a los recién llegados al éxito y la moda. Si en el principio fue el baile ahora el verbo se conjugaba como rocanrolear.
Recordarán viejos maestros como jazzistas de una nueva generación el cordobés Calatayud o los pianistas Enrique Nery, Hilario Sánchez y Leo Corona o el saxofonista Rodolfo Sánchez sitios como el Roser, el Quinqué, el Acuario o el Gato Rojo. Tocar jazz en los sesenta (y en las décadas posteriores) era asunto de peregrinantes urbanos y en ese peregrinar la música fue interpretada lo mismo en teatros como el Insurgentes, en templos de baile tropical como el Colonia o Los Ángeles, casas de cultura, kioskos, librerías, que en iglesias como el Altillo, las escalinatas de Palacio Nacional, reclusorios, bodegas de huevo o, incluso (1962), en el Palacio de las Bellas Artes. El problema fue siempre la falta de continuidad ya que ella dependía del apoyo temporal de ésta o aquella autoridad. En la radio, el jazz expulsado por decreto de lo considerable como “música popular” tampoco encajó sin levantar cejas en los terrenos de la “música culta” y fue habitando un limbo que estaciones no comerciales (Jazz F.M. muy rara vez abría sus puertas al jazz nacional) iban abriéndole (desde Radio UNAM gracias a Juan López Moctezuma desde el año nuevo del 60 hasta Radio Educación una década después). El mencionado Calatayud hizo algo fundamental al abrir- como lo haría Dave Brubeck en Estados Unidos – el jazz a nuevos públicos más jóvenes que entendieron que el rock no era la única forma de expresión musical atractiva y representativa. El jazz llegó a sitios como la Casa de la Paz en la colonia Roma y la Casa del Lago en Chapultepec o auditorios universitarios como el Museo de Ciencias y Artes y la sala Justo Sierra (luego Che Guevara) o el Museo del Chopo y la Carpa Geodésica. Esos jóvenes públicos también asistirían a lugares como El Chato de la Roma lo mismo a escuchar en un piso de la casona música afro-antillana tocando “Los tamalitos de Olga”, que en otro a gente como la pianista Olivia Revueltas acompañada de viejos y nuevos intérpretes como El Tigre José Sánchez a la batería, Ramón “El Fakir” Flores a la trompeta o Alejandro Campos al saxofón. Éste, con los hermanos Toussaint serían, en el Musicafé 2 (luego New Orleans), en la avenida Revolución, a la entrada del colonial barrio de San Ángel, un fresco atractivo de un jazz más contemporáneo donde el rock y el jazz se reencontraban gracias a gente como Weather Report y Return to Forever o Frank Zappa tan inspiradores para grupos como Blue Note y Sacbé.
Muchos de los viejos jazzistas, llevados por el prejuicio, desconfiaban de los jovencitos que se anunciaban como jazzistas y muchos de los jóvenes jazzistas repelían por desconocimiento el trabajo de los jazzistas de antaño. Tuvo que llegar una década después en avenida División del Norte un lugar para la concordia y la muy creativa tregua: el Arcano (cerrado por la burocracia en agosto de 1996). Lo que se gestó ahí trascendió el “medirse” con el otro, el competir (“Yo le gano”) para posibilitar una verdadera escucha del músico ahí, el músico contigo. Noche a noche en El Arcano difícilmente se presentaba algo que no fuera jazz y que no fuera propositivo desde las diferentes generaciones actuantes con sus diferentes maneras de entender, recrear y crear el jazz: Chilo Morán, Leo Corona, Víctor Ruiz Pazos, Miguel Peña, Cristóbal López, Enrique Nery, Felipe Gordillo, Miguel Salas, los grupos Yasú, Antropóleo, Palmera, Sacbé, Pintura Fresca, Viva Fidel, GEA y Nada personal o las cantantes Patricia Carrión, Magos Herrara, Iraida Noriega y Elizabeth Peña. En la programación, si otro género había, era excepcional y no relleno como en otras partes anunciadas como sitios de jazz, en donde antes o después de los jazzistas podías escuchar opereta o ver a un mago en lo que un camarero, muchas veces de mal modo, te traía el plato pedido. Antes de continuar habría que subrayar en los setenta la importantísima presencia en México de los primeros exponentes del jazz de improvisación libre y colectiva (Atrás del Cosmos) abriendo nuevos espacios arrancados a una bodega detrás del Auditorio Nacional: Ana Ruiz al piano, Henry West al saxofón y Robert Mann a la batería tocando semanalmente acompañados por un freejazzero de relevancia internacional: el trompetista Don Cherry (presente en el doble cuarteto de Ornette Coleman) en una suerte de taller orgánico donde muchos jóvenes entonces (los Toussaint, Nando Estevané, Jazzamoart, Rafael Figueroa, Alejandro Folgarolas, Alejandro Campos etc.) fuimos a aprender de que se trataba eso de la libertad colectiva en la música que permitía, además de escuchar y escucharse y lanzarse a volar e incluso bailar.
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6) De aquí para el real

“Nos cerró el lugar: buen trabajo que pasamos para acostumbrar a la gente a no pararse a bailar mientras tocábamos y de pronto, ¡puff!, para afuera…” (Oliva Revueltas al comentarme telefónicamente en 1982 como un espacio para el jazz en Lindavista, propiedad de los cantantes Carmela y Rafael, fue convertido en un plumazo en sitio de baile además de restaurante)

Si algo vino a transformar el espectro del quehacer jazzístico en el DF de las postrimerías del siglo veinte y el nuevo milenio, fue la aparición cerca de la Plaza de la Conchita del Taller de jazz que luego (gracias a la consistente, persistente, insistente, obstinada labor de su creador y primer director, el pianista Francisco Téllez) se convirtió en la Licenciatura en Jazz de la Escuela Superior de Música del Instituto Nacional de Bellas Artes. Por sus aulas han pasado y de ellas continúan saliendo jazzistas que han provocado que nuevos públicos se acerquen a esta música y que, también, jóvenes empresarios destinen espacios para que los músicos puedan expresarse bien tratados. Difícilmente se podría entender que hoy existan en Portales o en la Roma sitios como El Convite o Las Musas de Papá Sibarita si no hubiera habido de parte de una nueva generación de músicos otra actitud ante los espacios de comida, bebida y música. Si hace tres décadas la pareja formada por la cantante francesa Micheline Chantin y el chiapaneco Hilario Sánchez (“músico extraviado”), fue criticada por acceder a tocar en fino restaurante de la Zona Rosa acompañando el bolo alimenticio de los comensales que a veces, al final de la pieza, decidían callarse para aplaudir con tibieza; si tocar en los lobbies de los hoteles y otros “huesos” era algo a mantener como poco relevante en la estimación jazzera, ahora tanto audiencia como músicos, camareros y dueños entienden que el hedonismo puede recibir con equilibrio y respeto placer tanto para el sentido del gusto como para el del oído: gozar y dejar gozar. La posibilidad de que maestros y alumnos -como sus compañeros generacionales -con una comprensión mucho más amplia del universo jazzístico internacional y nacional y del papel del jazzista como ente actuante de una sociedad, además de creadores conscientes y críticos de una obra propia, salga desde esa institución en Coyoacán (o de algunas otras como el DIM o la Nacional de Música), es una invitación abierta que en varias ocasiones es recibida. Nombres van y vienen y la lista de ellos desprendiéndose de la escuela hoy dirigida por el guitarrista Eduardo Piastro, sería interminable. Muchos de ellos se anuncian en los espacios que esta capital tiene para el jazz a un cuarto de siglo del nuevo milenio. Un directorio del panorama jazzero capitalino hoy tendría que ser muy gordo e incluir, entre otros, a Remi Álvarez, Miguel Alzérreca, Roberto Arballo, Arturo Báez, Abraham Barrera, las hermanas Beaujean, Ricardo Benítez, Agustín Bernal, Germán Bringas, Todd Clouser, Luis Miguel Costero, Aarón Cruz, Carlos Cuevas, Sandra Cuevas, Israel Cupich, El Gabinete, El Quinto Elemento, Adrián Escamilla, Aarón Flores, Otis Ganceda, Dannah Garay, Hernán Hecht, Sylvie Henry, Zózimo Hernández, Esteban Herrera, Enrique y Federico Hulz, Héctor Infanzón, Verónica Ituarte, Juanjo López, Andrés Lores, Alberto Medina, Alex Mercado, Diego Maroto, Gwenael Micault, Marcos Miranda, Luri Molina, Gustavo Nandayapa, Iraida Noriega, Adrián Oropeza, Louise Phelan, Pablo Prieto, Gabriel Puentes, Javier Reséndiz, Dulce Resillas, Nico Santella, Roberto Veráztegui, Manuel Viterbo, Daniel Wong, Pablo Wong, Daniel Zlotnik y así los etcéteras donde se incluirían jazzistas mexicanos que, viviendo en otra parte, ocasionalmente visitan los escenarios capitalinos como Antonio Sánchez, Mark Aanderud, Luiz Márquez, Rodrigo Villanueva, Gerry López, Mili Bermejo, Magos Herrera, etc..
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Sí, han cerrado varios sitios (Papá Betos, Blue Monk, Jazz Bass, D’ Polak, el 81) y sí han abierto o permanecen menos que los que se han ido (Zinco, Casa Mérida, Pérfida, Parker y Lénox, Jazz Place, la Fundación Sebastián o- para incorporar de nueva cuenta el bailar como opción ante presencias como las de Los músicos de José, Fiusha Funk Band o la Groovy Band o los jaliscienses Three Mother Funkers y Troker en el Plaza Condesa, etc.) y sí, también siguen lugares sujetos a los berrinches de los dueños o de los meseros a quienes los dueños deciden encargar la programación y el trato de los músicos, y sí: cada vez más jazzistas hay hoy aquí enfrentándose a casi los mismos viejos problemas que hace 100 años pero…el asunto es que hoy no sería tan fácil que músicos académicos, con la excusa de que es cumpleaños de Beethoven, vayan a exigir a las autoridades capitalinas que al menos por unos días “se supriman de la capital el claxon y el jazz” y que éstas les hagan caso…¿O sí?
El jazz es, en esta ciudad de subterráneos, segundos pisos y de cada vez más rascacielos, un edificio siempre en construcción que toma de aquí y de allá para dejar claro que buenos cimientos sí que tiene pero muchas veces están mal repartidos. La cosa ahora depende de la voluntad de todos sus alarifes: “¡Más mezcla maistro o le remojo los adobes!”