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Los Juegos Olímpicos y otros mitos. Por una celebración de las derrotas apoteósicas

- Por: helagone

Por Antonio Calera-Grobet
@manchadetinto
Viajemos a esa época lejana, la Creta Minoica en la que las ciudades griegas libraban desastrosas guerras civiles, cuando el oráculo mandando por los dioses apuró a los hombres a convertir su antagonismo en una noble competencia en el campo de los deportes. Las disciplinas viejas: la gimnasia antigua, el pugilato, el salto del toro. ¡Cuánto apasiona el nacimiento casi mítico de los Juegos del Olimpo, ese regalo de los dioses de la antigua Grecia a la humanidad!
Y luego como recomenzó todo; con el fuego por delante. Porque cuando Coubertain y Vikelas se empecinaron en traer los juegos a la era moderna pensaron que además de los aros olímpicos que representan los continentes, había que compartir el fuego: el gran símbolo de la ciencia, el progreso, la humanidad que se abre paso sobre la naturaleza. Así, cada cuatro años, el periplo de la antorcha olímpica tuvo como meta el propagar esa llama que conectaría al pasado con el presente, a todos los pueblos del mundo en una ceremonia de júbilo y paz.
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Y es que había que continuarlos justo como en la antigüedad: sin credo o color, sin importar su sexo, condición social o riqueza, los atletas competirían no por dinero o poder. Nunca por algo material. El objetivo sería ganar, en igualdad de condiciones, respetando las mismas reglas para todos y a través del juego limpio, la corona de la victoria: un cerco atado no de laurel sino de ramas de olivo llamado cotinus (cortado por cierto con un cuchillo de oro por las manos de un niño), que simbolizaba el favor de los dioses a través de la vida eterna. Ese era el premio: conseguir, a través de la perfección del cuerpo, la perfección del espíritu, la recompensa: haber alcanzado la perfección humana. Así los victoriosos, en perpetuo agradecimiento al padre de todos los dioses, Zeus, garantizarían el mantenimiento vitalicio por parte de sus coterráneos, serían considerados héroes por su pueblo.  Por cierto, aquellos deportistas participaban desnudos, untados con aceite de oliva, esa sustancia que representaba la vida eterna, y que fuera regalada por Hércules a los mortales.
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Lástima que tal cosa no sucedió. O se malogró en el mundo presente. A pesar del Juramento Olímpico (en el que se promete participar respetando reglamentos, sin dopajes, comprometidos con espíritu deportivo), las cosas son al revés. En cuanto a su inclusión hay que decir que no sólo tardó sino que se dio un retroceso ya que en la antigua Grecia las mujeres participaban en el mismo Pugilato y en el Salto de toro. El mismo Coubertain discriminó a la mujer. Pensaba que sólo debían coronar a los hombres victoriosos. Y no fue sino hasta los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en 1984 en que se incluyó el maratón femenil, y hasta Barcelona 1992 que se hiciera lo mismo con la caminata. El porcentaje de mujeres en los juegos de Barcelona 1992 fue del 25%, por la simple y sencilla razón que hubo 34 equipos nacionales sin presencia de una mujer. Brechas salariales; en la cobertura de los medios, que se centra más en la apariencia que en el desempeño; en la falta de un acceso equitativo a todas las instalaciones y los equipos deportivos, en los tiempos de entrenamiento y los entrenadores; en las competencias, la financiación, y en una escasa representación y liderazgo en las instituciones deportivas. Cuántas veces no hemos visto no sólo que las condiciones de poder de ciertos países arrollen la posibilidad de otros, cosa que no debería imputarse al deporte mismo (como el hecho de que sea posible para algunas naciones tener a la ciencia de su lado), sino que dicha supremacía les abre algunas puertas de cierta manera: favoritismo arbitral, por ejemplo, mejor puntación de los jueces, apreciaciones por arriba de los demás.
El primer caso de profesionalización se dio en 1988 Seúl, cuando el tenis regresó al programa olímpico. En ese año, la tenista alemana Steffi Graf no sólo ganó los cuatro Grand Slams, sino también la medalla de oro olímpica. Cuatro años después, en 1992, se terminó por asestar el tiro de gracia a la competencia con el llamado Dream Team, un equipo de los mejores basquetbolistas profesionales del mundo. Y esa profesionalización va de la mano con la comercialización. Los atletas son productos y deben competir en un mercado de pesos y medidas. No sólo se trata de prohibir las marcas deportivas en los uniformes sino de una macroeconomía salvaje que se monta sobre una corrupción estructural. Los Juegos Olímpicos son un negocio de miles de millones de dólares y son varios los grupos de poder (empresarios, autoridades del comité olímpico, políticos, atletas mismos), que luchan por controlarlo. Todos los sobornos son permitidos con tal de lograr primero las sedes y luego concesiones de todo tipo por debajo del agua: exenciones fiscales, programas de explotación turística, inversiones de corporativos internacionales como publicistas o patrocinadores, montos insospechados por licencias de transmisión en los medios masivos de comunicación e internet. Y hasta aquí sin haber hablado de los atentados del grupo “Septiembre Negro” en Munich, en 1972, el terrorismo de Atlanta en 1996, las movilizaciones políticas, estudiantiles o no, que ocupan a los juegos como escenario para la exigencia de uno y otro pliego petitorios, como ocurrió en México 68 o Seúl 88. Sin hablar de dopajes individuales o grupales, sin tocar el tema del dopaje más cínico que figura como la gran pérdida del espíritu de competencia: el dopaje de estado. Porque no sólo significa hacer trampa (mejorar el desempeño por medio de sustancias y no por el esfuerzo continuado), sino que enferma al cuerpo humano que lo practica y por su número de practicantes ya constituye un problema de salud pública. El caso de Ben Johnson es cosa de niños a un lado de los dopajes de estado. Además de que su modo de operación se ha ido perfeccionando: no sólo se ocultan los resultados que dan positivo para chantajear deportistas, sino que, al parecer, se fabrican resultados positivos con el mismo fin. Todo por dinero. Jueces comprados, laboratorios comprados, tomados de la mano del dinero y no del deporte.
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Y tal vez sea por eso, que no todo lo que brilla debiera ser el oro, que muchos aficionados al deporte hayamos volteado al otro lado. Al lado de los perdedores, los espíritus atorrantes, viles mortales. Y si bien no a la épica del desastre, a los perdedores, a los humanos que representan la lucha cotidiana. Los verdaderos héroes son los que batallan para dar el tiempo, los que se quedan en la línea, los que lloran no por alegría sino por vergüenza y decepción. Esos son los  verdaderos héroes. Los mortales como uno. No importa si nacieron o no en países dentro del G-8, o sus naciones hayan logrado un alto Índice de Desarrollo Humano según las Naciones Unidas. Mejor aún. Con ellos sí que hay un reconocimiento. No es que no le caigan bien a uno ver la consagración de los más rápidos, los más altos o los más fuertes (los rusos en su conjunto, los alemanes, los estadounidenses, francés, italianos y demás potencias), sino que tal vez sentimos un mayor reconocimiento con los que, sin ser los más lentos, más bajos o más débiles, unos atorrantes u homínidos tardos y perezosos, suponen a nuestra idea de trabajo sufrido y consecución del éxtasis una gloria mayor al conseguir algo, lo que sea, en una batalla de semejantes proporciones. Ver llorar a los deportistas, a sus familiares, cumple con nuestra idea de gesta, de épica. Son los atletas salidos de los pueblos rabones, los más arruinados, olvidados, de esos que llaman bicicleteros. Los que se pagan sus giras, sus managers (como sucedió con Soraya Jiménez), los que pagan sus equipos más elementales. Eso. Nos hacen mella los niños raramuris, los niños descalzos del basquetbol.  Esos son los héroes que añoramos porque se ajustan a nuestra necesidad de vivir su triunfo como propio, cosa que no sentiremos nunca por los príncipes como Hubertus von Hohenlohe. Buscamos identidad propia en los que no la traen consigo. No todo son los futbolistas que lo tienen todo. Tal vez esa sensación de empatía fuera lo que llamara la atención de aquel equipo jamaicano de bobsleigh que participó en los juegos de invierno de Calgary en 1988.
Los Carl Lewis, Mark Spitz, los Edwin Moses, los Greg Lougannis, los Michael Phelps, son los dioses, los semidioses, los grandes hombres indestructibles del olimpismo. Quién lo puede dudar. Pero para muchos, si somos sinceros, importan menos los Djokovic, los LeBron, los  Neymar, los Nadales, a quienes vemos se la pasan felices por el mundo, y pareciera pertenecen a otra franja de deportistas más cercanos al corporativismo, a la farándula, al mainstream de los millones de dólares. Vamos más por la épica del que se rifa la vida como si no hubiera mañana. Tal y como sucediera con la dramática entrada en el Memorial Coliseum de Los Ángeles, en el año de 1984, de la atleta suiza Gaby Andersen-Scheiss, quien acabó la maratón arrastrándose, con el cuerpo casi paralizado, a tumbos.
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Vamos más con los que dicen con su rictus que no pueden más, que pareciera se desarman, que no van a poder colarse entre la lista de medallistas. Y claro, que pierden, por todo lo alto. Pocos son los que pueden escribir el poema aquel de la selección de basquetbol de Argentina al derrotar a los Estados Unidos, en Atenas 2004. Sí, la mayoría acaban perdiendo, fuera de los pódium. Pero ello no debiera significar nada más allá de eso. ¿O se trata de perdedores en el sentido más profundo? ¿La gimnasta mexicana Alexa Moreno es perdedora exclusivamente por su complexión, por cierto muy parecida a la de la estadounidense Simone Biles? Cierto: los éxitos son para unos pocos, los menos, pero también ese extraño orgullo que nace de las derrotas apoteósicas.