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Renuncio

- Por: helagone

por Óscar Muciño
@opmucino
El acto de renunciar suele proyectarse espectacular, como un momento de rompimiento de una opresión que no entendemos muy bien o que tenemos perfectamente focalizada; pero el acto de decir ya no trabajo más para “ustedes”, se nos presenta como liberador. Sobre todo cuando es premeditado, cuando se ha imaginado, planeado y paladeado de distintas formas. En algún momento somos empleados que imaginan violentas y escandalosas renuncias.
Existen en el cine escenas memorables de renuncia: en El club de la pelea, Edward Norton se aplica una autoputiza para inculpar al jefe; Homero cuando renuncia para dedicarse a su sueño y trabajar en los bolos, lleva por toda la planta nuclear al Señor Burns usando su cabeza como bongó, aunque luego tenga que volver arrastrándose.


El despido es la otra cara de la moneda, de entrada, ante lo ojos de los demás queda esa duda de si te corren porque hacías mal tu trabajo, o la cagaste en algo grande, además que un despido prende las alarmas en los demás compañeros. Las dos veces que perdí un empleo son iguales a las dos veces que vi la tarjeta roja en un partido de fútbol llanero (lo cual lo hace una estadística oficial), una fue injusta e inventada, y en la otra sí le di elementos al árbitro.
Al contrario de la renuncia, el despido la mayoría de las ocasiones se asocia a una caja de cartón llena de cachivaches personales, a decir “pues ya me voy” por todo el piso, o si llevas ya bastante tiempo, el tiempo de despedida implica darse una vuelta por otros pisos, por otros departamentos, cosechando abrazos de despedida y promesas de próximas reuniones. Por eso muchos buscan ser sus propios jefes, para tener pocas posibilidades de ser despedidos o renunciar a ellos mismos.
Existe otra modalidad: hacerte firmar una renuncia. Y es que cuando la renuncia se transforma en algo que te piden que hagas no es tan satisfactorio como cuando lo haces por voluntad propia.
Cuando el departamento de Recursos Humanos ya sabe de antemano que vas a renunciar, llegas y ya está todo preparado: impreso el oficio, guardado en un folder, una pluma a la mano, el colchón con tinta ya humedecido. Queda ausente ese sabor del llegar sin avisar, tomar desprevenidos a los “chicos de erre hache”, que tengan que redactar de imprevisto, asimilando la sorpresa y bajo tu mirada, el oficio de renuncia.
Renunciar o quedarse sin empleo en apariencia nos deja “desprotegidos” ante los amenazantes climas económicos, pero también nos obliga a estar desocupados, lo que para muchos es más amenazante que quedarse sin dinero. La desocupación es peligrosa tanto para aquellos que no saben administrar el tiempo consigo mismos, como para el estado de orden. Las oficinas sirven como contenedores que mantienen a los empleados (gran parte de la población laboral de la ciudad) durante gran parte del día alejados de las calles y que consumen la mayor parte de la energía y el tiempo de los empleados.
Mafalda
Si todos los oficinistas (también denominados godínez) de esta ciudad fueran despedidos o renunciaran, tendríamos una gran cantidad de personas con la posibilidad y el tiempo para ocupar las calles, para visitar en masa alguna oficina gubernamental, para planear nuevas ofensivas, para vagar ociosamente, para reunirse, para estar ideando e ideando. Asumiendo la actitud: “somos tipos ordinarios sin nada que perder”.