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Todo tiene un fin. Los Caifanes (otra vez) en el Palacio de los Deportes

- Por: helagone

por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
fotos de Antonio Oriente
Mira que la vida no es eterna, en cualquier momento nos olvida, alcanzo a leer, intermitentemente, sobre una playera exhibida en uno de los tantos puestos que han brotado sobre las banquetas cercanas al Palacio de los Deportes; la gente, al pasar, corta la imagen de la playera una y otra vez. Apenas descender del metro, numerosos hombres y mujeres preguntan, casi en un cántico, si te sobran o te faltan boletos; no puedo asegurarlo, pero creo reconocer a uno de los hombres: me preguntó exactamente lo mismo, hace ya un par de años, a las afueras del Axe festival.
Debajo de nosotros, en ambas direcciones de la avenida, las luces de los autos se arrastran con lentitud sobre la oscuridad. Son apenas las 7:30, pero la noche, después de ciertas horas, no sabe de matices, y bien podrían ser la medianoche o las tres de la mañana. Luces rojas hacia el sur, blancas hacia el norte: allá abajo también hay un peregrinar, casi idéntico al que sucede aquí sobre el puente que conecta la salida del metro con las calles que conducen al sitio del último concierto del año de Los Caifanes, una banda que, aunque ha ido y venido, parece nunca desaparecer. Recibo una llamada más de mi amigo, con quien asistiré al concierto. Es, según me ha dicho, un ritual que nos dará la bienvenida a nuestra tercera década de vida, al “tercer piso”. No lo sabía, pero la banda nació apenas un año después de nosotros. “Estamos frente a la puerta seis”, me dice, y después nos es difícil continuar la conversación debido a los gritos de los vendedores, de la gente, de los encargados de los estacionamientos. Una sirena, que me recuerda a la alerta sísmica, no deja de sonar en alguna parte que no puedo ubicar del todo.
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Luego de atravesar los callejones que la gente forma sobre las calles, llego a la puerta ocho. Una mujer grita, mientras forma un megáfono con sus manos, que los accesos siete y seis están vacíos. Al llegar ahí, a la puerta seis, me doy cuenta que “vacío” es la última palabra que me vendría a la mente al presenciar las largas filas que esperan su acceso. Pero todas las cosas durante la noche parecen cambiar un poco, así que por hoy, aquí, esta aglomeración es “vacío”. Mi amigo lleva puesta una chamarra con el logo y nombre de la banda, su esposa una playera con las mismas leyendas. Desconozco si es un acuerdo implícito entre los seguidores de la banda, pero las prendas que la mayoría usan son de tonos oscuros. Miro mi sudadera, verde claro, y siento desentonar.
“¿Por qué te gustan tanto? Ni siquiera son de nuestra época”, pregunto a mi amigo mientras avanzamos, y me comenta que los escuchó mucho durante su etapa de la secundaria, apenas un par de años antes de que nos conociéramos. El primero recuerdo que yo tengo de Caifanes es una experiencia contada una y otra vez por mi hermana, donde asistió a un concierto al aire libre, gratuito, de la banda. Asegura que alguien dijo, y los demás comenzaron a replicar, que estaban tocando en un área cercana, a lo que la gente respondió con un tumulto en dirección al sonido de la voz de Saúl Hernández. No recuerdo bien a bien la anécdota, y los pocos detalles que tengo no alcanzan a construir una historia verosímil o lógica, por lo que tal vez lo que digo carezca de sentido; como si fuera un fragmento de sueño. Sin embargo, mientras avanzamos en la fila, me doy cuenta que el gusto por la banda no es una cuestión etaria: mujeres y hombres de más de cuarenta, cincuenta años, esperan en la fila al lado de sus hijos, niños de 8 o 10 años. Nosotros, Antonio, Nancy y yo, que acabamos de llegar a los treinta, estamos delante de una pareja de jovencitos de no más de 16 años. Quizás, pienso, la época de esta banda, si es que hay algo que se pueda definir así, comenzó en 1987 pero no acaba de cerrarse, como una herida aún palpitante.
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Lo primero que hago al sortear el primer filtro, y comenzar a subir las escaleras, es preguntar a Nancy, como siempre hago, si esa estructura —señalo el recinto con el mentón— soportaría un temblor; una broma que tenemos bien ensayada. Asegura que no hay problema, ya que su forma circular (esférica) brinda soporte en todas las áreas. “Pero una cosa es cierta”, agrego, “hay que tener valor para estar allí arriba trabajando”. Acordamos que es cierto.
Las dos veces que he visitado este lugar, me ha venido a la mente aquella escena de El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, donde los policías persiguen al sospechoso en un estadio de futbol. Hombres y mujeres, uniformados con camisa rosa, llevan entre manos una pequeña lámpara con la que te guían a través de la oscuridad de los pasillos hasta llevarte a tu asiento. Me viene a la mente la palabra usher (término usado en inglés para este empleo) y me pregunto si hay un equivalente en nuestro idioma. No lo sé.
Esta vez, como si ya fuera una costumbre (rectifico: para mi amigo sí es una costumbre asistir a conciertos, algunos en este mismo lugar) hallamos nuestros lugares sin ayuda de los empleados. Las bancas son incómodas y, a decir verdad, a mí el aspecto del sitio me parece deplorable en general; creo que no le vendría mal algo de limpieza y pintura. Claro, los que asisten a los eventos, y llevan en la garganta un ramillete de gritos que desean lanzar a los autores de su música favorita, poco reparan en estos detalles.
—¿Y quién va a abrir el concierto?
—Nadie —contesta mi amigo, mientras toma una fotografía del escenario aún vacío— sólo serán ellos.
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Un grupo que no necesita presentación, que promueve esa sensación de cercanía, de cotidianidad: como si nunca se hubieran desintegrado y hubieran vuelto a reunirse luego de que el vocalista y líder formara otra banda, ésa sí perteneciente a mi generación. A ellos la vida no los olvida.
Los pocos lugares vacíos se llenan al paso de los minutos. Cada cabeza es una gota en el mar que se aprecia allá abajo, cerca de la pista. En las pantallas (cuatro al centro y una a izquierda y otra a derecha del escenario) se intercalan imágenes que han caracterizado a la banda a lo largo de su carrera. Hombres y mujeres, ellos vestidos con chaleco negro, venden bebidas a precios exorbitantes, ofensivos. A pesar de que había prometido no volver a hacerlo, volteo hacia arriba, a la cúpula del lugar, y siento el vértigo avanzarme como hormigas en las piernas.
—Me siento en un aviario —comento, y Nancy dice estar de acuerdo.
Después comparo el lugar con una enorme jaula para primates, como la que se muestra en El planeta de los simios, la versión de 2011. Pequeñas serpientes de humo se levantan de aquí y de allá, a pesar de que juraría haber visto letreros que prohibían fumar en el interior del lugar. Sigo observando a mi alrededor: el rango de edades es amplio: hombres de vientre prominente y cabello cano están al lado de niños y jóvenes, mujeres y hombres de no más de 30 años cargan a sus hijos mientras buscan su lugar guiados solamente por la luz de sus celulares o de las lámparas de los empleados; un hombre de más de 60 años tararea la canción que brota de alguna parte. El tiempo no parece ser factor aquí.
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Después de unos momentos de silencio, de murmullos que surgen de aquí y de allá, las luces se apagan y un grito único (tejido por miles de gritos) recibe a la banda que, uno a uno, salen a las luces del escenario. Como luciérnagas en medio de un pastizal, las luces de los teléfonos celulares se quedan con un pedazo de la memoria de esa noche. El grito continúa y luego se transforma en la letra de Los dioses ocultos, canción con la que Caifanes rasga la tensión acumulada por su espera. Le sigue Para que no digas que no pienso en ti.
Después de un par de canciones, en las que la euforia de la gente, los gritos, subían y bajaban como la gráfica de un electrocardiograma, el vocalista se toma un tiempo para agradecer la presencia de los fanáticos y aseverar que sin ellos nada de eso (una larga, larguísima carrera) hubiera sido posible. Apela al nacionalismo, a la unidad y grandeza de nuestro país (discurso que, en lo personal, siempre me ha parecido chauvunista y ferviente, más que otra cosa pero, en medio de la oscuridad, conectados al pasado por un hilo de voz y sal, ¿quién tiene tiempo de razonar o ser prudente?, pienso) y después prosigue la música. A pesar de no ser un gran fanático del grupo, reconozco la gran mayoría de sus canciones. “Es que ya son clásicos”, contesta Nancy cuando le comento lo que pienso, y me parece que la frase no podría ser más exacta. Caifanes es parte de la educación sentimental de un tiempo, de un grupo de personas. Frente a nosotros, hombre y mujer (mono y mona, decía José Revueltas, y no lo digo en tono peyorativo, sino hombre y mujer puros, sin ataduras, atávicos hasta la saciedad, salinos y oscuros uno frente al otro) se olvidan de cualquier otra cosa que no sean ellos mientras se cantan a la cara La célula que explota y sus ojos, cántaros de cristal y neblina, intercambian el agua del tiempo una y otra vez.
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Después de un par de canciones más, Saúl Hernández vuelve a tomarse un descanso para, esta vez, hablar de las drogas y hacer un llamado a evitar el consumo de éstas. “Por cada dosis consumida, por una sola dosis, diez personas mueren”, afirma, mientras su rostro, viejo y sereno, aparece en la pantalla. Vuelve a hacer un llamado a la grandeza de los mexicanos, a su carácter de guerreros que “se parten la madre” para lograr un país mejor. “A ti que eres trabajador, a ti que eres estudiante, gracias”, agrega, y los gritos vuelven, suben y bajan, a veces tapan su voz y otras apenas alcanzan a arañar el sonido de la banda. Allá afuera está el mundo, lo sé y lo sabemos, pero hoy, aquí adentro, en este espacio, en esta cúpula, no existe nada que no sean Caifanes y las canciones que han sembrado en el aire que nos rodea, en el trozo de noche que nos inventamos dentro de esta gran esfera. Cuántos ideales de revolución han visto morir estas canciones, pienso mientras Amanece, esta vez cantada en la primera persona del plural, retumba entre los dientes de cada uno de los que están ahí y en las pantallas se lee “nunca nadie nos podrá parar, sólo muerto nos podrán callar”.
Después de un par de canciones más, el grupo se toma un descanso; aprovecho para salir al baño, donde largas filas esperan a usar el mingitorio. Me sorprende la familiaridad, camaradería, con que los hombres ahí se hablan. Nunca antes se habían visto, nunca más volverán a cruzarse o, en el más extraño de los casos, un día, no cercano, quizás, se agredirán en el tránsito de la ciudad, se empujarán en el metro o metrobús; estarán uno de cada lado de un grito de odio, de una mirada cruda, pero hoy son amigos, dolientes prematuros en presencia de una voz que comienza a romperse de años. “Ya no le quedan muchos años a esa voz, pero cuántas cosas nos han dado ya”, dice un hombre antes de volver a su trozo de pasado, en su banca y fila específicas.
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El concierto se reanuda. Saúl Hernández propone un homenaje a los músicos que murieron este 2016, y también un homenaje a los que no se han ido. Tocan un par de canciones que no todo mundo reconoce, se nota por los silencios. No importa, creo que una banda como ellos puede dar un poco a todo el que se acerque: al que sabe de memoria cada una de sus canciones, al que sólo conoce los éxitos, al que acaba de llegar a este mundo y al que está a punto de partir. Es la parte menos explosiva del concierto, es un momento de serenidad, al que sucede un tercer bloque con canciones de Caifanes: la gente vuelve a explotar, el rescoldo del último grito en el ambiente vuelve a encenderse; pleamar y bajamar, de nuevo, una vez más. Después de un par de canciones más, se despiden con La negra Tomasa, canción con la que, según algunos, la banda vio su origen.
Salimos en orden, el orden del azar. Una mujer, entrada en carnes y años, seca las lágrimas que empapan sus mejillas y se va sin volver la vista. Descubrí, por medio de Facebook, que Elda, Sergio y Óscar, amigos míos, estaban en el mismo concierto, apenas a unos metros de donde nos encontrábamos, pero fue imposible vernos: el tumulto borra rostros, fisonomías, tiempos. Afuera, apenas salir, el viento nos muerde las ropas. Sobre él viene el tiempo, que devuelve a cada uno de los asistentes el presente que dejó afuera para meterse a nadar en la nostalgia, en los recuerdos y la vida conjugada en pretérito. No nos amarra el viento, no se detiene el tiempo, allá adentro se quedó algo y algunos no parecen darse cuenta. Creo que, como dice una canción de Jaguares, todo tiene un fin. Y por más que duela, por más que nos neguemos a verlo, es cierto.
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Como si fuera una verdadera esfera de navidad (cosa que me ha parecido siempre Palacio de los deportes) la construcción estalla y se riegan por la noche los fragmentos, en forma de autos que se pierden por las calles de la ciudad.
—El año pasado también tocaron aquí.
—Sí, es cierto —confirma Nancy.
Siento que vendrán el año que entra, no lo sé. Quizás ellos, y los que no se notaban tristes, saben que volverán cada año, y no piensan que algún día se tendrá que acabar. O será que asisten al concierto sólo para llevar una ofrenda de coros a la tumba de un ser amado, un ser que se lleva siempre en la memoria. O será que nada de esto es cierto y en realidad sólo somos un fragmento en el canto de la vida, el eco del canto de la vida. Pero hoy tenemos treinta años, es de noche y la ciudad palpita aún, a pesar de que es casi medianoche. Si todo tiene un fin, no queremos saberlo en este momento. Y con eso parece bastarnos por ahora.