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La primera vez que vi una tarjeta amarilla

- Por: helagone

por Óscar Muciño
@opmucino
Curiosamente mi padre le va a las Chivas y yo le voy a los Pumas (también es curiosa la expresión le va, en vez de decir es aficionado), él nunca intentó inculcarme su afición, la mía nació siguiendo el ejemplo de mi tío Prudencio, hermano de mi mamá, quien había llegado de Oaxaca para estudiar su bachillerato y licenciatura en la UNAM, y que vivió un buen tiempo con el recién formado matrimonio de mis padres.
Lo que sí intentó mi padre fue inculcarme su gusto por el deporte (jugó basquetbol, voleybol y fútbol). Jugaba en un equipo formado por sus amigos de la calle y sus primos, conocidos como “los Gómez”, algunos de ellos alcanzaron a jugar en ligas profesionales. El equipo se llamaba 18 Club por el número de la calle en la que vivían en la colonia Balbuena; el nombre en algún momento deformó a 18 Chup. Incluso recuerdo que mi padre, cuando veíamos la transmisión de los partidos del Toluca, presumía que uno de sus primos (no de los Gómez) era el portero, el “Venado” Gutierrez.
Tanta era su intención de verme hacer deporte que vendió mi “carta” a un equipo de fútbol formado por hijos de los vecinos de una de las cuadras de al lado, la calle donde estaba la tienda a la que acudía a comprar complementos para la comida como tostadas, crema, queso, refresco y su caguama.
pumas-ultra
Recuerdo que me llevaba al estadio Azteca a ver partidos como un Cruz Azul-Chivas. En aquellos tiempos cuando la entrada hasta arriba costaba 5 mil pesos viejos, y que uno podía entrar con tortas y naranjadas Bonafina (3×10 mil pesos). Después me ha contado que se podía pasar al estadio con una botella bien escondida, y servir cubas en las gradas.
O me llevaba al Olímpico Universitario para presenciar un Pumas-Chivas, y no le importaba sentarse del lado de la porra Ultra de los Pumas, el equipo contrario en su corazón, únicamente para que yo gozara.
No recuerdo el nombre del primer equipo llanero en el que jugué, en la plantilla estaban los hermanos Jorge y Elías, hijos del dependiente de la tienda, el primero más grande que Elías y yo, que éramos de la misma edad, con él me dedicaba a jugar con ramas en la tierra durante los partidos en los que no éramos convocados.
El primer puesto que ocupé en el equipo fue el de delantero, la primera vez que ingresé al campo me sentí perdido, tarea difícil el ubicarse en el terreno de juego, no era nada parecido al gol-para que jugábamos en la calle, tan así que en una de mis primeras actuaciones dentro del campo tuve una oportunidad clarísima; con el portero vencido controlé con lentitud el pase de uno de mis compañeros, por desgracia al patear hacia la meta lancé mi disparo hacia un lado para decepción del entrenador y de mi padre. Como siempre, me perdí el gol.
Después de mi pifia frente al arco se me asignó un puesto como medio, recuerdo que en ese juego uno de los laterales del equipo contrario (de quien no recuerdo su número ni su nombre), con el balón en su pies me rebasó; en la carrera detrás de él me pareció fácil propinarle un pisotón en la pantorrilla, detuve bruscamente su carrera en busca de la portería. Lo vi caer y dar tres marometas por el suelo. Me invadió un sentimiento de culpa que terminó de afirmarse con el silbatazo del árbitro, cuando el colegiado sacó la tarjeta amarilla la culpa se volvió un nudo en la garganta. No está chido pegarle namás de huevos a alguien. Incluso dentro del juego está prohibido agredir, y aprenderlo es más duro cuando alguien con un cartón color amarillo, color asociado a la amargura, te lo recuerda.
Después, ya en la secundaria, milité en el Spartak con mis compañeros de clase, fui expulsado, me consolidé como defensa lateral (mi posición preferida hasta la fecha) y ganamos algunas ligas del Deportivo Oceanía. La sombra de la tarjeta amarilla me sigue: en el trabajo me han dicho que tras ver una (por falta de productividad) viene el despido; pero eso como las historias de triunfo no importan.

https://thesolipsta.wordpress.com/2013/10/08/futboleros/