TODO MENOS MIEDO

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#Desvelos. Cosas que me dan miedo

- Por: helagone

por Joaquín Diez-Canedo Novelo
@joaquindcn
fotos de Óscar Suárez Alemán
@casitremendo
Mientras más va uno creciendo se va teniendo menos miedo. Esto es, por supuesto, hasta que se siente ese miedo maduro y serio que como lento fuego carcome por dentro las entrañas y debilita las extremidades, adormilándolas. No pasa mucho, pero hay momentos en que llega esa sensación de angustia que provoca que se respire más rápido, que se dilaten las pupilas y aumente el ritmo cardíaco, y que cualquier nimiedad que esté fuera de lugar pueda llegar a significar la posibilidad de la muerte misma. Quizás sea porque el miedo adulto carece de narrativa fantasiosa o de artificio infantil y, todo lo contrario, sea infinitamente más psicológico, más real y más tangible; más producto, como dice Freud, del regreso de lo reprimido que de un monstruo mitológico que viene desde la ultratumba a chuparnos la sangre. ¿Qué se reprime de la realidad que como presencia fantasmagórica vuelve a mostrarnos que su identidad es la misma pero al mismo tiempo es un poco diferente? A saber.
Lo pienso porque hoy estoy acostado en una cama que está en un cuarto de un departamento que tiene muebles pero que nadie habita. La situación ya es suficientemente ominosa pero no es un sueño: el departamento lo pedí prestado para encerrarme a trabajar. Llegué un poco tarde y un poco pedo y desde donde estoy, vulnerable, en calzones y con la puerta abierta, alcanzo a ver la sala y el comedor a través del pasillo y las persianas de la ventana. Están allá, las siluetas de los muebles, al fondo, iluminadas por la blanca luz del farol que está frente al balcón, y que es la única presencia dentro de la negra casa negra de lo-que-está-allá-afuera. Sintiéndome presa de un sueño que me envuelve despacio, voy recorriendo con la mente cada uno de los rincones de esta casa-contenedor: los armarios vacíos y su mudo eco de ganchos que no están; los sofás en los que nadie se sienta porque nadie nunca viene; las camas que están eternamente cubiertas por sábanas blancas que en vez de arropar a quien en ellas podrían dormir, evitan que los muebles acumulen el polvo del desahucio y el abandono.
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Pero mi cabeza frena en el momento en que llego a la puerta de entrada y de súbito me acuerdo que se me olvidó poner el pestillo. Entonces comienza el mecanismo del pánico: despierto y mi cabeza se da rienda suelta y enseguida pienso en el vigilante que está, lo sé, metido en su caseta en el acceso. ¿Quién más podría hacerme daño?
Don Florido.
No sé si duerma, pero si no lo hiciera y con un poco de voluntad exploradora podría subir, intentar girar la perilla y entrar en cualquier momento por la puerta, todo para pararse frente al balcón a observar la ciudad allá afuera. Me angustia la idea de la normalidad de la escena, como si todos los días pudiera entrar a hacerlo porque sabe que el departamento está vacío por las noches; y entonces me invade un pánico enorme al imaginar su silueta, con su gorra y las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, como una más de las que alcanzo a ver desde la cama, acostado e indefenso, y luego me asusto más de pensar en su cara iluminada también por la luz blanca del farol blanco que de pronto se convierte en el único otro testigo de este acto de transgresión inconmensurable.
Me lo imagino, de perfil, inmóvil, esperando a que pase algo que no va a pasar porque ya es tarde y todos duermen, a menos que sea ver pasar un auto que perdido en la noche busque un rumbo que no es el suyo. Escucho su respiración tranquila y me apanica más pensar que él aún no sabe que yo estoy allá, al fondo, observándolo en su absoluta quietud de gárgola, sin sospechar que hay alguien que lo mira fijamente y que le tiene un miedo mortal. Además, me admito a mí mismo en un acto de automisericordia que levantarme a cerrar el pestillo sería confirmar, primero, que mi miedo existe y segundo que, irracional como es, se soluciona con un simple girar de una perillita. Porque esto es este miedo irracional, también, una nimiedad que se soluciona fácilmente.
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Además me siento mal porque Don Florido y yo somos amigos, hasta donde cabe. Cumple con su trabajo de no dejar entrar a extraños con una serenidad que me produce calma y confianza y además me saluda siempre de mano, me entrega la correspondencia y cuando pido comida a domicilio me lo anuncia con su suave voz de atento servicio. Es amable y puntual, y siempre que abre la puerta nos recibe con una sonrisa un poco forzada, porque yo sospecho que Don Florido no sabe sonreír bien—me imagino una infancia llena de carencias y poca felicidad que me enternece. Por si fuera poco, compartimos un oscuro secreto de un favor que me hizo y que nunca pude devolver, un favor que en realidad no le costaba nada pero que me puso a mí en calidad de deudor. Le debo a Don Florido algo que yo ya no puedo pagarle.
A Don Florido el resto de los vecinos no lo quieren. Dicen que lo encontraron tomando una noche en su casetita y que eso es imperdonable, pero yo creo que en realidad no les gusta porque algo de él los interpela, algo de su pragmática solemnidad resignada los incomoda y no le perdonarán ni el más mínimo desliz. Han convocado reuniones en donde se discute su remoción, en donde se habla de remplazos más jóvenes y más cordiales —porque claro, el trabajador no puede sólo cumplir con su trabajo sino que además debe entender las normas de la convivencia burguesa— y se sugiere, incluso, la profesionalización de los guardias. Yo quisiera intervenir con más energía pero no puedo más que mostrar mi desacuerdo de forma tímida. Al final son muchos más y, sometido a una votación, seguramente ganarán.
Me entristece pensar que es el mismo Don Florido quien les abrirá la puerta a los dueños de este edificio de inquilinos, y que después de su tímida sonrisa y un quedo buenas noches los mirará alejarse, tal vez por última vez y sin que él lo sepa, con su gorra y las manos metidas en los bolsillos de los pantalones. ¿Qué pensará Don Florido de Nosotros? ¿Entenderá que sirve mucho más como alivio simbólico del ansia que causa la ciudad-de-allá-afuera —esa de barrios y coches desvencijados, de gente que es llevada al margen por un sistema ojete y que no le importa la marginación— o sentirá que realmente sirve de algo, y que en caso de que alguien quisiera entrar al edificio podría él alzarse como el héroe que lo impediría?
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Todo esto me recuerda a los dos largometrajes del pernambucano Kleber Mendonça Filho (1968), Aquarius (2016) y O som ao redor (2012), en donde personajes guarecidos detrás de la normalidad de sus vidas burguesas se ven interpelados por la siempre presente amenaza de las favelas que los rodean, con las cuales, además, tienen contacto exclusivamente a través de sus trabajadores. Si bien Aquarius es también una historia más intimista —en donde el personaje principal, Clara (Sonia Braga) se enfrenta a su sexualidad en tanto mujer mayor— la narrativa de la película se permite ciertos ecos a la temática central de O som ao redor, esta sí volcada totalmente al tema de la favela. Encarnados en el personaje de Ladjane (Zoraide Coleto), la señora que desde hace años trabaja con Clara, nos enteramos que a  le mataron al hijo hace no mucho, y en una escena conmovedorsísima vemos a Clara yendo a la favela a festejar el cumpleaños de su empleada, en una fiesta en donde el hijo no es más que un retrato que observa la acción desde la inmovilidad de su marco. La escena está filmada con maestría discursiva, pues en ningún momento deja de haber a cuadro imágenes de la favela —representadas en primer plano por las coloridas casas de autoconstrucción— contrastadas con los gigantes desarrollos de departamentos que, blancos y pulcros, sirven como telón de fondo.
Parece que Mendonça Filho quiere que nos hagamos la pregunta sobre qué amenaza a qué y nos cuestionemos sobre el costo social del desarrollo, pues en ambas películas la tensión dramática la conduce esta violenta dialéctica entre el desarrollo-en-tanto-riqueza contra la favela-como-desamparo que se vive todos los días en las ciudades latinoamericanas, sobre todo en países tan ricos y desiguales como México, Chile o Brasil. Pero el brasileño no enuncia la protesta de manera panfletaria, sino que se interesa por la manera en que este contraste entre el desarrollo y el costo humano que conlleva se sublima en las psiques de los personajes, en particular los de las clases altas: en ambas películas, ambas largas, intrincadas y llenas de detalles, cerca del clímax uno de los personajes —en O som ao redor es una niña cuya familia ha tenido acceso a esta nueva vida gracias al crédito y en Aquarius es la misma Clara— tienen una pesadilla en la que aquello-que-está-afuera, sea la ciudad-como-amenaza o la-trabajadora-doméstica-que-robaba, vuelven como presencia fantasmagórica a acechar a quien quisiera deshacerse de ellas.
Pero la pregunta queda pendiente en el aire: ¿quién amenaza a qué?
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Pasan algunos días de silencio de los dueños y yo vuelvo a quedarme a dormir en el departamento de limpios muros blancos. Luego de haber cerrado todo  con llave me doy un baño tibio y me meto en la cama. Esa noche no duermo bien, y entre sueños turbios el que finalmente hace que me despierte empieza conmigo caminando por las calles nocturnas de la colonia Roma. Por alguna extraña razón todos los edificios son color menta y yo ando por una acera hablando con mi gato, que no está ahí y por supuesto tampoco me entiende, pero con quien yo siento que tengo que disculparme después de haberme alejado de él –he pasado demasiado tiempo fuera de casa. La calle está totalmente vacía y resplandece la guarnición de la banqueta, en amarillo, iluminada por la blanca luz de los faros blancos, que en contraste con el azul marino de la noche urbana y las paredes menta de los edificios de al lado hacen de la escena algo vertiginoso.
En ese momento comienza a llover, y yo aún tengo que rodear la manzana para llegar al coche. Por el tamaño de las gotas —de esas gordas y frías que primero caen pocas y esporádicas pero que súbitamente adquieren un brío apocalíptico— sé que pronto estaré en medio de un aguacero de proporciones bíblicas. Viendo además lo enclenque de los árboles a mis alrededores, lo rápido que las gototas aumentan su ritmo y cómo mi cansado cuerpo siente el frío embate de la lluvia, decido acelerar el paso para llegar lo menos empapado posible al auto. Por supuesto que en la desesperación no me fijo en mis derredores, y a punto de doblar en la esquina, vacía totalmente, volteo justo a tiempo para ver cómo un hombre, de tamaño considerable, chamarra de mezclilla y lentes oscuros, se acerca por mi derecha y con un puñal para asaltarme. Lo reconozco de inmediato pero no me despierto enseguida. Al contrario, en el sueño el asaltante me da un pequeño espacio en el que se aleja y me da chance de sacar mi celular. Para ese momento en la calle ya hay algunas personas, todas mujeres, caminando o platicando entre ellas y cubriéndose todas con paraguas. Confiado en que estará distraído con estas otras presencias, yo aparezco dentro del coche, porque así de plásticos son los sueños, y me alejo lentamente en lo que él me persigue, con el cuchillo todavía en mano e intentando abrir mi puerta, golpeando desesperado las ventanas.
Entonces desperté y como siempre que se despierta a esa hora por un mal sueño me quedé mirando al techo largamente. Antes de decidir prender la luz e ir a la cocina, por mi cabeza sólo pasaba una pregunta sustancial: ¿había vuelto Don Florido —o por lo menos una aparición fantasmagórica suya— a irrumpir en el departamento?
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Al día siguiente amanecí inquieto y con la sensación de no haber descansado. Tomé un café más bien desabrido y aguado y bajé para ir a la tienda a comprarme un plátano. Al llegar a la caseta noté una nueva cara, joven y sonriente, que se presentó como Néstor, el nuevo vigilante.
—¿Y don Florido?, le pregunté, después de presentarme como el del 301.
—Lo cambiaron de edificio, jefe, me contestó.
Y entonces sentí un alivio que como menta me recorrió el cuerpo y que inmediatamente supe que me era ajeno y que también no.