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#LaPrimeraVez que robé… y me cacharon

- Por: helagone

por Óscar Muciño
@opmucino
Azarosa es la memoria, no recuerda fechas exactas de asuntos importantes y otros que deberían olvidarse se quedan grabados en ella, por veleidosa no es confiable. El día en que fui sorprendido en flagrancia cometiendo un robo fue un 9 de mayo del 2005, en la calle de Donceles del centro de la Ciudad de México.
Pareciera que una de las cosas que toda persona interesada en la literatura debe hacer es hurtar libros. Hay muchos pasajes de novelas, declaraciones de escritores, escenas de películas que dotan de un aura “cool” al acto; yo recuerdo que me justificaba torpemente diciendo que “a veces la cultura tiene que arrebatarse”.
Mi primer hurto en las librerías de viejo ocurrió porque uno de mis compas de la licenciatura trabajaba por las tardes en una de ellas, un día llegué y lo encontré solo en la librería, intercambiamos una mirada de complicidad, tomé varios libros de mi interés y él tomó otros tantos, hicimos la pantomima del cobro y salí tranquilamente del local; al día siguiente en la escuela le di la parte del botín que le correspondía.
Ya encarrerado el ratón, comenzaron varios golpes sobre las librerías de Donceles, iba con otro compa de la escuela a comprar y robar; pasábamos un rato recorriendo los pasillos de los locales, seleccionábamos el ejemplar que hurtaríamos, el cual ocultábamos en el pantalón, cubriéndolo con nuestras playeras, nos acercábamos a cajas y pagábamos otro ejemplar seleccionado, regularmente de las mesas de saldos, y salíamos por propio pie.
Esta dinámica se convirtió en costumbre quincenal, y en algún momento semanal, a veces los libros eran alguno de los que revisaríamos en clase, o era uno acorde a nuestro gusto y curiosidad. Una vez cometido el golpe íbamos a “Las escaleras”, un antaño lugar en el que vendían cervezas y donde a discreción podía uno darse las tres, ahí con una caguamita en mano revisábamos los libros adquiridos. Sin duda eran buenas tardes, pero toda la bondad de lo ilegal suele darse pronto contra una pared, más si no tienes fuero.
Confieso que pasado el tiempo la motivación de mis asaltos ya no era el acervo cultural sino el materialismo a secas, porque comencé a vender algunas de las cosas que robaba; eso sumado a una confianza que había adquirida a la hora de robar me llevaron al fracaso. Entré a una librería en la que nunca había robado, y tomé un ejemplar de Las vocales malditas de Óscar de la Borbolla, les digo que ya lo mío era hurto por hurto, porque en ese momento el escritor nos daba clase y, cómo no, nos había permitido que nuestros trabajos finales fueran sobre sus libros, o alguno de los colegas que había llevado a un ciclo en la escuela que se titulaba Miércoles literarios.
Hay algo que se llama intuición, yo ya con el libro entusado percibía las miradas sagaces de una de las dependientas del local, eso debió haberme alertado, pero los dados ya estaban echados, la puerca había torcido el rabo, o la frase cliché que usted quiera, el caso es que cuando me acerqué a pagar me dijo levántate la playera… me vio el libro que llevaba escondido. -Vete de aquí antes que llame a la policía, me advirtió, dejé el cuerpo del delito en el librero más a la mano y salí, no sin antes darle la ficha de mi mochila a mi amigo para que se la dieran en paquetería.
Ya en la calle vi llegar a mi compa sin mi mochila, no la había reconocido porque era recién comprada, tuve que volver por ella y ahí me dijeron que tenía que pagar los ejemplares que me quería robar, sí, ejemplares, y es que para mi mala fortuna cuando dejé el libro en el estante fue al lado de otro del mismo autor, mira que es grande el catálogo y estos libreros son chicos, pagué los dos y me devolvieron mis cosas.
Me gustaría decir que fui valiente y planté cara, que respondí con comentarios sarcásticos a la dependiente, pero no, me dio miedo. Recuerdo la fecha de cuando ocurrió el incidente porque llegué a bromear con mis compas: si llegan a llamar a la policía qué regalo le iba a dar a mi madrecita mañana en su día.
Ahí no acabaron mis rapacerías, aunque a partir de entonces fueron esporádicas y llegó el momento en el que desaparecieron.
Al final, las cosas no pasaron a mayores, sólo fue otro mandamiento roto por mi amor hacia lo ajeno.