TODO MENOS MIEDO

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Postal 111. Voz en silencio

- Por: helagone

por Erika Arroyo
@_earroyo
La crema corporal te resulta asquerosa. Con esa manteca untada en la cara, la gente parece un espejo en el que no te quieres ver. Las rodillas y los codos, secos, casi sangrantes, son tu manifiesto. Que te digan esos adultos que tanto te obligan a untarla con sus manos llenas de arrugas, sus sonrisas tiesas y sus corazones siempre en conflicto, si alguna de esas sustancias viscosas los ha salvado de sus vidas tristes.

Simulas atrapar los insectos que trepan por la ventana del salón de clases, los imaginas como integrantes de un ejército que invade la dirección y toca la chicharra adelantando el recreo y la hora de salida. Pegas la cara al vidrio hasta conseguir una mueca deforme para asustar a los niños que van al baño y que, perturbados, pasan corriendo sin mirar hacia donde te encuentras.
Rellenas con pluma los huecos en los sellos de tu cuaderno, los osos perezosos se convierten en señores tomando el sol, las abejas se transforman en moscas que rondan un mojón gigante, los avisos a tus padres son cartas de amor.

Bajo tus zapatos negros de charol, de puntas gastadas e inexplicables rayones blancos, colocas envases vacíos de Boing que intercambias por otros de Frutsi cuando ya no dan más para deslizarte. Amarrados con un pedazo delgado de tela, has implementado todo un dispositivo de patinaje digno de cobertura mediática.
Mandas besos a tu público en tu recorrido por la pista y te dejas remolcar por otros patinadores.

Soplas al cielo y cierras los ojos deseando que al abrirlos, las nubes hayan cambiado de forma. No importa si tus aspiraciones mágicas engañan a tus sentidos, delante de ti parece estar sucediendo un performance a cargo de una masa suspendida en el aire y conformada por minúsculas gotas de agua.
El tío Martín tiene una nube en un ojo, o eso dijo el doctor, quien prefirió dar una explicación torcida a tus familiares ignorando tu curiosidad. “Si las nubes están muy arriba, el tío Martín debe ser lo suficientemente alto como para haber parpadeado y atrapado una de esas nubes. ¿Si cierro los ojos puedo conseguir que esa nube se mude de ojo?”

Quedarse a dormir en casa de la abuela es difícil. No puedes decir que no, pero sabes que no podrás descansar. La televisión siempre se queda encendida en el canal de películas viejas para adultos y al apagarla se revelan ante ti sonidos que permanecían escondidos entre las paredes y detrás de las puertas.
El retrete emite un ruido extraño y por la cañería juras haber escuchado a alguien diciendo un secreto. El viento se cuela por la ventana mal reparada de la habitación haciendo que las cortinas se levanten como vestidos de demonios. Tienes miedo de que la abuela se haya quitado su aparato para la sordera y no logre escuchar tus gritos, así que estudias mentalmente todas las posibles escapatorias.

Los holanes de tus calcetas se han coloreado de lodo. A ti te parecen preciosas, el blanco invadido por la mugre te parece una manifestación de la vida. Nadie se ha ido limpio de aquí.

Un niño te grita al otro lado de la acera usando el nombre de otra persona. Levanta la mano y la agita saludando, agitando también los charcos de la calle. Haces una pausa en tu andar y volteas discretamente buscando alguna confirmación de la equivocación. El gesto frente a ti pierde fuerza ante tu incredulidad, no obstante, grita un par de veces más, cada vez más convencido de que lo estás desconociendo. Te observa. Lo observas, te quitas el listón con el que llevabas una cola de caballo en la cabeza, eso no significa que en realidad haya logrado algo. Tú sólo piensas que, después de la lluvia, tienes mojada la cabeza y fríos los pies.

Fiebre. Fiebre por correr bajo la lluvia. Fiebre por reír a carcajadas mientras asustabas a la gente trepada en un árbol. Fiebre por perderte entre la gente y seguir la marea por el simple gusto de no saber dónde estás. Fiebre por platicar con extraños. Fiebre por hacerte amiga de los ancianos y los gatos. Fiebre por llamarle sanitario a los baños y por jugar canicas y carreterita con los más pequeños.

Las piedras que lanzas chocan con los cascos vacíos de refresco que alguien abandonó en un cajón de madera. El vidrio ofrece una melodía que lentamente se va construyendo con el golpeteo y el despertar de los perros que ladran desconcertados detrás de algún zaguán.

Ha sido un día largo de cacería de trolebuses e inspección caleidoscópica de dentaduras. Se agota la tarde y no queda más que volver a casa. Sobre la mesa de la cocina hay un vaso con atole de vainilla, no sabe mal, pero si te preguntan, siempre preferirás un helado. Afuera llueve otra vez.