TODO MENOS MIEDO

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Pemex, una empresa que se derrumbó bajo mis pies

- Por: helagone

Por Víctor Acosta
Uno: 12 de agosto de 1972
Mi mamá saca la corbatita de moño y me la pone alrededor del cuello. La alegría que siento por mi imaginada elegancia es casi tanta como cuando me comía el boli de la tarde, y la alegría me sale por el cuerpo, así que no puedo dejar de moverme. Estoy frente a mi madre parado sobre la cama, para igualar las estaturas. Su rostro está frente al mío, y me exige inmovilidad. Califica mis movimientos de “gusanos en la cola.” Eso no ayuda a que deje de moverme. Me carcajeo escandalosamente. (Sí. Tal vez tenga los gusanos ahí donde dijo, porque no puedo dejar de moverme, y si sigo así mi mamá nunca va a terminar de vestirme. Nunca va a poder dejar presentable, si no elegante, a este niño de cinco años que acaban de bañar, a las 7 de la noche, para ir a cenar a la casa de “La Quina.”) Mientras mi madre me explica la vida, yo sólo siento que hace mucho calor y  que ha llegado la hora de otro boli. Ahora será de limón. Quedaba uno en el conge. El último. Mientras me deja relamido el cabello, mi mamá me habla sobre la importancia de que toda la familia presente la mejor imagen en la cena a la que iremos, en casa del jefe de mi papá. Por eso la corbatita y el baño y el peinado relamido. Y a mi hermano le tocó baño, trajecito y corbatita, igual que a mí. Así que, sentencia, mi hermano y yo deberemos portarnos muy bien esta noche. Es entonces cuando surgen las dudas:
– ¿Y cómo se llama el jefe de mi papá?
– Don Joaquín. Don Joaquín Hernandez Galicia.
– ¿Por qué le dicen la quina?
– Don Joaquín. Tú di Don Joaquín.
– Pero, ¿y por qué no viene él? Por qué tenemos que ir.
– ¿Él, venir, aquí? Nononó, cómo crees.
– ¿Por qué?
– Porque él es… es un señor muy importante… Él es… Él es como…
Para este momento ya hemos terminado la maniobra del peinado. Mi mamá me baja de la cama con una nalgada cariñosa. Yo brinco al suelo y corro rumbo al congelador y rumbo a mi boli de limón. Algo me detiene. Volteo a mi madre, que ahora va a ponerse su mejor vestido, y le digo
– Él es como ¿qué?
– Él es… como si fuera el presidente de la república.
Apenas lo dice, se voltea hacia el vestido y cancela la modalidad “mamá que te peina mientras te explica la vida” para pasar a la de: “mujer que se pone guapa a toda velocidad”. Yo camino a la cocina, mientras siento que eso de ir a ver a una especie de “Presidente de la Republica”, me provoca cosquillas por dentro.  O tal vez, lo que siento sea en realidad el hilito de sudor que ya me corre por el pecho. Vaya que son calurosas las noches de aquí, en el puerto de Tampico… Pero toda consideración queda en el olvido cuando lo veo. Ahí, frente a mí, sonriéndome desde el congelador: mi boli de limón.
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Dos: 10 de enero de 1989
– Oye, Hesi, ¿ya tienes los reportes?
– ¡Shhh!
– Los reportes, Hesiquio. Y no me calles, que urgen y hoy ya es día de cierre.
– Silencio, que no me dejas oír… Pinche radio, ya le faltan pilas.
– ¿Pues qué están diciendo?
– Que se te acabó tu palanca. Metieron al bote a La Quina. Te van a correr, mano. A tus, 21 añitos, ¿o cuántos dices que tienes, escuincle?
– Que la boca se te haga chicharrón. Y tengo 22 para tu información, ruquito… Oye, pero, entonces, qué están diciendo en las noticias.
– Que lo entambaron, allá en Ciudad Madero. Entró el ejército a su casa con todo y tanqueta. ¿A poco no sabías?
– No ma… con razón, todos andan como locos aquí en Información y en Relaciones Públicas.
– ¿Y tú lo conoces? A la Quina.
– Nomás lo vi una vez, en su cumpleaños. Fui a su casa cuando yo tenía 5. Mi papá trabajaba con él.
– Sí, claro, si por eso te metieron a Pemex, ¿verdad, mierdita?
– Pues sí. Hace tres años, cuando le dije a mis jefes que iban a ser abuelos, mi jefa casi se desmaya y mi jefe me dijo: Mañana hablo y te vienes conmigo. Ni modo: A trabajar, galán.
– Pinche suertudo. Yo sí tuve que aflojar un camarón para entrar acá.
– ¿Y qué más dicen en las noticias?
– Uy, pues que le dieron un bazucazo en la puerta y que tenía miles de armas y que hasta un muerto provocó. ¿Tú crees? Yo digo que no es cierto. Sí, ese ruco es una mierda de cacique, charro y corrupto aunque navegue con su bandera de sindicalista revolucionario y socialista; pero ¿armas? ¡Traficar con armas! ¿Y en su casa? Al rato van a salir con que se almorzaba niños en mole verde. Pinche Salinas, se atoró al ruco. Ni pedo, tenía que chingarse a alguno, para que alguien le pudiera creer algo al pelón ese: entre mañosos te veas.
– ¿Y ahora qué ira a pasar?
– Ps nos van a correr a todos. Hasta los sindicalizados. Vas a ver.
– No mames, Hesiquio pinches ideas rojillas las tuyas. Por eso te corretearon los halcones en el 71.
– Y a mucho orgullo. Hasta me metieron un plomazo, ¿no te lo he enseñado?
– Nomás veinte veces.
– Aquí, en la pierna, mira…
– Pinche gobierno… ¿Y ahora qué irán a hacer esos cabrones?
– Sepa. Van a vender Pemex, vas a ver.
– No mames, Hesi, qué pendejadas dices. Cómo crees. Mejor, ya dame mis reportes… Y tápate esa pierna, güey.
LaquinaSalinas
Tres: 31 de enero de 2013
Respira… Inhala… Exhala…
 El taller de dramaturgia que estoy tomando desde el año pasado, de veras que me ha cambiado la visión de las cosas. Por no decir que de la vida. De verdad. Todos los jueves, salgo de mi oficina a las cuatro de la tarde y corro para llegar derrapando a las 5 a Coyoacán. Ahorita estamos hablando de la “creación del personaje”. Dice la maestra Escalante que para crear una historia, primero debemos crear un personaje. Seguir al personaje nos lleva a encontrar la historia. Y para crearlo, o mejor dicho, para descubrirlo, debemos encontrar ese rasgo que lo diferencia de todo el mundo. Lo que lo hace específico, y con un poco de suerte, “real”. Eso que lo marca, y define su forma de reaccionar ante la vida, eso que deja una huella en su forma de buscar el amor. Y eso mis amigos, es el dolor. Ese dolor primigenio que define nuestra búsqueda, nuestra historia. La historia de todos. A eso, mis queridos amigos, yo le llamo “huella de dolor”.
Respira… Estás vivo.
Pienso entonces: mirar al dolor para conocernos. Queremos salir del dolor pero deberíamos aprender a entrar en él. Cruzar esa puerta y penetrar en el misterio ¿Masoquismo? No. Realidad, humildad. Aceptación. Entrega, surrender. Como aquel proverbio Zen: cuando duermes, duermes. Cuando comes, comes. Cuando te duele, te duele.
 Inhala y exhala…
Estás vivo.
Es jueves, faltan quince minutos para mi hora de salida. Y yo estoy terminando mi tarea, para el taller de drama, pensando en la huella de dolor de mis personajes. Pensar en esos temas, me alucina. Y en esos momentos, se me hunde el piso. Literalmente.
El edificio se desplomó.
Respira…
¿Qué pasó? Sólo después lo entenderé: explotó el edificio. O, al menos los dos primeros pisos. Se desplomaron. Pero por ahora, solo sé que todo es caos, miedo, sensaciones en desorden. La huella de dolor es aquello que te inicia en la búsqueda del amor. Y en ese momento, te vuelves un personaje:
Sentado en la silla de su oficina, él estaba escribiendo, acerca un hombre imaginario que trabajaba en una empresa imaginaria, digamos, Pemex. Un 31 de enero del 2013. De pronto, se le apagó la luz. ¿Se apagó, o era sólo que estaba cerrando los ojos? Sintió como si le hubieran echado una cobija encima y un grupo de orcos salvajes lo hubieran agarrado a batazos. Oscuridad. Dolor. El más intenso que haya experimentado nunca. Tan fuerte, que ya no es dolor. Es otra cosa. Es algo inaugural. Es vértigo. Tiempo sin tiempo. Ya no hay lugar a donde ir. Sólo existe el aquí. El aquí es el dolor. Instante de lucidez de la conciencia: Inútil. Vacía. Total. Entonces, paradójicamente, el dolor lo deja inconsciente.
Explosion-Torre-16
Reaccionas. Confundido. Crees que despiertas de un sueño. Pero te das cuenta de que no es así. Todo es real. Porque duele como duele la realidad. Y porque huele a sal y a sangre como no ha olido ningún sueño. Cuando la densa, densa nube de polvo se disipe y te permita ver un poco y respirar un poco, empezarás a entender que no puedes moverte, que estás herido. Que estás tirado, en esa caverna de concreto y polvo, y fierro. Que estás en el sótano del edificio donde estabas trabajando apenas unos segundos antes. Has caído varios metros, como una plomada de carne. Tu brazo dibuja un ángulo que no debería tener: está roto, igual que la pierna que ahora tiene tres partes. Igual de rotas que las tuberías de ese techo lejano que liberan la llovizna que te cae en la cara. Tan rota como la vida de Irma (la que me hacía reír), o como la de Benjamín (el que había vencido su miedo a las alturas la semana pasada), dos de tus compañeros, amigos, que minutos antes estaban a tu lado.
Inhala…
Exhala…
Oyes voces y pasos entre la tierra. Hay gente que camina entre los escombros. Se metieron al hoyo que antes era tu oficina. Valientes, irresponsables.
Alguien dice tu nombre. Te reconocen.  Te van a ayudar a salir.
Te jalan para sacarte. Oyes un grito antes de volver a desmayarte. El grito es tuyo.
 Inhala. Exhala.
Estás vivo.
Despierto en un hospital. Hay muchas cirugías por delante. Mi familia te rodea, te reconforta con los ojos húmedos y una sonrisa nerviosa. Me voy enterando, poco a poco. En el edificio de oficinas de la empresa petrolera paraestatal de este país (hasta ese momento, poco después dejaría de serlo para convertirse en Empresa Productiva Nacional, gracias a las polémicas reformas constitucionales de ese mismo año), ocurrió una explosión. Un accidente. Por “acumulación de Gases”. Pemex: una empresa que se derrumbó bajo mis pies. Las ruinas de un país casi me sepultan. Mientras yo escribía, sí, sobre la Huella de Dolor. Despierto en el hospital y lloro, y trato de entender la huella que me deja ese dolor. En mi carne, en mi historia y en mí país. Además de mí, otras 125 personas resultaron heridas. Y murieron 34 personas. A casi todos los conocía. A muchos, los quería. Por ejemplo, Irma, la que me hacía reír. O Benjamín: el que había vencido su acrofobia una semana antes, cuando se atrevió a volar en globo aerostático, en una peda, allá en Teotihuacán. Lo imagino, al Benjamín, volando, aferrado a veinte uñas a la canastilla y admirando paisajes como los del Dr. Atl… Para encontrar las historias hay que seguir a los personajes. Y para descubrirlos, debemos encontrar ese dolor primigenio que define su búsqueda, su historia. ¿Y cuál es mi historia? Es nuestra historia. La historia de todos.