TODO MENOS MIEDO

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(sic)

- Por: helagone

Por Jorge Solís Arenazas (Ceviche de sarraceno)
Artículo publicado en Registro MX
La historia es ampliamente conocida: durante una presentación de Cecil Taylor en un bar, un contrabajista, que tal vez padecía esquizofrenia y al que nadie había visto antes, se subió a improvisar con él. Luego comentaría el propio Taylor que no “sabía tocar”, pero sin duda alguna era brillante para hacer música, particularmente porque estaba exento de los condicionamientos que un instrumentista suele tener y que son el principal obstáculo para la free music. En cierto punto del set, de la misma forma inesperada en que irrumpió, el extraño desapareció de la escena, y cuando Cecil Taylor quiso localizarlo para saber por lo menos su nombre fue imposible que lo hallaran.
Me parece que esta anécdota permite comprender el vínculo íntimo entre el éxtasis y la experiencia sonora. Hay un punto en el que la música se desenvuelve con perfección (lo que es normal si Taylor está frente al piano), pero aún hace falta el asalto de algo externo. No podemos nombrarlo, se desliza a extramuros de nuestra sintaxis; es intangible, no deja rastro, pero hace que el instante explote.
Acaso debamos reconocerlo como éxtasis, un estado que por definición supone movimiento: un desplazamiento desde el centro hacia el exterior. Una fuerza que rompe límites y nos desborda, estado de excepción que a menudo encarna en gestos violentos; detonaciones capaces de desarticular el mundo tal y como lo dictan las estructuras racionales, las dimensiones del discurso.
Lo anterior es un punto de partida pertinente para entender los alcances, el perfil y la naturaleza de (sic), el proyecto de Julián Bonequi y Rodrigo Ambriz Mondragón. Si algo define a (sic) es su inclinación hacia la música como una tentativa por provocar esas explosiones. Es la vitalidad material del sonido lo que parece importarles, por encima de los despliegues técnicos o la elaboración de otro tipo de parafernalia sónica. De hecho, los elementos de su propuesta ya son reveladores en este sentido, pues (sic) retorna a lo que podemos considerar más básico y primitivo de las posibilidades musicales: la voz humana mezclada con estructuras percusivas.
Su dotación se compone de una batería recortada a mano con un serrucho (con tambores de 10” y 12”), amplificada y mezclada en directo para controlar las variaciones acústicas; objetos (como vasos de unicel, cajas de plástico o una pequeña “arpa mágica” de juguete); también emplean mixers, micrófonos piezoeléctricos y, en el caso de Rodrigo Ambriz, efectos electrónicos (fuzz, looper delay, overdrive y distortion junto a un sampler y un ecualizador gráfico). Esto último me parece notable, pues no renuncian al lenguaje electrónico, pero lo llevan de regreso al nivel sonoro más “natural” (siempre entrecomillado, desde luego). Dicho de otro modo: el nivel electrónico no sirve para encubrir el sonido, sino para potenciarlo sin perder su personalidad más originaria, su instancia más cercana a la crudeza inmediata del golpe sobre las membranas del tambor y el grito directo.

Aunque Bonequi y Ambriz Mondragón han estado comprometidos con la práctica de la improvisación libre, en (sic) vuelven al concepto de canción o composición (les llamo así a falta de un mejor nombre). Naturalmente, no se trata de una unidad completamente cerrada y definida por completo, pero sí parten de una estructura clara; por lo mismo, no tocan un set abierto de largo aliento, sino piezas individuales, aunque estrechamente ligadas entre sí, con inicio y final precisos.
En estas piezas siempre ronda el fantasma del caos, a veces en su estado potencial, en otras ocasiones mediante descargas violentas. No se trata, como en cierto noise, por ejemplo, del despliegue proliferante de una enorme masa sonora de gran densidad; por el contrario, logran una carga entrópica y un flujo virulento con elementos relativamente mínimos. Parecieran proponerse reintroducir la vitalidad, los acentos y la desnudez descarnada del ruido dentro de estas pequeñas estructuras preconcebidas, no para caer del lado legible de “lo musical”, sino para que las explosiones que desatan tengan cierto contexto preciso, que no se diluyan ni pierdan su dirección ni su sentido.
Pero no todo es una avalancha de golpes y gritos. A menudo juegan con vacíos, se repliegan y esperan con paciencia a que el tiempo suceda en silencio. También vuelven a una escala mínima: frotamientos, chasquidos, respiración y otras pequeñas partículas. Con ello logran una tensión expectante, que luego revienta en esos momentos más energéticos. En el nivel vocal conjugan los susurros, las glosolalias, las voces rotas o las vocalizaciones proyectadas mediante resonancia craneal junto con las guturizaciones más desgarradas y los alaridos más extremos; mientras tanto, Bonequi mantiene muy activos todos los dispositivos de la batería, que no dejan de estar guiados por un pulso relativamente constante; en ocasiones cae ligeramente tarde en el tiempo, mostrando cierta elasticidad rítmica, pero siempre insistiendo en los intervalos regulares. El resultado puede llegar a ser sumamente catártico.
En suma, (sic) pone en juego una concepción de la música como una fuerza irreductible que no se agota en sí misma ni se circunscribe a su estatus sonoro; por el contrario, formula la música como algo capaz de convocar y suscitar esa experiencia del límite, del borde; el punto donde se fracturan ciertas nociones, las estructuras se abren y somos conducidos a un punto más bestial y primitivo, que no es otro más que el éxtasis.