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Reminiscencia. Crónica de una tarde con Álastor y Químico Jr

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Fotos Alberto Trejo
@AlbertoTrejoM

Para Don Pedro Téllez, El Químico, gran maestro, gran luchador; gran ser humano.

 
Las cosas cambian. La gente cambia, también las palabras; nada permanece. Los lugares no son la excepción. Tenía más de cuatro años de no volver al pueblo de Nicolás Romero, en el Estado de México, de donde soy originario, y lo encontré cambiado. Alberto Trejo, un sobrino mío y yo viajamos desde Lomas Verdes para encontrarnos con el Químico Jr., nieto de mi primer maestro de lucha libre, don Pedro Téllez. En el camino, mientras viajábamos por la autopista, Alberto me preguntaba cosas sobre él: cómo se llama, en qué circunstancias lo conocí, si aún lucha y dónde lo hace. No sé, le dije, hace mucho que no lo veo; ocho años, recordé de pronto, ocho años sin verlo.
Llegamos al centro del pueblo, ahora siempre activo, siempre en ebullición: el silencio de estas calles es algo que las nuevas generaciones, los nuevos habitantes, ya nunca conocerán. Estacionamos el carro a un lado de la plaza municipal y caminamos hacia el lugar que, por medio de mensajes en Facebook, Químico Jr. me dibujó. Guillermo Prieto #9, a sólo unos pasos de donde vivía. Siempre se vuelve: la vida parece ser un eterno retorno a los lugares donde crecimos, como si nos hubiéramos dejado algo olvidado en el tiempo. Lo veo y al instante lo reconozco, él a mí también. Qué milagro, me comenta; qué milagro, respondo, y en un rápido vistazo mido mi edad a través de él: se ve casi igual a como lo recordaba, aunque algo en él me parece distinto, no sé si se deba a que tiene un poco menos de cabello, como yo, o que se nota más fuerte que antes. Yo también debo haber cambiado así, pienso, de una forma que nos dejó a medio camino entre el futuro y los años en que entrenamos juntos. ¿No te acuerdas de él?, me pregunta, y Álastor (en unos minutos sabré que con ese nombre lucha) me extiende la mano. No me acuerdo, confieso, y Químico Jr. remata diciendo que entrenábamos juntos. A lo mejor ya no estabas cuando él llegó, o él ya se había ido, aventura. No es raro que se confunda: por el gimnasio de Don Pedro circulaban, siempre, nuevos alumnos. Los que se quedaban, los que nunca volvían, los que un día simplemente dejaban el nombre flotando en el aire y ya nunca regresaban a reclamarlo. Los que nos fuimos del pueblo y no tuvimos tiempo ni de regresar a decir gracias.
El primer inconveniente del día: el gimnasio donde haríamos la sesión de fotos y la entrevista está cerrado. Pues vamos a buscar otro, comenta Alberto, y el segundo problema del día sale a relucir: Álastor tiene que estar a las cuatro en punto en un evento llamado Lucharama, y ya son las 12:40. ¿No lo conoces?, me pregunta, mientras Químico Jr. sopesa mentalmente las opciones. No, nunca había escuchado el nombre. Ah, pues es lucha libre, música surf, convivencia con luchadores; está interesante, remata.
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Las fotos: uno no se pasea por ahí con máscara, no la saca a relucir a la menor provocación, no la muestra si no es necesario: las palabras de Don Pedro. Podríamos ir a un deportivo, o algunas canchas o lo que sea, sugiere Alberto, ya después la entrevista la podemos hacer en otro lado. Claro, suena bien. Ya sé, sugiere el amigo de Álastor, de quien no pregunté el nombre, podemos ir al gimnasio de box que está allá abajo, por la Cruz Roja. Mi sobrino y Alberto son los únicos en el grupo que no reconocen la ubicación: conocer el pueblo nos hace cómplices de algo que no sabemos si es la vida o el recuerdo. Caminamos hacia allá en tres grupos: Álastor y su amigo; Alberto, mi sobrino y yo y, a bordo de su motocicleta, Químico Jr.
Tercer problema del día: este gimnasio también está cerrado. Se nos acaban las opciones, se nos acaba el tiempo. Puede ser ahí, en ese edificio, observa Alberto, y giramos al mismo la cara hasta el auditorio Jorge Jiménez Cantú. Sí, es buena opción, si no queda de otra, acordamos. Curioso: mi primera función de lucha libre la presencié allí, hace más de catorce años, cuando el deporte ni siquiera me interesaba. El lugar estaba casi vacío, y mucha gente acudió, más que nada, porque ese día lucharon Atlantis y Brazo de Plata. Nadie, o casi nadie, y eso lo recuerdo con precisión, reconoció a los minis, quienes dieron muestra de profesionalismo y madurez luchística: entregarse al cien, dejar todo en el ring, aunque sólo haya una persona en las gradas.
Caminamos sólo un par de minutos y ya estamos en el lugar. Álastor consulta sistemáticamente su reloj. Podemos hacer aquí las tomas, dice Alberto, y para no tener más inconvenientes preguntamos al guardia del lugar si no hay problema. No lo hay, y comenzamos. ¿Traes máscara?, pregunto a Álastor cuando veo a Químico Jr. sacar de su mochila la tapa que perteneció a su abuelo: rosa, con una Q en la frente y un matraz a la altura de la sien derecha. Yo lucho sin máscara, responde y comienza a hacer un poco de estiramiento, al que se une Químico Jr. El cuerpo es un animal que tenemos encadenado al espíritu, un animal que nos acompaña por la vida; el de ellos comienza a despertar. Quien lucha, quien prepara su cuerpo para la pelea, alimenta a ese ser de otra forma, distinta a la de los demás.
Sostengo en las manos la máscara de mi maestro: nunca había tenido la oportunidad de hacerlo. Sonrío al recordar cuando aún soñaba con tener la mía. Terminan de estirar y Químico Junior se coloca la tapa; Alberto comienza la sesión de fotos. Muchas de las poses de Químico Jr. me recuerdan a mi maestro: el lazo que los une va más allá del sanguíneo. A petición de Alberto, Álastor y Químico Jr. se unen en toma de réferi. Ahora que lo veo, tantos años después, pienso que también es un abrazo, una muestra de cariño, de respeto. Terminan las fotos y ambos luchadores se relajan, cambian sus posturas; parecen ser otros. Me acerco a ellos y enciendo un cigarro: si mi maestro estuviera vivo, pienso, me pediría que me retirara. Mi sobrino prepara la grabadora de voz y nos acercamos.
Oye, Álastor, la pregunta obligada, ¿por qué lucha? Digo, ahorita vimos qué problema para encontrar un gimnasio, pero pasamos por un par de canchas de futbol y más para allá (le señalo la periferia del pueblo) hay como cinco más, pero pocos gimnasios, y menos de lucha. Fíjate que Sagrado nos comentaba que a él le interesa que crezca la lucha, que se difunda, y creo que a eso estamos llegando pero, ¿por qué lucha y no futbol?
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Álastor se pone de nuevo la playera y se frota los antebrazos. Pues para no ser del montón, responde sin dudar, hay que ser diferentes, hacer algo que no todos hagan. Mira, para muchos es un deporte, para otros una ruta de escape, una forma de trabajo, pero ante todo es un deporte completo, fuerte, que te exige a muchos niveles: físico, mental, espiritual. Se trata de disciplina en cuerpo, mente, alma: todo lo que entregas arriba de un ring, pero también abajo. ¿Futbol, me dices? Ahí ya lo que más importa son los intereses monetarios, comerciales. Ya no hay, pongámoslo así, una verdadera actitud deportiva. Se perdió la magia que conlleva todo deporte, cosa que no pasa en la lucha libre. Químico Jr. asiente, argumenta que ésos también son sus motivos, aparte, claro, de la innegable presencia de la lucha libre en su vida: nieto de un luchador. Fíjate, abunda, yo era bien peleonero en la escuela, hasta que un día mi abuelo me dijo “te voy a llevar a entrenar conmigo, así se te va a quitar”, y dicho y hecho: se me quitó.
Los camiones pasan, ruidosos, por la avenida. Los empleados del auditorio hacen las pruebas de sonido y callamos. Álastor aprovecha la pausa en la conversación para revisar la hora, parece más calmado de ver que apenas es 1:45. ¿Y tú también empezaste así en la lucha, para canalizar la energía? No, sonríe, yo empecé sin saber siquiera. Fíjate, cuando tenía 13, 14 años, me salí un tiempo de la secundaria y me puse a buscar trabajo; encontré uno como chalán de albañil con Tomás Reséndiz, un señor que conocí, y él, cuando acabábamos de trabajar nos ponía a “jugar  tiraditas”, como él decía, y yo ni en cuenta que me estaba enseñando algo, no mucho, de lucha olímpica. Ah, ¿él fue luchador olímpico?, interrumpo. No, bueno, sí entrenaba olímpica, pero como amateur. (Qué historia, pienso, parece producto de un guionista; tiene un encanto inherente). Y ya de ahí pues me entró la cosquilla de la lucha libre, y encontré a Don Pedro, mi maestro.
Su maestro. El mío. El de Químico Jr. El de cuántos, pienso; dejó más de lo que pudo imaginarse. Apenas en noviembre del año pasado falleció: como para no creerse. Difícil entender, o asimilar, que ese hombre tan fuerte para su edad, con sus antebrazos nervudos, requemados (un hombre de madera, pienso de pronto) se haya ido. Un hombre que llevaba a cuestas la paciencia, el dolor y el conocimiento de la lucha, conocimiento que nos daba a sus alumnos ya destilado, limpio, claro; un conocimiento potable.
Químico, en tu caso, al ser portador del nombre de tu abuelo, un nombre doble, por cierto, porque llevas su apellido y el personaje que trabajó desde ceros, tienes, creo, una responsabilidad importantísima. ¿Esto te pesa? Piensa, se lleva las manos a la espalda y tuerce el gesto. Antes sí me pesaba, responde, cuando sentía que aún no era buen luchador, porque era el nombre de mi abuelo el que estaba en juego. Ahorita ya no. Y de esos tiempos que te hablo fue cuando llegué a pensar que nunca iba a ser un buen luchador, y hasta dejé de luchar un tiempo, luego de mi debut en 2007. Pero luego pensé “¿por qué los de la tele pueden y yo no? Ellos no son más que yo, claro que puedo, cómo no”, y pues a seguirle.
Y tú, Álastor, ¿no tienes familia en la lucha? No que yo sepa, bromea, y reímos. Pues sí es un poco más difícil, porque yo desde abajo, de ceros. Pero mira, coincido en muchas de las cosas que dice aquí mi compañero El Químico, y aparte te digo algo: uno demuestra quién es, qué tan luchador es uno, arriba del ring, no abajo ni en el apellido o el nombre heredado. Cuántos compañeros luchadores no hemos visto, en serio (y su mirada se hace torva, mientras Químico Jr. asiente) ya sea en arenas chicas o incluso en el CMLL, que sólo están allí por ser hijos de alguien, parientes de alguien. Y se sabe, es una realidad, triste, sí, pero realidad. Y uno en las arenas chicas (las mal nombradas arenas chicas, recula) trabaja por labrar un nombre, desde abajo. Se tocan puertas, se piden oportunidades; te fogueas. Llevo ocho años luchando, y ahorita se me están abriendo muchas puertas. Es difícil entonces, corroboro. Claro que lo es, el nombre lo dice: es lucha. Luchar contra las adversidades, luchar contra los compañeros, luchar contra los promotores; luchar contra uno mismo. Y ésa es mi lucha: llevar lejos el nombre de Álastor.
La vida es una lucha, le creo. Aunque como en casi toda batalla, en ésta también hay remansos de paz. El sonido del agua de la fuente nos relaja, nos lleva. Por un momento todo parece guardar silencio. ¿Han pasado ya tantos años?, pienso. La maleta de Álastor, hasta ahora lo veo, lo espera, como un perro metálico, a su lado. Segundos, minutos, cuartos de hora: horas; el tiempo no deja de luchar contigo, con todos.  De la maleta de Químico asoma su máscara, un tanto alejada del diseño rosa de su abuelo. El tiempo, otra vez el tiempo. Álastor revisa el teléfono, otra vez.
No se vive de la lucha, dicen algunos, pero entonces les pregunto, a ellos, ellos que tienen otro trabajo, otros ingresos, si se vive para la lucha. Pues en mi caso sí, aventaja Químico Jr., algún tiempo sí lo vi como negocio, pero ahora ya no. Ahora es mi hobbie, mi deporte; mi estilo de vida. Y yo, interviene Álastor (lucharon algún tiempo como pareja, me comentaron antes de llegar aquí, y se nota su coordinación, sólo que ahora luchan con la palabra), por ejemplo, no vivo de la lucha, pero sí vivo para ella. Se puede vivir de ella, pero tienes que entregar algo más valioso que el cuerpo y el alma: el tiempo. Ahorita no he tenido la disposición de moverme a entrenar a gimnasios, digamos, del CMLL, porque estoy enfocado a mi escuela, a mi carrera: me acabo de recibir de licenciado en educación secundaria.  Yo busco la chuleta por otra parte, pero la lucha es mi desahogo, mi vida.
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Las dos de la tarde. El tiempo hace su lucha sin que nos demos cuenta, nos mete a su estilo, nos enreda y a veces ni cuenta nos damos. Nos amarra, sin lastimarnos, aunque tampoco nos deja ir. Lucharama, recuerdo el nombre del evento que se acerca. Y bueno, les pregunto, si Químico Jr. y Álastor no llegan a esos lugares que me mencionan, CMLL, AAA, ¿qué pasa con ellos? Ah, pues mira, comienza Álastor, yo he compartido cartelera, y ring, con estrellas de esas empresas que mencionas, así como con leyendas de la época del Toreo de cuatro caminos, y es una gran satisfacción, en lo personal, que una vez en el vestidor te den un consejo, o te reconozcan. Llegar a esos lugares puede ser importante en cuanto a proyección, sí, pero no tanto en lo relacionado a la calidad. La meta, claro, es estelarizar un combate en esas arenas, pero es un camino largo, duro. Ahora ya cualquiera se nombra luchador. Se autonombra, corrige Químico. Eso, se autonombra, prosigue su compañero, y eso te perjudica a muchos niveles: económico, de renombre, de espacios. Es gente que sube a ofrecer un mal trabajo, un pobre espectáculo, pero a veces la gente, o los mismos promotores, saben reconocer, y eso me tranquiliza un poco.
Eso es cierto, abunda Químico luego de un silencio reflexivo, pero afortunadamente Álastor y yo te podemos decir, con mucho orgullo, que hemos desfilado por las filas de empresas como AULL, UWE, NWA. Hemos trabajado con grandes nombres de la lucha libre. Claro, no somos ciegos a esta situación que mencionaba Álastor, y sabemos que hay muchos pseudo luchadores que ensucian la imagen que se tiene del deporte, lo que nos ha llevado, tristemente, a que muchos espectadores se alejen. Como decía alguien una vez “el peor enemigo de  la lucha libre es el luchador”. Pero nosotros, si algo aprendimos de mi abuelo, nuestro maestro, es a empezar desde abajo, en todos los sentidos. Tenemos una preparación exhaustiva que nos respalda. Y como decía Don Pedro, para ser algo hay que parecerlo. Se trabaja también la imagen, como decía mi maestro El Químico.
Químico Jr. se rinde, por un breve momento, al recuerdo de su abuelo. La luz de la tarde es terreno idóneo para la añoranza, para pisar el terreno de lo ya vivido, de lo que queda a nuestras espaldas.  También, les comento, me parece que en las enseñanzas de Don Pedro, El Químico, había algo más, un aprendizaje subyacente, un mensaje oculto, digamos, a nivel espiritual, personal, ¿o me equivoco? No, no, claro que lo había, se apresura a afirmar Álastor, la lucha me ha cambiado como persona. Algo que me decía mucho el maestro era “chaparrito, mentalícese, va a ver que le sale, claro que se puede” y mira, aquí estamos.  Superación personal, eso es la lucha también. Quien vence a los demás es vencedor, pero quien se vence es invencible. La lucha no pone: quita, remata Químico Jr, a mí me quitó miedos, me quitó las ganas de pelear en la calle. Ésa es la herencia de mi abuelo, su lucha. Soy mejor persona, mejor deportista, gracias a él, a la lucha.
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Mi sobrino apaga la grabadora de voz y ellos se relajan. Hablan con más soltura, conversan, bromean: como si se hubieran bajado de un ring. Veo en ellos aquello que Sagrado mencionaba: la dualidad del luchador, que es dos personas a la vez, una tan fuerte, tan verdadera, como la otra. ¿Y todavía queda nervio?, le pregunto a Álastor, quien está a minutos de partir a luchar. Sí pues cómo no, me dice, si ya no hay nervio ya para qué lo haces. Aparte el nervio te cuida, hace que lleves a cabo, con precisión, tus movimientos. O sea que hasta ahorita no ha habido lesiones, le pregunto. Pues las normales, contesta, pero en eso no quiero ni pensar, digo, sí me cuido, pero no pienso en eso. Ah, ¿te acuerdas de la vez en Chiapas?, interrumpe Químico Jr., quien vuelve a ser “Cachorro”, como lo llamaba de cariño Don Pedro, y ríe. ¿Qué te pasó?, le pregunto, y se toca el hombro derecho. Pues que me fracturé la clavícula porque el cuate ése se quitó cuando me aventé un tope. Te digo, el peor enemigo a veces es el luchador mismo.
¿A ti no te lo han hecho?, le pregunto a Álastor. Pues así de grave, no. Pero sí hay, no te creas. Hay unos que les gusta pasarse de listos, pero yo soy 4×4. Si me dicen vamos a puro ras de lona, pues a puro ras de lona. Si me dicen una extrema, pues nos la aventamos extrema, cómo no. Mírale la frente, grita Cachorro desde su moto, en tono bromista, y Álastor se pasa el índice por las heridas, como si leyera en braille su historia como luchador.
Álastor se despide de mano de cada uno de nosotros y corre, junto con su amigo, al arroyo vial. En un par de horas estará empeñando el cuerpo en el ring, arriesgándolo para satisfacer al público que, como él mismo dijo, “paga por ver un buen show y se merece respeto”. Como quien hace una ofrenda a los dioses.
Nos despedimos de Químico Jr., de Cachorro, de José Luis (todos el mismo, todos diferentes) y echamos a andar rumbo al estacionamiento. Volteo por última vez antes de que el auditorio desaparezca del todo. Las cosas cambian, siempre. Allí, lo digo otra vez, hace más de 14 años vi mi primera función de lucha libre, y allí, hasta hace un par de minutos, hablábamos de las cosas que nos interesan, del hombre que nos enseñó tanto (un hombre como árbol, macizo, vetusto, bajo el que nos cobijamos a tratar de aprender, entre otras cosas, qué es la vida) y que ahora ya no está, pero que también está. Un hombre al que llamábamos por distintos nombres. Un luchador completo.
Y entiendo, un poco más que hace una hora, que las cosas cambian.