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¿Cuántas palabras posee el presidente?

- Por: helagone

por Diego Mejía
@diegmej
Basta escucharlo en sus mensajes, Peña Nieto no habla, memoriza, lee, repite. Ni siquiera cuando escribe para un diario ( la semana pasada en El Universal y El País, en los que dio sus razones para la invitación a Donald Trump y su parte sobre el estado que guarda la administración bajo su cargo, respectivamente) el presidente tiende un puente de interlocución; corrobora la percepción: el hombre ensimismado.
Cuando se dirigió a 300 jóvenes en el “novedoso” formato con el que decidió intercambiar ideas y comentarios, se le notaba el papel aprendido, la poca cancha que utiliza y necesita, el poco rango actoral que posee en el tinglado: el presidente es monotonal. No importa el caso, la situación, puede ser una cumbre internacional, el enemigo en casa, la respuesta sobre los supuestos plagios en la tesis de licenciatura, Peña Nieto recurre al silencio o la lectura de un boletín. Sus palabras tienen la cadencia de un niño que memorizó la tabla del siete o una canción para cantar en el festival del Día de las Madres.
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¿Cuántas ideas se pueden originar en idioma reducido a los tuits? ¿Cuántas pueden nacer desde la esterilidad de la propaganda?
El presidente no habla porque no escucha, no escucha porque no ve; porque, parece, está embebido de sí mismo y de las voces que le susurran en su corte. No comunica, informa. No debate, impone (en el mejor de los casos); no boxea, hace rounds de sombra. Entre los silencios y los balbuceos, el mensaje se diluye y se pierde entre los ecos de la inercia.
Cuando asumió la presidencia, el 1 de diciembre de 2012, entre petardos y banderas negras, la comunicación de la máxima oficina del país se presentó con un cambio energético contundente: a diferencia de la imagen solitaria de Felipe Calderón en Palacio, la nueva administración eligió a un joven para repetir como mantra “¡Entonces, sí se puede!” y “vamos a mover a México”, el refresco parecía indispensable entre tanta sequía.
La línea publicitaria, que no frase de gobierno, era síntesis de la propuesta de Peña: realizar las reformas estructurales que, a decir suyo, urgían a la nación y esperar a que el desarrollo llegase. El fraseo pronto encontró el vacío: por todos los flancos posibles el presidente encontró campo minado: los precios internacionales del petróleo, el repunte de las ejecuciones, el raquítico crecimiento; un rosario de fracasos en el que se perdió el Padre Nuestro.
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Pero la verdadera gravedad sucedió en la ausencia: no hay una sola ejecución técnica y plástica en el ejercicio presidencial de Enrique Peña Nieto; incluso cuando algo le sale bien, no lo habla, no lo anuncia porque no estaba en el guion. El presidente parece ser el hombre que nunca estuvo: a casi dos años de la tragedia, no ha visitado Ayotzinapa, se expresó tarde y mal sobre las sospechas de tráfico de interés; incluso, pensó que era buena decisión enviar a su esposa a desmentir cualquier sospecha. Valiente estrategia: la hasta ese momento muda y desapercibida Angélica Rivera parecía haber sido entregada en sacrificio, “si los dioses quieren y exigen sangre, démosles a Ifigenia”, parecía repetirse en la soledad de Los Pinos.
Se nos fueron acabado las metáforas. Ante los agravios, la ineptitud y la terquedad de las decisiones del titular del Ejecutivo Federal y sus secretarios y asesores, transitamos por la jiribilla del idioma, los recursos para decir sin decir, para compartir, con un ejemplo, esas maneras que tienen las lenguas para decir el “con todo respeto”, para quejarse sin golpear, como si en ello existiera una esperanza de ser escuchados y que la metáfora hiciera camino de comunicación.
En el ejemplo, la misma persona, en un enorme texto, Jesús Silva-Herzog Márquez, tiró la metáfora, atinada y en timing: el presidente parecía un actor que olvidó los parlamentos. La escena valía por su contundencia y hechura. Se podría, a partir de ella, construir más actos y parafernalia teatral para ser más incisivos, como si la propuesta del periodista, no invitara a seguir en la representación.
Pero la metáfora se hizo realidad, alcanzó la presentación y se convirtió en lineal: en su mensaje, conversatorio montado con un nivel técnico y estético miserable, el presidente Enrique Peña Nieto destruyó el endeble tinglado que contenía su impostura. Literal, en medio del ejercicio escénico olvidó, confundió, no escuchó y anuló el poder del dispositivo “novedoso” con el que sus asesores pensaron que podrían cambiar la tendencia catastrófica que sigue la línea de su aprobación popular (apenas del 25 % de los encuestados aprueban la gestión de un presidente que vive entre la intención y el fracaso).

Después de la semana pasada y las afrentas que, a decir por el reflejo de los sentimientos de la mayoría de los mexicanos, significó la visita de Donald Trump a Los Pinos y su respectivo manejo mediático, no hay más metáforas disponibles, no hay recodos lingüísticos, carambolas de astucia para definir sin hacerlo, para atacar sin postura, para decir que la boca es propia. El mismo Silva Herzog Márquez publicó en su columna del 5 de septiembre la síntesis del pensamiento de millones: la estupidez y la traición. Una recriminación directa, una especie de ¡Ya basta! En una inversión del flujo, el candor de las masas se ha trasminado a las élites intelectuales, pareciera que la pluma de Silva-Herzog hubiese sido empuñada por millones de mexicanos.
De fondo, el lastimado cuerpo social. Ante un presidente que “asume”, que juega al peligrosa papa caliente de la responsabilidad histórica pero sin responsabilidad presente. Decir que se ha visto rebasado es tocar la bola en la cancha de la obviedad. Ante la aridez y el personalísimo lenguaje de los funcionarios, sólo nos queda la conjugación en plural y la sintaxis política. Construir la especificidad del idioma: sujeto-verbo-predicado, para hacer más general, más claro, más de todos: permitimos que se adueñaran de los medios; no nos pueden robar el mensaje.