TODO MENOS MIEDO

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#Desvelos. Al límite

- Por: helagone

por Joaquín Diez-Canedo Novelo
@joaquindcn

…y es que nunca me había sentido tan en otro planeta; tan a merced del sol y el mar y el calor y el viento; tan consciente de estar parado en una roca a la que suceden cosas, como vientos y calores y tormentas, que no preguntan ni avisan a nadie sino que simplemente pasan. Tampoco había visto nunca un mar que de lo inmóvil fuese un espejo perfecto, un azul aún más azul que el del cielo, sin aire y quieto; y de fondo unas sierras que de día fuesen de un color tan marrón y tan ajeno y en la noche nada más que unas siluetas oscuras en donde no brilla ni una sola luz porque en sus laderas rocosas, que luego se vuelven llanuras costeras, no hay, literalmente, nada.
La Nada.
Y me conmovieron los desiertos y los riscos y las sierras y más sierras que se ven siempre a lo lejos hasta que uno llega a ellas, y luego las cañadas y cunetas que los cerros van haciendo cuando ya está uno adentro de las montañas, entre las curvas de una carretera que les da dirección y las coloca en el tiempo. Y luego cómo cambian los colores al paso del día, como si un mismo espacio pudiese ser al mismo tiempo mil más, y pasar de ser en un momento sólo franjas de distintos tonos de gris, a ser luego sólo azul y amarillo, para después pasar a ser morados y rosas y rojos y marrones, y finalmente dar paso a una tierra hipnotizada por la luna. Y la vegetación, también, que como salida de una imaginación descabellada se presenta para señalarte que no, que en realidad conoces muy poco, y que evidentemente esta tierra está más allá de toda historia y narrativa, muy a pesar de ti mismo y del mundo. ¿Qué era aquello que veíamos y que era el límite de todo?, nos preguntábamos mientras manejábamos. Y hasta ahora, pasado un tiempo, se asoma sólo un atisbo de respuesta, porque entonces uno entiende que se existe no solo en la idea sino también en el espacio, y que si algo es la nada es la posibilidad de todo.
Y así es como, en esas andanzas de redescubrir el mundo, terminamos una noche al pie de una bahía inmensa que rodeaba a un mar calmo, a merced también de una luna llena que con su luz pálida delimitaba perfectamente las fronteras de todo-lo-que-se-veía. Al sur la bahía, enorme y plácida y calurosa; al poniente y al norte una sierra gigante y oscura y el desierto infinito con sus siluetas de saguaros y sirios y arbustos; al oriente el mar, bañado por unas islas negras de distintos tamaños; y allá, hasta el fondo, donde empezaba a desaparecer el horizonte, la mayor isla de todas, llamada Ángel de la Guarda porque no nos desampara. Y fascinadas con lo que había, hablábamos del desierto y del camino y de los planes de mañana cuando a lo lejos, detrás aún de las montañas más lejanas que se avistaban al otro lado del mar, distinguimos una luz que al principio pensamos que podría ser un barco, pero que después de acordarnos que estábamos en la nada y que aquí las distancias se miden en leguas, reparamos en que no podía significar nada más que una tormenta enorme.
Aún así, sintiéndonos protegidos por la placidez de la escena, en la que la luna se reflejaba en el agua mientras que el pueblo, que no era más que unas cuantas luces, dormía a lo lejos, nos fue difícil suponer que aquellos truenos y nubarrones y vientos llegarían eventualmente a alcanzarnos —qué fácil es acostumbrarse a la certeza. Pero mientras más pasaba el tiempo, el resplandor de los relámpagos dejaba de ser una minucia en el paisaje para empezar a definir las siluetas de las lejanías, y el rumor de los truenos comenzaba a hacer vibrar los cristales de la pequeña cabaña que nos daba refugio. ¿Qué tan lejos está el horizonte?, nos preguntamos cuando empezó a ser claro que la tormenta se dirigía hacia nosotras.
Al cabo de unas horas en las que pretendimos que no pasaba nada, se hizo evidente que la tormenta había avanzado en nuestra dirección, primero para llover sobre la isla del Ángel, y luego para seguir con su paso impávido y certero e invadir con su manto de lluvia a las pequeñas islas frente a nosotras que, indefensas, fueron tragadas por la oscuridad informe de la tormenta; una oscuridad solo rota por los rayos que a cada tanto iluminaban todo por un instante. Y de pronto ya no hubo luna y el mar, que horas antes fuese espejo, era ahora un informe violento cuya única manifestación asequible era la línea de espuma que dejaba después de azotar la costa con violencia, y el silencio plácido pasó de ser rumor a ser silbidos y truenos.
desvelos bahia
Todo este tiempo nosotras habíamos estado sentadas en la playa, tomando cerveza y sólo viendo lo que pasaba, cómo la tormenta se acercaba desde las lejanías del desierto al otro lado del mar, un desierto seco e inmóvil de tanto sol, indiferente al paso del viento. Y mientras observábamos cómo todo perdía forma, cómo el pálido reflejo de la luna era engullido por el paso de la tormenta cabalgata, que para este momento no era nada más que una masa negra indefinida de viento y lluvia y nubes, se asomó en nosotras la posibilidad de que nuestras vidas tal vez corrían peligro. Y en ningún momento esto fue más evidente que cuando, tomadas de la mano, decidimos bajar a la orilla del mar, y por un instante lo único que vimos fue el Vacío. Sabíamos que frente a nosotras había cosas, claro: el ruido de las olas, las ráfagas de viento, el tibio sentir de la arena bajo los pies, pero la oscura negritud de la negra escena lo negaba todo al mismo tiempo. Y como hipnotizadas nos quedamos ahí, frente a un Dionisio omnipresente que era la Nada en potencia. Y aunque sabíamos que no debíamos entrar, también sabíamos sin decírnoslo que todo parecía tan fácil, como si el vacío indefinido en donde todo daba igual tuviera su propia gravedad, y nosotras no fuésemos más que un par de cuerpos sin voluntad, llamados por rumores quedos a ser tragados por Aquello.
Y así, ya entregadas a la circunstancia de fundirnos en uno con lo informe e indistinto, nos apretamos más de la mano y dimos un paso al frente, atraídas por el magnetismo de lo desconocido, a dejar que el destino nos lamiera los pies. Y ya ahí, sin ninguna otra defensa más que nuestra presencia mutua, fuimos.
Pero de pronto cayó un rayo, y si no hubiera sido por su línea imponente en medio de la bahía, que por un instante volvió a dar forma a todo; si no hubiera sido porque de pronto Apolo y la luz y otra vez las islas y las montañas y el mar y la definición y la conciencia de nuestro propio ser; quizás nuestros restos serían hoy día comida de cangrejo.
Lo que pasó después es confuso, como es siempre retomar la conciencia: lo recuerdo como una maraña de viento y arena que nos golpeó la cara, y luego las sillas cayéndose y una botella de cerveza quebrándose estrepitosamente contra el suelo, y mientras, nosotras, muertas de la angustia y la excitación, pero sabiendo a voz baja que habíamos sobrevivido, tomadas de la mano y corriendo de vuelta para regresar a la cabaña, que para este momento eran dos cuadrados perfectamente definidos de luz. Y mientras afuera reinaba la tormenta que todo indefinía, adentro había una cama y nuestra ropa y un refrigerador; y luego una notita que explicaba las Reglas.
Pero asustadas, conmovidas y con el estómago revuelto por tanto, decidimos volver a lo informe. Y cuál fue nuestra sorpresa cuando descubrimos al salir que la tormenta se había frenado en la línea de costa y ya sólo llovía en la bahía —a nosotras sólo nos había acariciado las mejillas con sus dedos de muerte. A mí sólo se me ocurrió aventurar una explicación, y era que el desierto, una gran masa de aire caliente y resequedad, la había frenado. Si no, ¿cómo era posible entender que aquello tan violento y dirigido no hubiese tocado tierra? Se le veía, aún, colérica y berrinchuda, lloviendo su lluvia de seda allá a lo lejos, y aunque todavía se escuchaban las olas llevando su mensaje, detrás de nosotras las siluetas de las montañas que venían de lo lejos comenzaban otra vez a tener formas: había vuelto la luna. Y todavía con la resaca de haber sentido demasiado pero ya más calmas, volvimos a nuestras sillas de la playa a ver cómo terminaba el espectáculo que daba la luz. Y entonces la tormenta regresó a ser sólo un rumor, que luego dio paso a un desfile de nubes comprensibles que nos pasaron por encima. Y luego las islas eran otra vez distintas del mar, y algunas estrellas asomaron en el cielo, y al fondo volvimos a ver las pocas luces del pueblo diciendo que ahí vivía alguien.
Y ya cansadas volvimos a nuestra cabaña con luz a lavarnos los dientes y a quitarnos la ropa y a meternos a la cama, y ahí bajo las sábanas nos fundimos en un abrazo de complicidad mientras afuera volvió a silbar, aunque quedo, el viento. ¿Empezaba todo otra vez?
A saber: nosotros ya estábamos de vuelta.
¿Qué es un límite sino la posibilidad del paso de un estado a otro?
Sobrevivimos.
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