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#Desvelos. El ritual de lo habitual

- Por: helagone

por Joaquín Diez-Canedo Novelo
@joaquindcn
Llega un momento en que la gente que conoces empieza a casarse. Como ahora, por ejemplo, que tengo que ir a una boda a la que me invita un amigo que hace años no veo. Hemos cambiado, los dos, separándonos abismalmente de la enclenque raíz que nos unía en nuestros años mozos: el chupe y el fútbol. Yo ya no veo fútbol y él ya no chupa, pero igual me enternece la invitación emocionada. Me caso, güey, me encantaría que vinieras, me dice en un mensaje de voz que escucho apenas despierto.
Aunque es por la iglesia, que yo no piso ni por descuido, decido ir. Y lo decido porque quiero venerar aquella tierna juventud de películas pornográficas y borracheras a medio día, de ligues precoces y vacaciones eternas, de tantas y tantas tardes jugando FIFA sentado en calzones en un sillón. Además, cada vez más cercanos a los treinta, los dos nos hemos ido quedando calvos, y en la alopecia prematura uno necesita trenzar redes de solidaridad. Pero voy, sobre todo, porque a mí me invitan a muy pocas bodas, y tengo la idea de que me encantan.
Desde que llego encuentro raro el escenario. Hay algo que me molesta y no entiendo muy bien qué es. Hace un calor infernal, y me tuve que comprar un traje que no sirve para este clima. Desesperado, me arrimo a la sombra de una enorme jacaranda, en donde también están los padrinos del novio ─que son un grupo de unos diez personajes que se pavonean con lentes oscuros, cigarros en mano y corbatas de moño color rosa mexicano─ a un costado del valet parking. Desde esta posición observo a toda la concurrencia, que llega en oleadas: hombres en trajes de colores opacos y mujeres con una gran variedad de vestidos, tacones y maquillajes, que se saludan, unos de manos, otros de beso. La mayoría va en pareja.
Después de un rato de mirar al resto de los invitados empiezo a darme cuenta de que nunca he entendido por qué los hombres tienen que ir todos iguales mientras que las mujeres despliegan una variedad pavorrealesca de atuendos, colores y tacones. Lo pienso bien y aventuro una conclusión: quizás tiene que ver con que, en mi camino al desempleo ─el cual yo entiendo como una desviación con respecto a una vida “normal,” y, por lo tanto, hasta cierto punto, una aceptación de mi lado queer─ me he rodeado de gente que rechaza el status quo desde distintas trincheras, y la separación entre géneros es quizás la principal. Así, alejado por años de este otro círculo del “buen camino”, del cual me separé concientemente, enfrentarme de manera tan burda a esta coreografía en donde los machos son sujetos abstractos, uniformados y de colores callados, y las hembras son el heterogéneo y colorido objeto a ser observado, me hace comprender las cosas bajo una nueva luz.
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Esto no es nada más que un rito de cortejo, pienso, la cara pública de la sexualidad reprimida. La mirada masculina funciona como el observador pasivo de los objetos de su deseo, mientras que el cuerpo femenino se exhibe como posibilidad de coito. Presencio el espectáculo en silencio, pero cada vez más incómodo, y eso que el ritual del casamiento aún no empieza. Entre risas, llantos y abrazos, toda la concurrencia se da cita en la iglesia, que es una ruina antigua, de gruesos muros de piedra penetrados por una vegetación salvaje, pero con un techo nuevo hecho de perfiles de acero que recuerdan a un supermercado. Lona de plástico. Los invitados, separados, por supuesto, entre la parte del novio y la parte de la novia, toman asiento expectantes, esperando a que empiece la ceremonia.
Entonces, entre aplausos, entra el novio con su madre, seguidos por el padre del novio y la madre de la novia, y luego detrás de ellos todo el coro de damas y padrinos de honor ─los que antes fumaban bajo la jacaranda─ que son unas diez parejas formadas, se nota por las sonrisas forzadas y el incómodo contacto, al azar. Y entonces, justo antes de que entre la novia, por el pasillo central desfilan una serie de niños pequeños, muy bien vestiditos y peinados. Todos los presentes sacan sus teléfonos para tomar fotos mientras suspiran con ternura. A mí, en cambio, me llama la atención que estos niños, lejos de tener un nombre o una relación con la concurrencia, son en realidad el símbolo del futuro, pues vaticinan con su presencia lo que viene detrás de ellos: la novia, la madre, el vientre que en un tiempo posterior (ojalá pronto) permitirá la reproducción de la familia.
Me detengo en este momento porque entonces me cae el veinte, sorprendido por la reacción caricaturesca del público ante los niños, de que una boda no es nada más que la celebración de la fertilidad de la mujer, que, claro, se supone virgen. Entonces todo el show de afuera cobra más sentido: allá se escoge a la pareja, aquí se sella el compromiso. Así, pues, mucho más allá del rito por el cual se inaugura una familia, mucho más allá del discurso del amor y la pareja y los anillos; lo que se festeja en esta ceremoia es que la mujer ─una mujer de las que antes estaba afuera─ procreará y mantendrá el ciclo social vigente. Lo compruebo, además, al ver en el altar a la Virgen de Guadalupe, piadosa y con cara de mártir, pero no en el centro. En el centro está el hijo, masacrado, sacrificado, sangrando y a punto de morir, como para asignar culpa a los futuros padres desde el instante de su sa(n)grado matrimonio. El padre está, por supuesto, ausente. Vaya imagen.
Por otro lado, también existe una suave ironía, poco evidente pero siempre presente, en el hecho de que se festeje la boda en una antigua capilla en ruinas. Lo pienso porque siento que es como si la misma congregación, la misma estructura social que promueve y festeja este rito añejo, del cual yo me siento más ajeno que palmera en el ártico, aceptara inconscientemente que la estructura que los alberga ha perdido toda su vigencia, y que ésta sólo se mantiene porque de otra forma más que ruinas serían escombros. La ruina misma no ha caído precisamente porque cumple un rito que, aunque pertenece a un tiempo anterior, es importante traerlo al presente. Así, lo que hay en juego es una doble reproducción: por un lado está la reproducción de la familia representada por la fertilidad en potencia de la novia, y por otro lado está la reproducción del orden superior, la estructura social que, aunque caduca en esta clase social, sobrevive a pesar de la misma aceptación de su colapso. Después, por supuesto, la congregación forma una fila para comer el cuerpo del hijo, con lo que internalizan su devoción y su compromiso a que la nueva familia y el nuevo hijo seguirán la línea del sacrificio para mantener el buen camino.
Me niego a pertenecer a esto. Lo noto porque a la salida veo a los novios salir contentísimos de la Iglesia, al padre que sonríe desde el altar, a las damas y padrinos con sus trajes y vestidos, y a las y los niños tomando las manos de sus padres y sus madres, y entonces entiendo por qué vine solo, y por qué me molesta tanto la corbata: no es porque me quede chica la camisa, sino porque literalmente me tienen del cuello. Y asfixia.
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