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El hombre del Brazo de Oro. Entrevista a Jesús Alvarado Nieves

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV

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Calzada de Guadalupe es una avenida de longitud considerable. Uno de sus extremos desemboca en la Basílica de Guadalupe a donde, constantemente, se ven llegar, desde distintas latitudes, grupos de fieles. Es, además, una avenida que de tan larga parece atravesar no sólo la ciudad, sino el tiempo y las distintas capas que conforman la urbe que la contiene; recorrerla es lo más cercano que se tiene, a veces, a un viaje por el tiempo, con dirección al pasado.
Partida en dos por un camellón testo de árboles, esta avenida presenta un rostro de mañana y otro de noche. A la luz del día se antoja un gesto de modernidad; por la noche, sin embargo, su rostro cambia. Grupos de indigentes deambulan en busca de algo que bien pudiera ser la vida o un sustituto de ésta. Uno de ellos se acerca a la entrada del deportivo Peñoles y pide permiso al guardia para entrar al baño. “Ya se te ha dicho que no, no sabes respetar y siempre ensucias todo”. El hombre no cede ante la petición del policía, persiste en querer entrar. Al final, para evitar una confrontación mayor, el oficial accede a que el hombre se lave el rostro con el agua de una cubeta que reposa al lado de la caseta de vigilancia, se talla vigorosamente el cuello y los brazos, se alisa el cabello, da las gracias y parte. “Ya les dijo don Jesús que no pueden estar viniendo aquí tan seguido, pero no entienden”, me comenta el guardia, “sólo hasta que él en persona les dice que de seguir así va a gestionar desde la delegación que los corran, sólo entonces, comprenden”. El hombre se aleja por la avenida y luego no se le ve más.
El reloj marca las 10:55. El guardia emite un par de comentarios más de vez en vez, luego mira el reloj en su muñeca y mueve la cabeza como si afirmara. “Ah, mira, ya llegó”. Se apresura a abrir la reja de acceso al deportivo y un auto gris, de aspecto nuevo, entra de reversa. “Buenos días, don Jesús”, saluda el guardia y de inmediato vuelve a cerrar el acceso. Echo a andar tras el auto, que se estaciona en dos movimientos. De él desciende Jesús Alvarado, el fundador y líder de la tercia de luchadores conocidos como Los brazos, me extiende la mano y me da un apretón firme; también saludo a su esposa, una mujer de aspecto amable y sereno. Me indica que camine detrás de él, enfilamos hacia el área deportiva y un hombre nos saluda. El señor Jesús da un par de indicaciones, revisa someramente la lista de registro y dicta un par de instrucciones más. En una de las paredes, al lado de una puerta blanca donde se lee Administración, alguien grabó una leyenda: Hasta que no luchas por algo no te conviertes en quien eres. A las palabras la acompaña la imagen con la que el heredero de Jesús Alvarado cubre su rostro sobre el ring: La Máscara.
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Pasamos al área administrativa y después, al franquear una puerta más, estamos ya en la oficina del señor Alvarado. Trofeos, posters, fotografías y anuncios de lucha libre adornan el lugar. Brazo de oro, su nombre de luchador (y el nombre con el que, a veces, los empleados del lugar se refieren a él) se sienta tras su escritorio. En la pared del lado derecho hay una fotografía donde se le ve enmascarado; en la izquierda una figura de cuerpo completo de su hijo. Pregunto si puedo tomar un par de fotografías. “Claro, claro, las que necesites”. Se queda quieto, luego se levanta y se coloca del otro lado del escritorio, junto a los pósters de lucha, para un par de tomas adicionales. Se vuelve a sentar, se coloca unos lentes que sacó de uno de los cajones del escritorio, del que también extrajo un par de sobres con dinero, y comienza a formar montoncitos. “Comenzamos cuando gustes”, me dice, y calcula mentalmente algo.
El escritorio está cubierto por un cristal grueso, bajo el que hay una serie de billetes de lotería con imágenes de luchadores (entre los que se encuentran José Alvarado, Brazo de plata, y La Máscara), y una pintura que muestra a Brazo de oro y Brazo de plata en diversas poses. Saco de mi mochila una revista y la coloco frente al señor Alvarado. “Ah, mira, es de la lucha contra Ultramán”, comenta, “¿ya cuántos años de eso?”, se pregunta, y vuelve a calcular. Me adelanto, le digo que tiene veintiocho. “¿Y cómo sabes así tan rápido?”. Le contesto que es porque fue al año siguiente de mi nacimiento. “¿Cuántos años tienes?”, pregunta, le digo que veintinueve. “Entonces ya tiene veintiocho años esa lucha”. Algo en ese número lo deja pensando por un momento.

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Una escuela de aviación, situada en Zapopan, Jalisco, recibía, en el año de 1975, a los nuevos alumnos, quienes habían sido becados para cursar ahí sus estudios. Uno de los lugares, sin embargo, quedó vacío: el que estaba asignado para Jesús Alvarado Nieves. En ese mismo año, apenas unos días atrás, el hombre que se convertiría en líder de Los mosqueteros del diablo, viajaba rumbo a la Arena Toluca en compañía de Indio Vitela, un luchador amigo de su padre. “Él no sabía llegar a la arena, y entonces fue a ver a mi mamá y le preguntó si podría llevarme a mí para que le indicara el camino; yo sabía llegar”. El sol se filtra por las ventanas de la oficina, cae de lleno sobre el señor Alvarado, quien se toma su tiempo para proseguir. “Llegamos a tiempo, era un terreno que habían acondicionado para la lucha, pusieron sillas y un ring, nada más. Y de pronto pasó: me dijeron que me subiera a luchar porque les faltaba un elemento. Yo les dije que no, que de verdad no podía: mi padre nos tenía prohibido luchar. Bajó Dorrel Dixon, ya sabes el tamaño de hombre que era, y me dijo que subiera, que nadie le diría a mi papá”. El señor Alvarado imita la voz de Dorrel Dixon, sonríe con su recuerdo y continúa “pero yo insistí en mi negativa, ni siquiera sabía luchar bien y se los hice saber, a lo que el Indio Vitela contestó: mentira, te he visto y lo haces muy bien.”
Suena el teléfono y el señor Alvarado contesta. La llamada es breve, cuelga y prosigue. “Y total, me prestaron un calzón y un par de botas. Me anunciaron como El chamaco Cruz. Ya luchamos, todo bien, y regresamos a casa. Al día siguiente yo me iba a Zapopan, estaba becado, ya, decidido: iba a ser piloto aviador, primera y última vez que luchaba, o al menos eso creía. Volvimos a la colonia, Vitela me llevó a mi casa pero ya en la entrada me esperaba mi papá, con mis cosas. Me corrió de la casa, así, en la madrugada, por haber violado la regla de no luchar. No me quedó más que irme a dormir a casa de El Indio, y al día siguiente fui al gimnasio de don Felipe [Ham Lee] a entrenar, como todos los días, pero al llegar, apenas llegar, los maestros me dijeron que no podía pasar: mi papá les había prohibido que me dieran clases”. El señor Jesús se toma una pausa, para dar el peso adecuado a cada palabra. “Me puse a llorar”, continúa, “ahí, en el gimnasio, y llego don Felipe Ham Lee y me preguntó qué me sucedía, le conté y dijo que no me preocupara, luego fue a hablar con los maestros y me dejaron entrenar. Después, cuando terminó la práctica, llegó mi papá, enojado todavía. Don Felipe me pidió que me acercara, luego le dijo a mi padre, de quien era muy amigo, muy íntimo ´mira, Shadito, tu hijo es un muchacho ejemplar: no fuma, no toma, sólo se dedica al deporte; no nos hagamos, tu hijo es luchador, déjalo luchar´. Y luego volteo hacia mí y me dijo ´ni nos hagamos, tú ya no vas a estudiar: tú vas a ser luchador, lo traes en la sangre´. Y mira, aquí estoy.”
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Bajo el cristal del escritorio, a un lado de otros recuerdos, reposa un reconocimiento que el Instituto Mexicano del Seguro Social otorga al Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL) “por su valiosa participación en las actividades por la celebración del día del niño”. Afuera, del otro lado de la oficina, donde se realizan las actividades deportivas, se escucha el ruido característico de los niños. “Aquí tenemos distintas disciplinas: box, muay thai, gimnasia, en fin, todo para que los niños hagan deporte. Como te comenté hace rato, no estoy retirado del deporte, pero mis actividades ya no se desarrollan arriba de un ring, sino abajo. Procuro que los niños tengan acceso al deporte, me encargo de promoverlo, es muy importante”.
Jesús Alvarado Nieves, además de ser el administrador del deportivo Peñoles, es el líder sindical del CMLL, labor que desempeña desde hace muchos años. “Son más de 570 luchadores a los que represento”, comenta, “labor que hago con gusto y que, además, modestia aparte, hago bien, como se deben hacer las cosas. Francisco Alonso Lutteroth siempre le comenta a los que preguntan por qué llevo tanto tiempo en el puesto ´ven cuánto tiempo lleva aquí, pero no ven por qué lleva tanto tiempo aquí´. Sé cómo hacer las cosas”. El señor Alvarado Nieves me pide lo disculpe un momento, algo en el deportivo requiere su atención. Regresa luego de unos minutos. “Pero cuando te digo que cubro todas las áreas de la lucha es verdad, no exagero. Ahorita, por ejemplo, he estado muy activo abogando porque se instaure el día nacional del luchador, es importante”. Le digo que concuerdo, pero que me gustaría saber porque él lo considera así. “Es muy sencillo, la lucha libre es parte del patrimonio cultural de nuestro país. En muchos países se sabe que la lucha libre mexicana es, y lo digo en serio, la mejor del mundo. Entonces, si es así de importante, y si es así de reconocida, ¿por qué no tener un día del luchador? Hay día del padre, del abuelo, entonces debe haber un día del luchador. Si ya está el reconocimiento de la gente, que es el aplauso, ahora que venga el reconocimiento de nuestro gobierno”. En sus palabras hay convicción, hay fuerza, si alguien sabe de cada aspecto del deporte es él. “Yo siempre, desde que era un niño de más o menos ocho años, quise ser líder del sindicato”, me dice, mientras sus ojos se quedan pero la mirada se va a un lugar que sólo en él permanece vivo “porque en esos años mi papá era conserje del sindicato de luchadores, y un día, sin decir más, lo despidieron. Yo le dije que un día yo iba a ocupar el puesto más alto allí, para que a nadie se le tratara como a él se le trató.”
El señor Alvarado se levanta, toma un ventilador, lo conecta y lo coloca frente a sí, continúa. “Porque nadie se merece eso. Y fíjate, yo escuchaba todas las conversaciones, todo lo que se hablaba en las oficinas, en los sitios de las conferencias. Yo era un niñito pero ya conocía a todos los grandes luchadores: Santo, Blue Demon, Cavernario Galindo, Copetes Guajardo. Sabía de los problemas, de las rencillas, y supe que el día que yo desarrollara ese trabajo lo haría mucho mejor, daría a cada quien lo justo”. Lo justo. Justicia: equilibrio, palabras difíciles de asir, casi tanto como de definir, pero el señor Alvarado Nieves es un hombre de extracto humilde quien, a pesar de haber viajado por innumerables países (cuenta en su currículo con más de 50 viajes a Japón y otras tantos a distintas naciones) sabe lo que significa trabajar duro para logra lo que se tiene (quizás, pienso, la inscripción a la entrada del gimnasio fue idea suya) y sabe, además, tratar a cada persona con el respeto y atención que se merecen. “Yo hacía el quehacer en el gimnasio de don Felipe Ham Lee, ésa era nuestra labor (de él y de sus hermanos). Llegábamos temprano, antes de que amaneciera, y prendíamos los calentadores, barríamos, trapeábamos; yo boleaba los zapatos de todos los luchadores, yo le llegué a tallar la espalda a Ray Mendoza, a varios. Luego, cuando terminaban nuestras actividades, bueno, ahora sí, a entrenar, y a entrenar duro. Mucha lucha olímpica, hay que tener buenas bases, hay que saber todo desde abajo.”
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El calor en la oficina aumenta. Don Jesús se levanta para tomar una botella de agua, la destapa y da un trago largo, también me ofrece una. Aprovecho la pausa para hermanar dos temas que él ha traído a la mesa, aunque de distinta forma: la lucha olímpica y la juventud, los niños. Le pregunto sobre la opinión que le merecen las nuevas generaciones de luchadores, el estado actual de la lucha libre. “Pues mira, la lucha no ha evolucionado: ha cambiado.” Se toma una pausa para dar peso a sus palabras, pausa que aprovecho para preguntarle si a él le gusta ese cambio. “No, no, para nada, es un cambio que no me gusta. Ahora veo a muchos muchachitos con cuerpos estéticos, con equipos vistosos, sí, pero que simple y sencillamente no saben luchar. Hay uno, no me acuerdo cómo se llama, pero que siempre se está lastimando, y eso es porque no sabe luchar. Yo, a mi edad, no estoy operado de nada, mis hermanos tampoco; mi hijo, La Máscara, tampoco: eso es porque tenemos buenas bases. Hay que saber luchar”. Da otro trago a su agua y sigue luchando contra el calor, que parece no querer ceder. Le pregunto, entonces, qué es lo que, a su criterio, necesita alguien antes de que se le pueda llamar luchador. “Que parezca luchador”, afirma sin dudarlo, “hay que tener presencia, elegancia, porte. Ahora veo luchadores que llegan a la arena con vestimenta inapropiada: shorts, camisetas de tirantes; mal vestidos, en una palabra. En una ocasión, hace ya muchos años, vi llegar al estacionamiento de la arena a Solitario, bajó de su carro y traía smoking, ¡imagínate!, smoking, y luego una máscara nueva, preciosa; vaya, hasta su colonia olía excelente. Qué porte de señor, qué imagen: esos eran luchadores. Pero no sólo la imagen y las bases, también la actitud es importante. Yo por eso trato de ser amable siempre, accesible, y la gente se sorprende, no creen que un luchador les esté hablando, algunos hasta dicen ´yo lo imaginaba mucho más grande, en tele usted se ve enorme´ y eso es porque la imagen que proyecté fue buena; la imagen te magnifica, la gente te ve de dos metros. En fin, hay muchos factores”. Voltea hacia la imagen de cartoncillo de La Máscara y un gesto de orgullo no puede ni quiere ocultarse en su rostro, porque ahí ve eso que él cree y predica.

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Conocemos a veces a alguna figura pública, pero no imaginamos el andamiaje que hay detrás de ella. Lo que conocemos es, entonces, una fracción de un todo, un cuadro de una película, sólo una nota en la larga melodía de la existencia. Siempre hay algo que precede a lo que conocemos, una simiente.
Se cuenta que, con apenas seis años de edad, Pablo Picasso (hijo de un profesor de pintura) ya había dado muestras de un gran talento. En una ocasión, cuando su padre abandonó su estudio por un momento, para tomar un descanso, al volver se encontró con que su hijo, el pequeño Pablo, había terminado el cuadro sobre el que trabajaba en aquellos días. Los trazos fueron tan precisos que, ese mismo día, su padre dejó de pintar y cedió el fuego de los colores a su hijo. Cosa similar sucedió aquel día de 1975, en el gimnasio de Felipe Ham Lee, cuando Jesús Alvarado Nieves y su padre, Shadito Cruz, se vieron después del incidente del debut clandestino de quien años más tarde desenmascararía a El Texano. “Mi padre, después de que don Felipe le pidiera que me dejara ser luchador, accedió. Sólo me faltaba un nombre, ya tenía la venia de mi padre y de mi maestro. ´Bueno, ¿por qué no le das tu nombre, Shadito?´, sugirió don Felipe, y mi padre accedió. Él luchaba todos los domingos en Pachuca, y lo hacía como El hombre del brazo de oro, por la película de Sinatra, y por la canción. Entonces fue así como heredé su nombre, y él nunca más volvió a luchar. Años después se hizo réferi, incluso trabajó en Japón, pero no volvió a subir a un ring para combatir”.
Don Jesús Alvarado voltea, por un segundo, a la imagen del escritorio, donde están él y Brazo de plata, y luego a la fotografía de él mismo a sus espaldas. “Bueno, pues ya estaba el nombre, El hombre del brazo de oro, faltaba el equipo. No iba a ser el de mi padre, quien luchaba vestido totalmente de negro y con un guante largo, color dorado, en el brazo derecho, así que algo faltaba. Por esos días el Villano II visitó el gimnasio y se ofreció a diseñarme el equipo, y él fue el autor de esta máscara y este atuendo que conoces. Qué ironías de la vida: un Villano nos diseña el equipo y es frente a los Villanos que perdemos las incógnitas”. El señor Alvarado Nieves sonríe, toma el cuello de su camisa entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha y trata de ahuyentar al calor, sin aparente éxito. “Pero antes la máscara era cerrada, no tenía la boca descubierta”, saca su teléfono celular y me muestra el diseño del que me habla, “hasta que un día, en una función, Mil Máscaras se me acercó a decirme que no le gustaba el hecho de que mi máscara se pareciera a la suya, aunque fuera en lo más mínimo, y el señor Francisco Flores, de Promociones Flores, la gente detrás de muchas funciones de lucha libre en el Toreo de Cuatro Caminos, me dijo ´mira, Jesús, por qué no le quitas la boca y ya, se acabó el parecido. Y de una vez qué piensas de esto, el nombre es muy largo, ¿y si le quitamos lo de El hombre del y se queda así como Brazo de oro?´. Y de ahí ya cambió sólo a Brazo de oro.”
Los nombres de grandes figuras de la lucha libre, nacional e internacional, fluyen inacabables y con naturalidad de boca del señor Alvarado; casi increíble. Le pregunto más sobre ese encuentro con Mil Máscaras, sobre la impresión que dejó en él. “Mira”, me dice, y luego se acomoda en la silla y deja escapar una sonrisa “una vez en el Toreo de Cuatro Caminos, en una lucha, mis hermanos y yo le pusimos una tremenda arrastrada, ya sabes cómo éramos: palos, botellas, en fin, nuestro estilo duro; eso que ahora llaman lucha extrema, nosotros ya desde entonces lo hacíamos. En fin. Y luego de que terminamos de luchar, ya en los vestidores, se nos acercó y nos dijo, con su vozarrón, que ojalá fuéramos un cuarto de lo luchadores que nuestro padre fue. Yo en ese momento no lo entendí, pero años después sus palabras adquirieron sentido. En un viaje rumbo a Estados Unidos, mucho tiempo después de aquella lucha violenta, nos encontramos, así que me le acerqué y le dije ´señor, ahora entiendo lo que quiso decir, y créame que le voy a demostrar que sabemos luchar a ras de lona´. Y sí, en esa lucha usé toda mi técnica, sólo llave y contrallave. Al final, otra vez en vestidores, se acercó y me dijo ´ahora sí: se nota que eres hijo de Shadito´. Y me sentí muy a gusto”.
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Aprovecho la pausa en sus palabras para hablar de ese tema que también tenía en mente: la herencia. Para algunos, el ser hijo de un gran luchador es favorable; para otros, representa un peso. Le pregunto si él se sitúa en alguno de esos polos. “No, no es mi caso”, su gesto adquiere dureza, se torna reflexivo, “y siempre he sido muy honesto cuando me realizan esta pregunta: Shadito Cruz no fue un gran luchador, y con esto no pongo en duda sus habilidades, no es de lo que hablo porque eso sería mentir, y no lo digo yo, lo decían sus mismo compañeros. Para que te des una idea, El Santo me dijo en una ocasión, cuando supo quién era mi padre ´a Shadito Cruz no queda sino mirarlo luchar, eso es todo lo que uno puede hacer al ver a ese hombre´. Bueno, lo que trataba de decir era que Shadito era muy bajito, muy menudo, en una época de luchadores enormes, de auténticos monstruos, y por ello su despunte no fue como se pudiera haber deseado. Por eso mi nombre lo construí yo, desde abajo, como te dije, y el nombre de mi padre, más que peso, fue un aliciente.”
El mediodía, que amenazaba con llegar, lo hizo, luego se fue y vino la una de la tarde, pero la conversación sigue. El señor Alvarado dota de gracia cada una de sus anécdotas, que casi siempre llevan el toque de jocosidad y explosividad que comienzo a percibir en sus vivencias; imita voces, gestos, actitudes. “En una ocasión”, comenta, y una sonrisa acompaña su rostro, “un gringo nos decía cosas cada que nos veía a mí y a mis hermanos, pero las decía en inglés. Sin embargo, por el tono y su cara yo sabía que eran malas palabras, que nos estaba ofendiendo. Me puse a estudiar con un diccionario y vi que sí eran malas palabras. Entonces al otro día, en el lobby del hotel, volvió a murmurar, y le dije ´ahora sí te entendí y no te la vas a acabar´, y mis hermanos y yo agarramos unas botellas de vidrio y nos abalanzamos sobre él. Pero ahí estaban Stan Hansen, André el gigante, Abdullah the butcher y nos pidieron que nos calmáramos. Imagínate a esos luchadores, rudísimos todos, pidiendo calma. Ya nos conocían cómo éramos”. Don Jesús ríe con energía, su rostro se ilumina y el recuerdo se le instala con comodidad en el cuerpo. Me habla de sus viajes a Japón acompañado del Perro Aguayo y cómo la gente en las calles se detenía para verlo. Recuerda con cariño también a muchos compañeros, y cuando le hablo de su lucha de apuestas contra El hijo del Santo, se limita a contestar “qué golpiza le acomodé ¿verdad?”
Estamos a punto de despedirnos, es un hombre muy ocupado y el tiempo no es algo contra lo que se pueda luchar y salir con la mano en alto. Le pregunto qué sigue para Jesús Alvarado Nieves en la vida, ya que no se me ocurren muchas cosas pendientes en la agenda de un hombre con su vida y trayectoria. “¿Faltarme? Pues lo que venga, las cosas como se vayan dando las aceptaré y aprovecharé, así siempre ha sido”. Le pregunto si se considera un hombre afortunado, o si es otro el adjetivo con el que le gustaría se acompañara su figura. “Mira”, me dice y suspira profundamente, como si la respuesta que viene no se pudiera decir con poco aire, “las cosas se me han acomodado de una manera que no puedo sino calificar de afortunada. Sí, quizás sí soy un hombre afortunado, he viajado a muchos lugares, gané muchas luchas de apuestas, la lucha libre me ha dado muchas cosas y creo que otras tantas le he regresado. Ahora en esta faceta como líder sindical me está yendo muy bien, he logrado cosas que me enorgullecen. Soy un hombre que promueve el deporte, que se preocupa porque las nuevas generaciones tengan acceso a ese tipo de actividades. Como te comenté, el día del luchador es ya casi una realidad, y puedo decir, orgullosamente, que en mucho se debe a la labor constante y al contacto permanente que he tenido con diversas figuras del ámbito político quienes, además de personajes clave en este logro, son grandes aficionados de este deporte que amo y al que he ayudado a crecer”.
Le comento que, entonces, toda la comunidad de la lucha libre le debe estar profundamente agradecida. “Lamentablemente no es así”, responde, y cierto halo de gravedad circunda sus facciones, “hay algunos luchadores que me pedían que se instaurara el día nacional para celebrar a su padres, grandes figuras leyendas del deporte, sin duda, pero que no son más grandes que la lucha libre misma, jamás. Porque este día del luchador, cuando se oficialice, será para todos los luchadores, los vivos y los muertos, los que apenas comienzan y los que ya han aportado su vida, cuerpo y tiempo para hacer crecer este deporte. Será un día para celebrar y honrar a cada luchador en la república, desde aquel que apenas tuvo para comprarse su equipo y lucha en una arena pequeña, hasta al estelar de la Arena México. Será un día que nos merecemos, por el que mucho hemos luchado”.
Guardamos silencio por un momento, las palabras que dijo, o cómo las dijo, parecen ser demasiado para tragarlas de un solo golpe. Luego, por fin, le pregunto qué le falta al hombre que parece haberlo experimentado casi todo en la lucha libre, hommo universalis del pancracio. “Las cosas se me han dado, y las acepto. Por ejemplo, lo del sindicato llegó así, con facilidad. La oportunidad de luchar también llegó así: parece que las cosas se me acomodan, te digo”. Pongo sobre la mesa la carta de la política, ahora que su contacto con este mundo parece rendir frutos cada vez más corpulentos. “Sí, claro, por qué no”, vuelve a adquirir el tono jovial de hace unos momentos, “si la gente me apoya, si la gente lo quiere, claro, lo haré. Muchas de las cosas que he logrado son por el apoyo de la gente, porque gracias a ellos uno está donde está y logra lo que logra. Me falta mucho por aprender, hasta de la lucha. Cuando me preguntan si soy luchador les digo que no, que estoy aprendiendo apenas, y es verdad.”
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Cierro mi libreta y Brazo de oro parece cerrar esa zona del habla donde reposan los recuerdos y la nostalgia. Nos dirigimos hacia la entrada del deportivo. Hasta que no luchas por algo no te conviertes en quien eres, aparece de nuevo, y se me antoja una buena forma de despedirse de un lugar. Le pregunto si no se decidirá, algún día, a ser profesor de lucha libre. “No, no creo”, contesta de inmediato, “no estoy hecho para eso. Me conozco, me desesperaría fácilmente y no quiero arruinar mi fama o una amistad por un momento de desesperación, porque soy muy desesperado a la hora de hacer las cosas. A mi hijo, La Máscara, lo entrenó su abuelo: él es de los últimos alumnos de Shadito Cruz; yo no intervine para nada. A veces le enseño una llave o le doy algún consejo, pero nada más. También a mi nieto, quien va muy bien en la lucha olímpica (el sello de la familia) le enseñaré algunas llaves en alguna ocasión, pero nada más. Eso no es lo mío.”
Llegamos a la reja: Calzada de Guadalupe, lugar donde se juntan las esquinas de los mundos y los tiempos que conforman el presente, aparece de nuevo. En esta misma colonia, hace años, más de 50, vivía la familia Alvarado Nieves. Me despido de don Jesús, quien se queda de pie sobre en el límite del deportivo, sobre el límite del tiempo, como si esperara algo, algo que todavía no sabe qué es, pero que comienza a vislumbrar donde se desbarranca el presente, justo como los autos se desbarrancan en el horizonte de esta ciudad.