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El Nrmal ha muerto… Crónica de un Festival

- Por: helagone

Por Benjamín E. Morales
@tuministro
Fotos de Juan Leduc
@nosoyjorge
La mañana del sábado 12 de marzo desperté con una idea fija: toda la gente que vería en los siguientes días moriría en algún momento. No me produjo una sensación perturbadora, simplemente no dejaba de pensar en eso, y en que en unas horas tomaría camino para asistir al Festival Nrmal.
Rumbo al evento, junto a mis amigos, no podía olvidar que ellos también habrían de desaparecer. Que todo eso que señalo como lo que conozco no sería más en algún tiempo, y que el mundo se detendría de una u otra manera, para seguir girando. ¿Por qué pensaba esto? No tengo ninguna pista. Pero sé que mientras balbuceaba los nombres de algunas de las bandas que no me quería perder, al instante añadía el colofón: y se van a morir.
El Nrmal ya es una cita ineludible año con año, y seguir celebrando su atención con el público, la minuciosidad de su selección de actos y su impecable desarrollo, ya parecen palabras vacías. Sin embargo lo es, todo eso, y mucho más. Pocas veces me he sentido tan cómodo en una fiesta tan grande, y eso ya es mucho decir, y ahí estábamos, recibiendo nuestras acreditaciones y tomando rumbo hacia el primero de los escenarios.
Al llegar, Sick Morrison estaba tratando de ganar al público contando algo así como un chiste sobre mujeres, tacos y vatos, pasó tan de improviso que no lo recuerdo bien. Escuché que alguien dijo “tiene el carisma de un bebé muerto”. Estuve de acuerdo muy a pesar de que disfruto mucho del trabajo del rapero. Su presentación siguió su curso pero parecía que no había mucho que despertar en la audiencia que a penas se iba sacudiendo el tráfico del lomo. El carisma de un bebé muerto, me dije, qué extraña frase. Pero tal vez lo más extraño es que alguien asociara carisma con bebé muerto, pero Sick Morrison, como había predicho desde temprano, habría de morir en algún momento, como ese bebé al que lo compararon.

Muy rápido se nota lo contento que uno estará en el Nrmal. Entre los escenarios principales hay un paso de distancia, y para ir al tercero tan sólo debes caminar unos dos minutos. Claro que lo primero que piensas es que el sonido será una desgracia y todo lo escucharás mezclado, como en un pastel interminable que sabe a chocolate, limón y vainilla, todo al mismo tiempo. Pero no es el caso. ¿Cómo lo logran? No tengo idea, pero sus ingenieros deben ser unos maestros del universo pues siempre que me aproximé a las consolas estaban viendo el fútbol o el programa de variedades de Televisa de ese momento.
Podía perderme de muchas bandas, pienso ahora, pero una de las que supe que no debía obviar bajo ninguna circunstancia era (SIC). ¿Qué mierdas hacía (SIC) en el cartel del Nrmal? Digo, por mí encantado, pero no dejaba de sorprenderme que un proyecto endémico de galerías, pequeñísimos foros y eventos de poca concurrencia estuviera convocado a uno de los escenarios principales. En realidad, si lo pienso bien, pues ese gesto fue uno de los motores para que me decidiera a salir de mi casa, aparte de procurarme un poco de salud mental, de la que no presumo del todo porque no salgo de mi casa.
El dúo hizo todo lo necesario para nunca triunfar en la radio, y ganaron mi corazón. A pesar de que odio tener miedo, no entiendo nada en el mundo sin el temor: temor a ser, a verse, a ver a otros. (SIC) fue terrorífico, y de una manera u otra, su set en algún momento me pareció amoroso y tierno. Y casi al terminar, supe por qué. Recientemente un sobrino de 17 años de uno de los miembros había muerto, y toda su participación estaba dedicada a los muertos de todos, y no pude dejar de suspirar y pensar que también estaba dedicada a todos nosotros los muertos, lo que me hizo gritar de emoción. Fue verdaderamente bello.
De vuelta al escenario Amarillo, de amarillo vestía Coiffeur. Siempre que lo había escuchado o visto en algún video me preguntaba dos cosas: si era tan alto como parecía y cómo sería en una presentación en vivo. Pronto resolví las interrogantes: es bastante más bajo de lo que imaginaba y su momento en el escenario me dio la impresión de que nació en uno. Un dueto otra vez, escuché a alguien decir “otro dueto, venimos de (SIC) que también son dos, pero este es un dueto para ñoños”. No estuve de acuerdo, el artista argentino me parece todo menos simplón, incluso, comparándolo con otros artistas latinos que después escucharía.
Sin embargo, no pude terminar de ver su espectáculo, también quería cachar el final de una banda que no conocía: Aloa Input. La suerte estaba de mi lado y Nrmal no plantea que uno se pierda la mitad del festival por mala planeación de horarios. Los alemanes estaban cercanos a terminar cuando llegamos a verlos y de inmediato supe que iba a ser uno de mis descubrimientos de la tarde. Rápidos y melódicos, contundente, divertidos y de fino acabado, todo lo que uno espera de una banda pop germana. Justo antes de concluir uno de la banda contó un chiste alemán que me sonó más a filosofía, tal vez así son las cosas por allá. Dijo: todo tiene su final, salvo las salchichas, pues tienen dos finales. Evidentemente el público, en vez de explotar en risas mantuvo un respetuoso silencio ante el rayo de sabiduría involuntaria al que se habían expuesto. Y Aloa Input se acabó, y no lo dudemos, morirán en algún momento.

Me adelanto de una buena vez y me doy un momento para celebrar la incomprensión, el aburrimiento y el desprecio. Pueden participar mil elementos en esta variable, pero jueguen conmigo a que soy objetivo, por lo menos un segundo. No entendí a tres bandas de este primer día. Por un lado Los Wálters con su sonido novedoso de hace 10 años y sus ganitas coquetas de hacer fiesta, sonriendo y pidiendo palmas mientras sus canciones se desenvolviían una detrás de la otra sin ningún reto ni interés. Mientras que a Deerhunter nunca le he agarrado la onda y no deja de parecerme soporífero y enervante, y si ya están jugando conmigo, pues les soy honesto y sepan que su líder y vocalista me produce una horrible sensación de asco que sé debo reprimir pues es un hombre enfermo y entonces salto del más placentero juicio a ponerme la ominosa capa de la culpa: no los soporto, a pesar de que le entraron al ruido sabroso al final de su participación, Deerhunter no me pasa y estoy de acuerdo con ustedes, es por la simple razón de que no soy gente chida. Y para conluir pues no sé si por cansancio o la acumulación de decibeles, Health me tomó por los huevos de manera poco cariñosa para torturarme durante el tiempo que soporté su presencia. Sé que su disco está celebradísimo y demás, pero el tufo a deshonestidad y a emo madurito me entumió la sensibilidad, además de que el imbécil de su bajista no dejaba de mover la cabeza frenéticamente demostrando la inmensa salud de su oído interno y y la escasa del mío, pues tras presenciar su reguilete de cabello me encontré al borde del vómito. Y listo, ahí concluye el berrinche de lo que odié este primer día, y pasemos a lo que me interesa de verdad.
Mi momento mágico de la tarde vino con Low. Conozco a la banda pero no bien. De hecho, es común escuchar al respetable decir que uno no va al Nrmal a ver a sus consentidos, sino a encontrar nuevos, y es completamente cierto. El trío de Minnesota me clavó un garfio en el pecho desde la primera canción e hicieron conmigo lo que quisieron. Mientras los escuchaba casi hipnotizado sabía que ellos, como yo, se habían despertado pensando en la muerte, y no estaba mal, simplemente era otra forma de felicidad. En algún punto no sé qué pasó, pero comencé a ver todo en cámara lenta; a mi izquierda un perro saltaba por una pelota y pude observar con detenimiento cómo sus músculos se tensaban y su quijada se extendía en el aire, y en ese impasse vi al cielo y encontré un avión que parecía estar suspendido y atrapado por la monotonía de la banda. Evidentemente me asusté y me pegué un buen golpe en la frente y todo recobró su ritmo habitual. No supe cuándo terminaron, pero ya era de noche a pesar de que en mi corazón acababa de amanecer, y me retiré con la claridad de que me había pasado algo importante, y como en todo evento fundamental de la vida, no sabía explicarlo.
Pero si el tiempo se extravió con Low, Los Pirañas lo rociaron con gasolina para encenderlo. Y si les tengo que resumir la experiencia en una palabra, pues esa es “ácido”. No la sustancia, sino el sabor, la disposición, las ganas de apretar glándulas delicadas con poco tiento. Mientras bajo y batería presumen uno de los matrimonios más sólidos que he conocido, la guitarra se despliega en egoísmo y expresividad, y, a pesar de lo que podría pensarse, la combinación mantiene la espuma de principio a fin. Evidentemente todos bailaron mientras yo insultaba en silencio a la persona que me hizo ver un par de capítulos de El Señor del Mal porque ya no me podía quitar de la cabeza que el bajista era igualito a Pablo Escobar. Pero el combo fue suficientemente potente para evitarme prejuicios patrioteros e intoxicarme con su frenesí.

Y del baile, a lo más alto y memorable de la noche: San Pedro El Cortez. A pesar de que llegaron con un enorme trabajo por detrás, la banda de Tijuana presume de cierto anonimato en la Ciudad de México. Después de su presentación me quedó clarísimo que ese no sería el caso ya nunca más. Entre humor, tragos, solos dementes y arengas dignas del mismísimo Alex Lora, los de la frontera me impusieron la insignia de su desfachatez y ganas de entender, una vez más, lo que es en realidad el Rock and Roll. Nadie de los que tuvieron la oportunidad de estar ahí olvidará nunca el momento. Por mi parte estaba seguro que alguien acabaría en el hospital, y que si alguno de la banda no fallecía por la explosión de energía y actitud que estaban rezumando sería un verdadero milagro. Una inmensa copa pasó de mano en mano como en una celebración antigua e incomprensible, ajos volaron por los aires, en un momento el cantante desapareció por completo para aparecer entre el público y después se desnudó. ¿Por qué no? Era su fiesta y lloraba si quería, o mejor aún, se encueraba si era necesario. Fue tan brutal que a su terminación se impuso un ambiente de tristeza, de esos que aparecen cuando despiertas entre mucha gente con la que sabes que no te tenías que haber metido a pesar de que horas antes no había más que espacio para la alegría. Y para mí fue, en muchos sentidos, el final de la noche.
Posteriormente vimos a Föllakzoid, que, después de un entusiasta inicio, terminó por parecerme una banda completamente sobrevalorada, que no me dijo nada salvo que se sienten muy interesantes, muy lejanos, muy cabrones. Pero yo ya había visto Rock de verdad y lo cierto es que fue como pasar del taco al canapé sin un vaso de agua. Y lo mismo me pasó con A Place to Bury Strangers, agrupación que había evitado concienzudamente y a la que sólo le salvo los últimos 10 minutos de tocada, pues el resto fue impresionantemente tedioso; como si tocar duro, rápido y fuerte impresionara a alguien a estas alturas del partido, o bueno, a mí no me impresionó en lo más mínimo.
Al terminar este primer día regresé a casa y pensé en Thomas Jefferson y en la posibilidad de ser dueño de esclavos a la par de ser considerado un baluarte de la libertad, y también pensé en la muerte y en que me olían de manera extraña los pies, y me desmayé casi de inmediato.
Amaneció el domingo y desperté preocupado por un sueño. Alguien me amamantaba a la fuerza. No recuerdo quién ni porqué, sólo la sensación de un pezón grueso y cuarteado dentro de la boca se mantenía cuando abrí los ojos. Lo bueno es que ya no pensaba en la muerte tan a grandes rasgos, sino que me di cuenta que tenerla presente era otra forma de entender la vida, tal vez una forma más intensa, y claro, más macabra. Pero por lo menos uno piensa en la vida con insistencia si es que está pensando en la muerte. Y eso ya es ganarle un poco al espejo. Todo esto masticaba cuando en un abrir y cerrar de ojos de nueva cuenta estaba en la entrada del Nrmal para un segundo día de danzas chuecas.

Confieso que pasada la angustia del proceso de acreditación para prensa con sus necesarios límites de tiempo, el domingo me di la oportunidad de llegar un poco más tarde, pero no tan tarde como para perderme a Gnučči, y bastante rápido me di cuenta que se estaba volviendo bastante famosa gracias a su talento y absoluto poder sobre el escenario. Cambiaba de una rola a otra, jugaba con el público, saltaba de la mesa del dj y jugaba con él, que estaba entachadísimo y pasando el mejor momento de su vida. Creo que fue el acto más energético que vi el domingo y tristemente sólo lo vi por poco tiempo.
Casi al instante en que el escenario estaba siendo desocupado de la trepidante rapera, figuras de negro, con capas y sombrero, tomaron el escenario. Gracias al impecable horario del festival uno no debe esperar casi nada para que inicie de nuevo la música, y con Baltazar no fue la excepción. La banda de Guadalajara me llamó la atención desde la primera escuchada. Es impresionante que con tan poco grabado ya estén en festivales, pero al escucharlo tampoco sorprende. Al principio pensé que su set sería un espiral descendente hacia la desesperación, pero estaba equivocado. Bajo el filtro de la presentación en vivo, Baltazar resulta hasta una banda divertida y su hambre por hacer armonías vocales es de celebrarse. Los gruesos golpes de su música no dejaban ningún hueco para la duda y poco a poco todo el público se balanceaba en la marea sugerida. Y claro, no dejaba de ser chistoso verlos de capa negra, pero tenía todo el sentido que en este funeral constante, la atención se centrara absolutamente en la música y no en las marcas que los músicos pudieran presumir.
Entonces cometí un error. Decidí escaparme antes de que Baltazar concluyera para escuchar a Mark Fell, a quien me habían recomendado mucho. Tan sólo unos pasos después, el gusto a belleza en el paladar se trocó por un sabor completamente desagradable. El susodicho estaba en el escenario, pero la enorme sorpresa prometida no estaba en ningún lado. El asunto sonaba más o menos a una computadora con Windows 95 completamente crasheada. Me van a decir que no me tomé mi tiempo, y que el asunto de Fell va en esa línea, pero de inmediato reconocí que no era una línea que estuviera dispuesto a cruzar, e intempestivamente escapé de vuelta con Baltazar a quien escuché unos últimos minutos, lo cual me dio bastante coraje. ¿Cuánta música chingona nos hemos perdido por prestar atención a los brillos falsos de algunos artistas? ¿Cuánta música chingona hemos encontrado por buscar esos mismos brillos? No hay respuesta justa.
Faltaba más o menos media hora par el inicio de otro de los artistas que me llamaban fuertemente la atención, y nos dispusimos a pasar el rato en el césped mientras tocaba Blanck Mass, un DJ más de esos que yo, por lo menos, ni recuerdo 5 minutos después de escucharlos. Pero era buena música de fondo para ver al Nrmal a ras de suelo. No me había permitido el momento de parar, y ahora que lo hacía, me sentí mucho más en un día de campo que en otra cosa. Familias hablaban y reían sobre mantas dispuestas en el piso, la gente comía, muchos perros corrían de un lado a otro y carreolas con bebés o pequeños niños le daban a la escena un aire casi bucólico y de postal. Si unos segundos después las cosas desaparecieran, no hubiera sobrado en el universo este momento tan extraño, y pensando en la muerte de todo eso, y el fin de lo que comienza (salvo en las salchichas) concluí que lo más importante en el Nrmal que estaba experimentando era que me sentía valioso y respetado, que todo me daba la impresión de estar dispuesto para mi comodidad, y la de todos, y es terrible que eso nos parezca un beneficio en vez de un derecho que aseguramos, en primer lugar al comprar un boleto, y en segundo, y más importante, porque no debiera ser nunca de otra manera. El ambiente es tan peculiar que incluso los artistas invitados se integran ahí con sencillez. De camino al siguiente acto por lo menos vi a 8 de los músicos más importantes del evento, que imposible en otro lugar, pero en Nrmal es normal.

“Sé que en estos festivales nunca pensamos en la muerte, pero me gustaría que nos tomáramos unos momentos para hacerlo”. Eso dijo Jenny Hval. Lo juro, hay testigos. Y como se pueden imaginar no despegué los ojos del escenario a partir de ese momento. Alguien dijo “es guapa, ¿no?” Y alguien respondió “pues si te gustan los cadáveres.” Y era cierto, Hval estaba completamente muerta en ese momento en el escenario. Sus movimientos, su voz, sus pelucas, pelotas, trajes de plástico y manos ensangrentadas parecían estar en lucha con la vida. Con objetividad, la noruega está a un paso de convertirse en sketch de los Simpsons, de esos muy puntuales que describen un estereotipo magistralmente con tan sólo un par de imágenes. Pero creo que salva la caída hacia la mediocridad por un aire de honestidad extraño que destila. En otro punto demandó a la audiencia que llorara, y expresó lo preocupada que estaba por una bola disco suspendida pues si se desplomaba podía matar a alguien, y ella no quería eso; como cereza en el pastel anunció que ya nos pondría a bailar tras lo cual acercó su celular al micrófono para darle play a una canción de Lana Del Rey. ¿Y la música? Impecable, rara, oscura y fría, el desgarro de la cantante puede llegar a perderse entre todo su performance, para aparecer y deslumbrar. No sé si a todo el mundo le gustó, pero yo la amé, y también una niñita que bailaba al lado del escenario y que estaba entendiendo todo lo que pasaba y, preocupantemente, tal vez era la única que escuchaba en realidad.
Se acercaba la noche, y con ella los tres actos finales del evento. Ya me frotaba las manos y formulaba mi estrategia. Habría de llegar relativamente pronto para tomar un buen asiento en las gradas adyacentes a los escenarios donde podría pasar las siguientes horas con algunas de las bandas que he querido ver toda la vida. Pero para que eso sucediera, aún tenía una cita con Pierre Bastien, que con sus máquinas y trompeta convocó a los más raros de todo el público y saludó al futuro desde el pasado, sin miramientos ni complacencias. Y me gustaría escribir mucho más sobre él, pero me lo reservo porque fue muy mío.
Y listo, ejecuté mi plan a la perfección con tan sólo un error de cálculo: Mitú. Este dueto en metanfetamina que me tuve que soplar para mantener el curso de mi estrategia encarna todo lo que puedo llegar a odiar de los músicos. Un engaño total. A pesar de que la gente bailaba y demás, lo cierto es que el combo colombiano no es diferente a Safri Duo. Un par de bases, ganas de sudar, y la posibilidad estúpida de tocar exactamente lo mismo pero más rápido cada vez, como el famoso guitarrista de bodas y quince años que busca la mirada aduladora de tías y abuelas que aplauden cuando el mismo bolero se toca al doble de velocidad. Terrible, espantoso, grotesco, un engaño. Acabé furioso, y si lo que seguía no hubiera sido Battles en ese mismo momento me hubiera levantado para despedirme del mundo.
Si una máquina pudiera recibir el soplo de la vida, y la vida misma le enseñara que el Punk es lo más chingón que le ha pasado a la humanidad, entonces esa máquina cantaría como Battles. ¿Cerré la boca durante la tocada? No. ¿Alguien lo hizo? Ni idea, es lo de menos. Lo que proyectaba como una banda lejana a lo simplonamente emotivo, que apostaba por la precisión y contención, me demostró ser todo lo contrario. En su misma perfección, el trío lanzaba lenguas de intuición verdaderamente humana. Su rebeldía se concentraba en ser meticulosos, su Rock era tocar mucho y bien. Todo el tiempo pensaba en la películas en blanco y negro de máquinas de vapor en movimiento, pero en diferentes progresiones, sin perseguir la rotación esperada, pero implacable e impecable. De verdad que conocer a una banda así, y escucharla en vivo, es de los verdaderos placeres que uno tiene que cumplir antes de desaparecer, o dejarlos desaparecer. Tras ver a Battles celebré mucho el hecho de que en algún momento moriría, porque al hacerlo estaría completamente seguro que había vivido ese instante junto al escenario, escuchando a una de las más grandes bandas que habían tocado frente a mis ojos. Y eso fue lo más importante que me pasó el fin de semana.

Tras este momento, Slowdive no pudo importarme menos, y los Acid Mothers Temple me sorprendieron y entusiasmaron, más por verlos ahí, vivos y existentes, que por lo que estaba escuchando. Así pasa con los ídolos, nunca están a la altura de su nombre. Y mientras esos alienígenas japonenses seguían moviendo la melena apelando a una época más que a un sonido, yo me iba sin molestias ni frustraciones.
Había visto lo que había querido. Me moví cuando lo sentí. Aplaudí cuando no podía contenerme. Nrmal se moría también. Estaba muerto ya. Se imprimía en las fotos, en los recuerdos y las pláticas de los amigos que también caminaban a sus propias muertes, y sus propios olvidos. Tras dos días de la mejor, y a veces la peor, música, lo que venía estaba ahí, burlándose de todos, con las sorpresas que pavimentan los caminos que cada uno decidiera tomar. Pero con su desaparición el Nrmal ahora está más vivo que nunca, más presente, y más claro. Y ese es su verdadero triunfo.
Al llegar a casa seguía pensando en la muerte, y me metí a la cama mientras que pensaba que la inmortalidad sólo se conjugaba. Y antes de cerrar los ojos repetí lo que se ha dicho una y otra vez a lo largo de los tiempos, ya sabiendo que era uno de los conjuros más poderosos que jamás se hayan pronunciando, pero lo cambié un poco, porque para eso son las palabras, para seguir persiguiendo la vida: el Nrmal ha muerto… que viva el Nrmal.

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Festival Nrmal. Galería fotográfica de todas las bandas (Sábado)
Festival Nrmal. Galería fotográfica de todas las bandas (Domingo)