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Festival Gozadera. Por una tropicalidad sin filtro

- Por: helagone

por Omar E. Ugartechea
@dosdesurtida
Fotos de Adalberto Chávez
@maestropikal
El sábado pasado la tripulación del Tropicaos se fue de excursión. Nuestro destino: el ya curtido y acostumbrado al retumbe y taconazo fino, Centro de Convenciones Tlatelolco. El motivo: La tercera edición del Festival Gozadera.
Llegamos casi puntuales a la apertura. Ir por primera vez a uno —si no es que el único— de los festivales dedicados a la difusión de música “tropical” en la ciudad me traía delirando. Aunque el cartel no me había convencido completamente, me sorprendí recordando vagamente esa sensación infantil de esperar la llegada de los mal llamados reyes magos.
Lograr ingresar como prensa fue de lo más molesto. Complicaciones técnicas derivadas de una endeble organización y un desconocimiento a sus medios aliados, retrasaron nuestra entrada y nos fueron negados los prometidos pases de prensa. Sin embargo, impulsados por la necesidad de dislocar nuestras caderas, accedimos al ya entrado en años Centro de Convenciones Tlatelolco y nos bastaron un par de zancadas para dar cuenta de que la música y el baile no serían los únicos que desafiarían nuestra resistencia al movimiento. Un ring profesional y cuatro luchadores invitaban a todos los espectadores a un ejercicio ético, en donde era necesario tomar partido entre la chuequez y la rudeza o la pulcritud de la técnica. He de confesar que en el ejercicio hubo momentos en los sapear a los técnicos por su ingenuidad y abrazar a los rudos por ser aborrecidos, fue una posibilidad que pasó más de una vez por mi mente.
Cerca de ahí, dos bestias mecánicas retaban nuestra capacidad de mantenernos erguidos, de adaptarnos a los cambios bruscos, pero sobre todo, de desechar el miedo a una caída estrepitosa. Después de observar varios intentos y de treparme al robot vacuno, puedo decir que no menos de varios nos vimos volando y aterrizando malsanamente al incurrir en el terrible error de decidir frenar el movimiento, de parar de fluir, de aferrarnos a la quietud con todas nuestras fuerzas.

No faltaba mucho tiempo para que la música arrancara, cuando el sol primaveral de la Cuenca del Valle de México hizo su entrada triunfal por las ventanas. Con su luz llegó el calor y con el calor la sed. Nos acercamos tímidamente a la barra con la intención de encontrar algo que pudiera calmar ambas cosas al mismo tiempo. Y como regalo tumbado en la cocina, fue bello ver que la barra contaba con un espectro relativamente amplio y barato de bebidas y destilados de variable potencia, pero especialmente de fría, deliciosa y siempre fiel cerveza. Comenzaban los primeros llamados del tambor. Estábamos listos.
La primera banda en retumbar fue Chilangas y Cachacas. Vestidas de tradición y adornadas con naturaleza, seis mujeres migrantes de distintas partes de México y Colombia hacían un frente común ante las estructuras machistas que la música tradicional de sus respectivos países les imponía. Con la suavidad y la furia del mar en sus caderas; el sabor y la potencia del tambor en las manos; la caricia y frescura del viento en su aliento, fueron desmontando los bloques de un muro musical que erigía limitaciones a la figura femenina en la cumbia, la tambora y en el son jarocho. Transgresoras, golpeaban el tambor, rasgaron el requinto y rotaron sus puestos. Así, el festival Gozadera arrancaba desde la tradición, desde la profundidad de las raíces.
El siguiente grupo en tocar fue Rumbo Sur. Su sonido popero mezclado con un tambor débil y tímido nos aullentó del escenario Gozadera. Sin pensarlo mucho, emigramos al escenario Sonidero, donde Las Luz y Fuerza tocaban una cumbia que para sorpresa de no pocos, exponía un riguroso trabajo de clasificación taxonómica de los tipos de hombres y de las relaciones que llegamos a entablar con las mujeres. El aire cumbiero-cabaretero-norteño, sumado a la energía casi nuclear de su vocalista y sus sombreros con LED y espejos de bola disco, hacían que tanto bailar como solo echar ojo fueran experiencias sumamente sensuales y divertidas. “¡Nos quitaron Luz y Fuerza del Centro, pero no nos van a quitar la luz y la fuerza de nuestro centro!” gritaba Laura, poco antes de soltar, quizá, la única cumbia trip-hop que existe. Al terminar su presentación, daba cuenta de que su nombre era exacto: eran Las Luz y Fuerza.

Atraídos por un estruendo, regresamos al escenario Gozadera, para encontramos con La China Sonidera rugiendo y haciendo gala de un elaborado vestuario oriental que combinaba elegante con un sonido bastante duro, que sin más, ordenaba con voz militar y sensual, el baile de todos sus asistentes. Pero aunado a su música el discurso de la agrupación me pareció uno de los más interesantes de todo el festival. No puedo más que citarlos: “Actualmente la cultura china se ha reducido a estereotipos muy limitados donde intervienen intereses tanto de tipo comercial, como de discriminación racial. Inspirados en la filosofía del Tao Te Ching, compartimos a través de la cumbia, la hermandad de las culturas que nos representan en la vida diaria, unidas por el color, el baile, la sensualidad y el goce, nos deshacemos de los prejuicios que tanto perjudican y contaminan la visión del ser humano”. No, no son chinos japoneses. A este magnífico ejercicio de deconstrucción lo siguió Radio Rebelde, que desde Colombia y sin decir mucho, puso a rebotar y a sacudir a toda la tripulación del Tropicaos con sus cocteles lisérgico-eléctricos.
En este ir, venir, dar y recibir, decidimos encallar un instante en las áreas designadas para los inhaladores humo de tabaco. El equilibrio climático, la sabrosura de la plática y el intercambio de impresiones y emociones hasta ahora generadas ayudaron a extender e intensificar la recuperación energética que ya comenzaba a ser necesaria. Coincidimos en que la gente irradiaba una tibia vibra amigable, que los sentimientos de pena o vergüenza no llegaban a florecer y que había que correr a eso que sonaba a lo lejos. Renovados y descansados, tomamos rumbo a la tremenda fiesta que habían armado Los Astros de Mendoza, que más que por un original sonido, eran los remixes cumbieros de ciertos clásicos que hacían imposible dejar de corear y agitar el bote salvajemente.
Al irse escondiendo el sol por completo, notaba que la gente reservaba lo que quedaba de sus meniscos y especulaba con su energía porque sin duda, Sonido Gallo Negro es una banda con sello de garantía. Con un galón de electrocumbia bajo la manga, fueron los causantes de un incendio forestal en el escenario Gozadera. El ritual inició con la inducción lenta a un trance en donde resultaba cada vez más difícil que las rodillas desobedecieran a los comandos sonoros de la agrupación. Ya todos alineados, vibrantes y habiendo recibido a sus respectivos santos y demonios, se dio rienda suelta a la fiesta, a la confusión y unión de los cuerpos. Sonido Gallo Negro fue una ceremonia completa.
Revolcados y acalorados seguimos caminando y buscando disipar una sensación extraña en el estómago que descubrimos, era hambre. En esta caminata, encontramos una variedad de comida y bebida que se nos presentaba sensualmente: antojitos mexicanos y extranjeros con su respectiva dosis de plástico se reunían en la zona de comida para hacer gala de su sabrosura y alto contenido calórico. Devoramos todos los derivados del maíz que pudimos y emprendimos de nuevo el vuelo.

Al recorrer los pasillos que conectaban los escenarios, me vi sumergido en un ejercicio casi antropológico. Salir de un ritual pagano para llegar sin escalas a la finura de un sonidero callejero fue una ruptura espacio-temporal de lo más interesante. Sonido la Changa sonaba a todo volumen, pretendiendo sin filtros, reventar los tímpanos y extremidades inferiores de todo el que escuchaba y bailaba. La cumbia atacaba directo a los tobillos y la música cubana a todo lo demás. La sabrosura de los giros y el goce que la gente expedía, producto de una de las mejores cumbias sonideras, por alguna razón me recordó aquel el bello, sinuoso y sensual movimiento del trompo al pastor. ¡Ay, sabor, sabor, sabor!
Con los oídos a media asta, corrimos a lo que sería la última presentación que disfrutaríamos. Instituto Mexicano del Sonido fue lo que podría llamar un tour por los distintos ritmos “güapachosos” ensalzados con su característica sátira política. La consigna era clara y redonda “Cumbia is the answer”. Pero entre baile y gritos mi pregunta fue directa: ¿cuál es la pregunta?
Al final, el Festival Gozadera me generó una serie de sentimientos encontrados que me ha sido difícil desenredar. Por un lado, se encuentra la felicidad de poder disfrutar el mismo día y en el mismo lugar del trabajo de artistas de diferentes nacionalidades y localidades que están inscritos o metidos a la fuerza dentro del género “Tropical”. Hasta cierto punto esto me parece positivo, ya que posibilita un intercambio y mezcla cultural más profundo que es ya por sí misma enriquecedora. En éste momento algunos nos podríamos aventurar a bendecir la globalización. Pero yo susurro: “’ámonos lento que la finta es buena y difícil no caer.”

Uno de los punto de quiebre de todo esto, pienso, se encuentra en el momento en el que tomamos una actitud pasiva frente al problema de la búsqueda. De nuestra búsqueda. De la exploración y cacería por encontrar y atesorar aquello que nos gusta, de seleccionar aquello que consideramos bello o digno de ser preservado a través del tiempo. Ahora observo que es muy fácil encontrar y contratar gente o máquinas que con la promesa de contar con pilas de información y un poco de estadística nos ofrecen elaborar rápidamente aquellas selecciones (de cualquier cosa) que antes nos tomaban horas de búsqueda, de encuentros fortuitos y sorprendentes con cosas que nos chocaban o no queríamos ver. De ahorrarnos esas largas caminatas exploratorias a través del mundo. Sí, entiendo lo de la economía del tiempo, pero me pongo a pensar y pregunto: ¿para qué estamos usando todo ese tiempo ahorrado?
Me gustaría señalar los esfuerzos de los organizadores del festival Gozadera por lograr, por tercera ocasión, generar las condiciones para la creación de espacios —volátiles, pero al final espacios— en donde la juventud, y la que en algún momento fue juventud, podamos presenciar y experimentar diversas expresiones artísticas relacionadas con los “ritmos tropicales” y los ambientes urbanos a precios muy razonables. Pero también quiero hacer un llamado de atención a todos los consumidores de este tipo de experiencias a que veamos y valoremos hasta que punto éstos eventos tipo festival “especializado” son ofertas que pretenden sustituir y comercializar ese ejercicio de búsqueda y selección indispensable para la constitución de nuestra identidad y la del otro. Alzar la voz y mover el cuerpo para eliminar esos filtros colonizadores que históricamente han desmultiplicado y negado la diversidad que constituye y caracteriza a la humanidad. No solo son palmeras y nalgas. No todo es salsa y cumbia. Es la música de los del sur, de los otros, de los exóticos en la homogeneidad.
No pugnamos por la pureza de la “música tropical”, al contrario, es un grito a no intentar purificarla, aislarla.