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La ciudad desde todos sus ángulos. Un recorrido en La Chula Foro Móvil

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesv
Luego de preguntar a un par de personas, de andar por las calles y mirar las casas —algo tienen estas construcciones en la Narvarte, parecen sacadas de otros tiempos— al fin doy con la calle La Quemada. En esta colonia vivió mi abuelo: no sé si una especie de memoria heredada, una añoranza innata, es lo que me hace disfrutar de esta zona de la ciudad. Doy con el número, o mejor dicho, encuentro lo que buscaba: La Chula, una combi amarilla modelo 75 que se reconstruyó desde abajo, porque estaba hecha una ruina, me comentará en unos minutos Genaro, estacionada en la entrada de un edificio de esta calle.
Me aproximo. Alrededor de la combi, en un desorden que parece un orden caprichoso, hay cajones con libros, maletas, una hielera antigua. Me presento, y Antonio y Selene, entre opiniones de dónde debe ir cada cosa, me saludan. Me asomo al interior del vehículo: una salita, con un pequeño buró, una lámpara y más maletas, se muestran. Las cosas, y su tono de antigüedad, su apariencia de reliquias, me recuerdan a los naufragios. La tarde es calma, silenciosa; el ruido de los aviones, de vez en vez, hace notar que estamos en medio de la ciudad, aunque aquí apenas parezca. Selene me dice que puedo dejar mi mochila en la casa, mientras terminan de acomodar. Subo al primer nivel y entro al departamento de Antonio: muebles de madera, antiguos, parecen ser la entrada a otro tiempo, a otra forma de ver las cosas. En el baño, sobre una pila de libros, Mujeres, de Charles Bukowsky, espera otra lectura; todas las cosas parecen esperar unas manos para terminar de ser, de estar. La cabeza de un toro reposa en una de las paredes: me pregunto si este toro, negro como una gota de noche, es pariente del otro toro que reposa en las paredes de La Bota, la hostería de Calera Grobet. Genaro me saluda, me ofrece algo de tomar y le digo que por el momento estoy bien. Bajamos.
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Antonio, a la par que se queja de un dolor en el brazo, busca dónde acomodar la siguiente pieza, que sostiene en el brazo bueno, de este rompecabezas atávico que es el foro móvil. Selene intenta arrancar la combi, que se niega un par de veces y luego, como si ya hubiera hecho esperar suficiente a sus dueños, arranca y sale de reversa; su tono amarillo arremeda al sol por un segundo. Al venir de frente, para estacionarse, sus faros adquieren la apariencia de unos ojos cansados, infinitamente cansados. Un auto moderno pasa por la calle y es una bofetada de modernidad, un pellizco para hacernos ver que esto es 2015. Antonio, Selene y Genaro siguen con el acomodo de cosas, con este naufragio inverso; La Chula es Penélope que teje y deshace, una y otra vez, el entramado de su orden.
Juan Pablo y Paloma, de Melí Meló cultura, llegan. Luego de saludarnos, e intercambiar un par de palabras, y después que han saludado a Antonio, Genaro y Selene, nos hacemos a un lado y presenciamos, en silencio, el acomodo de las cosas en la combi. Todo en La Chula, me parece, tiene que ver con el espacio, acaso el único bien que parece escasear. En el tablero del vehículo, junto a un anuncio luminoso de La Chula, hay una combi pequeñita, también amarilla; junto a ésta, una más pequeña, igual amarilla: como las ondas que se forman en el agua cuando una piedra la rompe. Vamos a estar los diez días, toda lo que dura la Feria del libro, comenta Genaro mientras acomoda una mesa en el toldo del vehículo; yo veo todo a través de la pantalla en la cámara de video con la que Paloma se roba por unos segundos a Genaro. Selene acomoda maletas, casi todas ellas de aspecto antiguo, en los asientos de La Chula y Antonio dice necesitar tabaco con urgencia. Mientras acomoda las cosas, Selene recuerda que una batería de auto derramó su contenido en el interior del vehículo. Mira, le dice a Genaro, que se ha acercado, y destapa una lata roja donde un puño de monedas lucen verdosas por el efecto del ácido; se parecen a las monedas que han permanecido enterradas mucho tiempo.
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Todo parece estar listo, sólo faltan algunos detalles. Subimos al departamento, todos, y Antonio y Selene buscan algo que parecen no encontrar. Miro las paredes, y los cuadros que de ellas cuelgan: dibujos de trazos sencillos y fuertes, libros intervenidos, fotografías, papeles varios; un rompecabezas terminado que embalsamaron con cristal para mantenerlo perfecto. Sobre una cómoda, un bote lleno de pinceles muy usados, y muy vivos —como esos viejos que parecen jamás cansarse, y recorren los parques una y otra vez— se refleja en el espejo que tiene al lado, y entonces hay no uno, sino dos ramos de pinceles en la casa. Antonio nos cuenta, se cuenta, y calcula mentalmente la cantidad de líquido que deberá verter en cada uno de los seis vasos que ha acomodado en la mesa. Brindamos con vino blanco mezclado con bebida energética, una muestra más de que en esta casa, en estas vidas, lo antiguo y lo moderno conviven de manera tan pacifica, tan natural, que se antoja imposible disociarlos. Estamos a punto de bajar y Antonio se rebusca en los bolsillos. Quiero mi pipa, dice, y parece desesperar. Aprovecho la pausa en la partida para mirar la casa un poco más: muebles antiguos, de madera cansada, conviven con una cocina integral moderna: el sincretismo de los tiempos, de las eras, no puede pasar desapercibido. Salimos, por fin. Antonio me recuerda al Robinson Crusoe que desespera por tener una pipa, y que nada, constantemente, al barco naufragado para recuperar cosas de su otra vida, de otros tiempos, para complementar una nueva.
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Nos acomodamos, Juan Pablo, Selene, Paloma y yo, en los asientos traseros de la combi; Genaro va junto a Antonio, que nos señala, con tono de piloto de avión, nuestro destino y el tiempo estimado de viaje. Las cosas entre las que viajamos van perfectamente acomodadas, armonizadas, en un orden no convencional; viajamos entre un desastre con cierto orden al cubo, al cuadrado, al infinito. Parece que estás jugando al Tetris, le comenté a Genaro mientras daba los últimos detalles, minutos antes de partir. Los edificios de la colonia, desde esta altura, desde este asiento, lucen distintos; al fin les conozco este otro ángulo: la ciudad, las cosas, son o no son, dependiendo del punto desde el que las mires, y las posees un poco más, creo, si eres dueño de todos sus ángulos. La voz de Gustavo Cerati nos habla de un temblor, y de caminar entre las piedras, como lo hacemos ahora nosotros, que avanzamos entre estas piedras amables, amaestradas, de los edificios. El soundtrack del viaje se compone de canciones viejas, casi todas de los ochentas que, sin embargo, suenan jóvenes, frescas. Las madres que ya no saben llorar, ven a sus hijos partir, dice Mikel Erentxun, respaldado por Duncan Dhu, como si supiera lo que iba a pasar en estas calles por las que ahora avanzamos, como si hubiera visto al grupo de padres, que a lo mejor ya no saben llorar, pensar en sus hijos y pedir, exigir, saber a dónde partieron. Quizás, pienso, el pasado es el futuro y aún no nos damos cuenta. Viajando así, sobre La Chula, una embarcación en medio de los autos, el tiempo pierde sus fronteras.
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Vislumbramos el Zócalo, que se antoja cercano, y a la vez terriblemente lejos, por el tránsito tan pesado que ahoga la ciudad a esta horas. Nos detenemos en un alto, y un niño, desde el carro al lado nuestro, nos apunta con un rifle de plástico. Si suena Botas negras en las bocinas de La Chula, pienso, volveré a creer en el destino, pero no: Guitarras blancas llena el espacio que han dejado nuestras voces, ahora guardadas. Siete con cinco minutos, dicen los relojes, y un tono naranja comienza a cubrir los edificios. Llegamos, por fin, a la plancha del Zócalo, y Antonio pregunta a un par de policías por dónde debe acceder. Los policías no logran ponerse de acuerdo, nos mandan a otra entrada que, también, nos es señalada como incorrecta. Luego de un par de intentos más, por fin entramos; La Chula es un perro amarillo que dio varias vueltas antes de echarse a descansar. Llegamos al lugar indicado y estacionamos. Nos recibe un foro vacío, blanco, con tono de morgue, que mañana se cubrirá de libros y voces, y entonces no parecerá el lugar de los muertos, sino de los vivos. Comienzan a descargar, veo un sombrero en el toldo de la combi.
— ¿Y ese sombrero?
—La Chula no viaja sin sombrero —contesta Antonio, mientras lo veo calcular, con la mirada, el acomodo de las cosas— es el sombrero de la buena suerte.
Genaro sonríe y empieza el desembarco. No sé cuándo son bromas las palabras de Antonio y cuándo no. Alguien, no me di cuenta quién ni cuándo, colocó sobre la combi un letrero de madera, pequeño, con el nombre y logo de La Bota; como colocar una bandera, un estandarte, en una tierra recién hallada, y reclamarla.
Mientras continúa el desembarco, logro sacarle un par de cosas a Antonio: es escritor, y su base, su fuerte, es el periodismo.
—Es como mi agua de tiempo, lo que practico comúnmente — me dice, siempre con algún objeto en la mano o la intención en la mirada de poner orden, y luego se va sin decir más, para después volver y reanudar la breve conversación como si nada hubiera pasado— aunque también escribo novela, poesía.
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Melí Meló —se nos han caído los nombres, la noche, que ya está encima, se los guardó en algún lugar— y NoFM, grabamos, filmamos y preguntamos, a ratos, como se puede. Selene baja el cajón de los libros y me muestra el catálogo, me invita a revisarlo. Poesía, cuento, novela, ensayo. Llega de nuevo la sensación de estar ante un naufragio, ante este universo miniatura, contenido en otro universo menos pequeño, que se expande y se contrae, para luego otra vez iniciar el ciclo: una maleta de aspecto antiguo, que también contiene libros (asoma una novela de Calera Grobet) reposa en medio de esta galería de objetos, antiguos y nuevos, que las olas de la oscuridad, del acomodo, llevan y traen. La Chula, una Combi 1975, y que por sus siglas significa Comunicación Humana, Letras y Arte… dice una pequeña tarjeta entre los libros.
— ¿Y qué hará La Chula en esta feria del libro?
Selene descansa un poco, se lleva las manos a la cadera, mira el espacio —lo llena mentalmente con todos los objetos que trajeron— y respira hondo.
—Habrá lecturas, presentaciones; en fin, es una opción más para dar espacio a los autores. Además del servicio de comida. Genaro, ¿y si ponemos eso acá?
Genaro va y viene. También, creo, una marea invisible, que a lo mejor él carga por dentro, lo lleva y lo trae.
—Genaro, veo que La Chula también anuncia a Mantarraya ediciones, ¿aquí estarán también?
Genaro se frena, no sé a dónde iba cuando lo detuve con una pregunta que ya me rondaba la cabeza desde hace minutos.
—Pues aquí, precisamente aquí, no; Mantarraya tiene su foro allá —señala con el mentón hacia un lugar que no volteo a ver— y ahí se venderán los libros.
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Se va, sin darme oportunidad a otra pregunta. Antonio pasa por ahí, baja la guardia por un segundo —en el que se llevó un cigarrillo a la boca— y aprovecho.
— ¿Y Antonio Calera Grobet se publica a sí mismo?
—No, no —el fuego se acerca al cigarrillo, que combustiona con un ruido casi imperceptible— yo no me publico en la editorial; cada cosa en su lugar.
Ahí está su filosofía de vida: cada cosa tiene un lugar, un tiempo. Parece entender su propio mensaje y se tranquiliza. Ya relajado, una vez dejadas las cosas a un lado, por un momento, nos habla del mercado de pulga de la colonia Portales; le fascinan los objetos antiguos, eso queda claro.
—Ahí compré este marco, ¿cuánto crees que me costó?
Paloma —que fuma un cigarrillo— y yo, nos encogemos de hombros; no es pregunta retórica, Antonio quiere una respuesta. En lo que parece ser una subasta, ella y yo pujamos con la moneda de la imaginación: 100 pesos, 200 pesos; no sabemos.
—5 pesos —dice— cinco pesos me pidió. Es increíble.
El marco, que protege el logo de Mantarraya Ediciones para esta ocasión —el Pípila cargando una mantarraya— tiene sus detalles, sus arañazos de tiempo; quizás por eso le gustó a Antonio.
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Es tarde. La bandera comienza a caer y los soldados la reciben en brazos. Los preparativos continúan, Genaro, Selene y Antonio parecen estar listos para una noche larga, extenuante. Me despido de ellos, rápidamente, para no interrumpirlos; me despido de Paloma y Juan Pablo y salgo de la plancha del Zócalo. Mañana este silencio homogéneo, de una sola pieza, se fragmentará en mil voces, muchas de las cuales surgirán de la Chula Foro Móvil, que es, según Selene, Genaro y Antonio, una extensión de La Bota, que es, según yo, una extensión de la casa de Antonio, ese departamento que es un puente entre el pasado y el presente: una noche como esta, donde los objetos viejos y nuevos —como sucede aquí con los edificios modernos y antiguos— se hermana bajo la pincelada de sombras de la noche.