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Marcapasos II: 75 microgramos

Todos queremos ser especiales siempre, salvo en el médico. Si se trata de estar enferma, lo mejor es estar lo más apegada al promedio. Y ese no fue siempre mi caso. Durante un año fui uno de esos dos de cada diez casos que primero tienen hipertiroidismo y luego hipotiroidismo; alguno de esos casos que desarrollan fallas cardíacas a causa de la tiroides; uno de esos raros pacientes que padecen, al mismo tiempo, arritmias y bradicardias. Estar fuera de la norma a veces no significa nada, a veces le añade un poco de incertidumbre a la mezcla.

Yo estaba bastante lejos de ser un misterio médico. Lo mío eran más bien anomalías. Por lo demás era bastante común. Cuando el médico me diagnosticó, me dijo que los factores de riesgo de mi padecimiento eran “ser una mujer de mi edad”. Con todo y lo burdo de la frase, me tranquilizó saber que yo no lo había provocado.

Dosis

Lo democrático de la enfermedad no evitó, sin embargo, que el tratamiento fuera tan simple como azaroso. Había que ajustar los microgramos de una dosis que podía funcionar o dejar de funcionar en cualquier momento. Cuando la dosis precisa llegaba, todos los síntomas se iban.

Comencé la medicación con disciplina. Para ese momento, mis molestias afectaban lo suficientemente mi vida como para querer que acabaran lo más rápido posible. Pero la primera dosis falló. Mejoré, pero no lo suficiente.

Cuando le pregunté al doctor por qué no había funcionado, reviró tranquilo: “Así es esto, no hay nada que pudieras hacer o no hacer para que fuera diferente”. Esta vez la frase no me tranquilizó. Por primera vez, la medicina no cumplía: yo había hecho mi parte y ella no me había “arreglado”. Y, también por primera vez, el medicamento no era una cura. De hecho, dadas la naturaleza de mi enfermedad, la cura no llegaría nunca: el medicamento era de por vida.

Fallas mecánicas

Estaba al inicio de la tercera dosis de medicamento cuando volví a salir de la norma. Algunos pacientes con hipotiroidismo desarrollan arritmias, y tal vez esa era la causa por la que mis síntomas no cedían. A decir de mi doctor, primero había que ver un cardiólogo y, de ser necesario, tomar una píldora.

Para entonces ya no confiaba del todo en mi cuerpo. Tener algo en el corazón, por muy leve que fuera, era grave, pero parecía también un poco absurdo: yo estaba más o menos bien. Opté por no pensar ni investigar en las posibilidades o riesgos. Opté por la filosofía de la cruda: si no lo nombro, no está pasando. Y si estaba pasando, quería enterarme hasta que fuera estrictamente necesario.

No fue uno, sino cuatro cardiólogos los que acabaron barajeando, entre una oleada de sustos, las particularidades de mi caso. El último, y el que curiosamente me arregló, fue quien determinó una nueva relación con mi cuerpo: lo que yo tenía era una falla mecánica. Tampoco había cura. Había que hacer una intervención física que me arreglara.

No break

No sé si no pude o no quise dimensionar la gravedad del asunto. No relacioné el implante del marcapasos con una cirugía, sino con su función. Concilié la idea de tener un aparato dentro del cuerpo comparándolo con un no break, y cuando un buen amigo me dijo que ahora soy un cyborg.

Sin embargo, si bien acepto que me arreglaron la falla mecánica, he generado una cierta sensibilidad a las palabras que rodean al corazón. Ahora “marcapasos”, “frecuencia”, “paro cardíaco” no son más palabras inocentes para mí: encienden de inmediato una especie de empatía y de compasión, aunque estén hablando de un personaje de Grey’s Anatomy.

Al final, después de un año, la dosis para la tiroides empezó a funcionar. Pero aún no me animo en pensar en posibilidades a un futuro lejano. Hoy el medicamento actúa, mi cuerpo reacciona, el aparato cumple. Mi mente va poniéndose al corriente: me arreglaron y, supongo, poco a poco, volveré a estar a cargo de mí misma.
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Gabriela Astorga – @Gastorgap

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