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Marcapasos VII: 12 noches

- Por: helagone

Me gusta mucho mi cama. Siempre he disfrutado dormir y no concibo que a alguien pueda cansarle la cama. Estoy acostumbrada a la cantidad de cobijas, a mis almohadas, a los huecos en el colchón, al lugar de absoluta comodidad. El capullito, le llamo yo.

La primera noche después de salir del hospital, no dormí nada. La faringe lastimada por la intubación me provocaba ataques de tos que me ahogaban al acostarme. Tras intentar acomodarme de varias formas toda la madrugada, me rendí. Me senté en el sillón del estudio del que no salí varios días.

El médico me había dicho que la recuperación postoperatoria sería de una semana. Pasaron casi dos en que no dormí casi nada y prácticamente no toqué mi cama.

Si no fuera por eso

Las revisiones médicas decían lo contrario de lo que yo vivía. La cirugía, pese a la complicación, había sido un éxito. El marcapasos funcionaba, al igual que el medicamento, y la tiroides al fin estaba controlada. El médico de cabecera, el cardiólogo y el endocrinólogo afirmaban que estaba muy bien. Y yo me sentía bien, salvo que no podía dormir, comer ni hablar.

Las secuelas de la intubación no fueron las más graves que pudieron ser. Simplemente, el tubo que usaron para ayudarme a respirar fue el que tenían a la mano y más grande que el que yo necesitaba. Eso me lastimó la faringe y las cuerdas vocales. Me pidieron que hablara lo menos posible y que comiera una dieta blanda. Para el sueño, nada. Tenía que descansar. Lo más difícil ya había pasado. Pero yo no dormía.

La falta de sueño no me causaba la desesperación del insomnio, pero sí era angustiante. No poder llegar a la cama me daba la sensación de no haber acabado de llegar a casa. Como si de la salida del hospital me hubiera saltado a un estado de salud que me decían que tenía, pero no podía llenar.

Mi recuperación implicaba estar en cama, pero mi cama me rechazaba. Y con ella mi espacio y mi cuerpo, que hacía mucho que no sentía sólo mío.

El Capullo

Con los días, el sillón pasó del estudio a mi cuarto. Estaba ahí la mayor parte del tiempo, despierta o dormida a ratos.

Pasaron doce noches en las que dormí intervalos de dos o tres horas. Pronto me dediqué a pensar dónde iba cada almohada, el ángulo en que debía acomodar el sillón, cómo enrollarme en el edredón sin que me sofocara el peso, en qué área apoyar los pies para no cansarme. Agarré de pijama una chamarra de mi papá, y llegué al grado de calcular en qué momento de la madrugada quitármela y cambiarla por otra cobija. No buscaba comodidad, le buscaba un nuevo lugar a mi cuerpo.

Regresé a la cama por azar. Me levanté al baño y, sin pensarlo, me recosté. Me quedé dormida un buen rato. Me desperté sorprendida porque no había tosido, y porque había dormido sobre el edredón, fuera del capullo.
A la noche siguiente intenté acostarme. No pude. Pero esa madrugada me metí a mi cama decidida a permanecer ahí. No podía dormir, así que vi la tele y logré dormitar. Era cuestión de volver a ganar espacio, de volver a llenarlo con mi cuerpo.

Repetí el ritual unas noches más. Durante las mañanas seguí prefiriendo el sillón. Doce noches después pasé la noche entera en la cama. Había vuelto. Pero cambió el orden de las almohadas y la posición para dormir. Mi cuerpo era otro. Seguía cabiendo en el capullo. Me gusta pensar que mi cama también necesitaba sanarse.

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Gabriela Astorga – @Gastorgap

Marcapasos VI: 10 segundos