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#MeUrgeTrópico: Tres días en la vida

- Por: helagone

por Israel Pompa-Alcalá
@thesmallestboy
Dedicado al Ale Guerrero, gran maestro que me ha enseñado que la vida es mejor cantando; al Jonas Fierro, quien quería matarme para usurpar mi lugar y ver a Brian Wilson; y a la mafia taxista de Acapulco.

1. Y la fiesta comenzó temprano…

Esta historia comienza un viernes a las 10 am en el extinto Distrito Federal. Cuatro personas, yo entre ellas, se suben a una camioneta para emprender el viaje hacia Acapulco. Dos van a un maratón que pondrá de cabeza la parte de la Costera. Las otras dos, yo entre ellas, se dirigen al Festival Trópico 2016, que promete poner de cabeza a todos los asistentes al Pierre Marqués, sede del evento.
La carretera está prácticamente desierta, así que tras una escala técnica en Tres Marías (los chilangos somos animales de costumbres), el camino hacia al puerto estuvo lleno de cervezas (saludos, Policía Federal de Caminos), música y muchas risas. El mood era el adecuado: la fiesta comenzó incluso antes de tocar el estado de Guerrero. La promesa de un fin de semana inolvidable, empezaba a cristalizarse.

2. Sin hotel, pero con la mafia taxista de nuestro lado

Una vez en Acapulco, mi acompañante (a quien llamaremos W.) y yo nos enfrentamos al primer obstáculo. No teníamos hotel reservado, así que dependíamos de muchos factores para pasar la noche bajo techo. Nuestros amigos, mucho más precavidos (claro, son deportistas, no como uno que nomás borrachea semi-profesionalmente), tenían ya sus cuartos sin posibilidad de ampliarlos, así que lo único que pudieron hacer por nosotros fue conectarnos con un botones para ver si él sabía alguna movida del hotel. Ese maestro, cuyo nombre ya olvidé, nos dijo que la cosa seria estaba con los taxistas. “Ellos mueven y conocen aquí”, mencionó. Le dije que va, que nos rifábamos, que sinYolandaMaricarmen, así que nos llevó con un chofer, quien, como si nos fuera a ofrecer opio en un callejón, nos apartó del tumulto y nos aseguró que podía conseguirnos habitación en cualquier hotel.
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Yo no sé W., pero a partir de ese momento sentí que íbamos a vivir una semi-road-movie-viaje-fiesta-loca-cosa-chida. El taxista nos llevó por una callejuela hasta una agencia, donde me sentí menos gangsta, pero más seguro. Total que varias opciones estaban negadas, así que nos ofrecieron un hotel de tres estrellas en la Costera. Con la aprobación de W, les dije: “pus JacquelineAndere, lo tomamos”. Nuestro dealer de hospedaje se ofreció a ser nuestro chofer durante el Trópico, pero con la bronca de que “me duermo a la 1 am”. Un festival que prometía fiesta eterna, no podía estar condicionado porque alguien se duerme a la 1 am, así que declinamos su oferta, pero le agradecimos.
Tras un bañito y una pestañita, llegó la hora: movernos a la Zona Diamante para entrarle macizo al fiestón. Nos movimos en un taxi-vochito, que nos dijeron eran de los baratos. Nos cobró igual que cualquier otro, pero pus ya estábamos ahí, así que a Darling-con-tokio, como dicen los chavos. En el camino nos ofreció drogas, legales e ilegales, sin poner en riesgo nuestra integridad. Fue entonces que me di cuenta de algo: la mafia taxista REALMENTE mueve y conoce todo de Acapulco. Si te la quieres pasar chido en tu próxima visita, hazte compa de uno de ellos. Garantizado.

3. Primeras impresionantes impresiones

Los festivales son cosa difícil en cuanto a organización. En México, comúnmente, suelen estar rebasados en logística: mucha gente, poco abasto, muchas filas para trámites horribles, mucho descontrol y precios abusivos… pero acá en Aca, no: la entrada de prensa fue fluida, el chupe estaba a un buen precio, tenían varios lugares para comprar o poner saldo a tu pulserita, además de que el espacio permitió que la banda se distribuyera de buena manera. Sólo con eso, la gente de Trópico ya se merecía puro10-estrellitaenlafrente-besoenelcachete. Pero faltaba lo mejor del viernes: distintas locaciones, que iban de una piscina a un escenario grande, te recibían con buena música. Mylko puso bastante ambiente, era un buen calentamiento para la larga madrugada que nos esperaba. Mount Kimbie mantuvo la línea, así que la fiesta avanzaba con gracia, con soltura, con jícamo. W me hizo caminar a la arena y ahí vimos la preparación de otro escenario, así como otro lugar para abastecerse de chelas. No había forma alguna de que no te la pasaras bien.
Total que el pachangón bueno se dio con Lindstrom, quien puso a bailar de buena manera al respetable. Le siguió Bonobo sin mucha pena ni gloria, lo cual estuvo bien, porque la fiesta ya se había armado sola y no había nada que moverle. Dieron las 3 am y decidimos irnos para cargar pila, pues el sábado era el día sabroso, sobre todo por el combo Devendra-Brian Wilson-Seun Kuti.
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4. La leyenda del día que Dios me vio directo a los ojos

Tras unos ricos tacos de camarón en un mercadito, W. y yo nos lanzamos, chela en mano, de nuevo al Pierre. Llegamos a tiempo para escuchar a Tropicaza, quien la neta es un rifado para poner ambiente, a pesar de que la banda no lo peló mucho. Ese maestro pasaba de la cumbia-psicodélica-andina al funk-sabroso-cochino-ayquérico sin ningún problema, con soltura, como un gran rey de oro. El calor y los pasos de baile obligaban a quitarse la ropa y meterse a la alberca. W., mucho más hábil que yo en el nado, encontró una bolsita con cocaína en el fondo del agua. Algún bato o bata que pensaba pasársela muy bien, olvidó sacar la nieve de Colombia de su traje de baño y se chingó como 500 varos (mínimo) de un solo chapuzón, los cuales ni gozó. Sirva esta anécdota para el contexto: las 3 de la tarde y la gente ya se bajaba la peda a pericazos. Chiiiiiiiiiddddddooooooo.
El Escenario Trópico era nuestro templo: de ahí no nos moveríamos hasta que apareciera ese dios llamado Brian y apellidado Wilson. Elsa y Elmar lo hicieron muy bien, al tiempo que demostraron que Colombia es más que la caspa del diablo. Pop espiritual de alto nivel.
Siguió La Redada, banda muy cotorrita y chilanga, que se aplicó con el danzón y los ritmos barriobajeros. Para esas horas, el escenario llevaba algo de retraso, pero pues nos daba tiempo de beber más y más. La gente bailaba, sonreía, hacía nuevos amigos o convivía con los conocidos mientras el escenario se preparaba para Jaakko Eino Kalevi, quien según varios que lo vieron en el Corona, prometía. Tras una media hora, un güero casi albino se apoderó del escenario y propuso un pop bastante bonito, pero que bajó un poco el ánimo de la banda, sobre todo después de lo cagado-buenaonda de La Redada. El tal Jaakko, en mi opinión, no cuajó: era música de fondo, un soundtrack para continuar con el fiestón que nos pondría a punto para Devendra Banhart, uno de los actos más queridos por el público mexicano. Nada podía malir sal con el barbón de las canciones bonitas… y sin embargo, estuvo de turbo hueva. El sonido, por primera vez en todo el festival, falló a la hora buena: la voz de Devendra se perdía con facilidad en una instrumentación de bajos saturados. El baterista pudo estar o no ahí y nadie se hubiera dado cuenta. El guitarrista y tecladista estaban más preocupados por hacerse caras chistosas entre ellos que por conectar con la gente. Banhart le echó todas las ganas, pero parecía que el virus Jaakko lo contagió y la gente prefirió ponerse a bailar, platicar o chupar. En la última canción, medio amarró gracias a su hit “Carmensita”, pero la neta, su show fue bastante fallido, sobre todo por su incapacidad para hacer vibrar a un público que era suyo desde antes de salir a escena. Devendra se portó como ese muchacho muy guapo e interesante que, a la hora de la pasión, se conforma con el viejo mete-saca, mete-saca, acaba, se echa un cigarro y se duerme. Pinche Devendra, nos tenías ahí para meternos un cogidón y nomás no se pudo. Suerte pa’ la próxima.
Una vez consumado el acto del hippie más hipster, cierto tipo de gente se empezó a dispersar y se acercó al escenario otro tipo: uno más nerd, más emocionado y menos enfiestado, uno que era consciente de que podía presenciar historia. Y así fue.
Amigas, amigos, una noticia: DIOS EXISTE. Y lo mejor es que tiene forma de canciones que hablan de amor, de desamor, de esperanza y tragedia, de playas y surfeo… En fin, de todo aquello que nos hace ser y estar, de esas cosas que nos recuerdan que sólo respirar no es sinónimo de vivir.
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El escenario se llenó de instrumentos y un bombo con el perfil del genio. Músicos veteranos afinaban y saludaban al público. De pronto la música de fondo se silenció, las luces se apagaron y aparecieron dos hombres de edad avanzada. Uno era Al Jardine, miembro original de los Beach Boys, quien con sus orejitas como de changuito, su sonrisa inamovible y su tamañito, no puede hacer nada más que caerte bien.
El otro personaje era ayudado por un asistente a sentarse frente a un piano. De pelo cano, con sobrepeso, el rostro sin emoción alguna y las manos temblorosas, ese hombre estaba por ponernos cara a cara frente al universo que él había creado en una playa como la que ahora pisábamos.
Al principio dije que esta historia empezó un viernes por la mañana en el ex D.F., pero la verdad es que comenzó en las soleadas costas de California a mediadios de los cincuenta. Brian Wilson, aún adolescente, componía en la intimidad de su hogar, un primer himno: “California Girls”. A más de 60 años de distancia, esas fueron las primeras notas emitidas por el mejor show de todo el Trópico: músicos experimentados e hiper-turbo-astro-talentosos entregados a un público al cual le doblaban o triplicaban la edad mientras entonaban una de las composiciones más emblemáticas de la historia.
Y entonces me le quedé viendo a Brian. Y sentí que él, por un instante muy pequeño, me devolvió la mirada. Y de golpe lo comprendí todo: el hecho de que estuviera sentado, casi sin moverse, sin tocar, con la mirada perdida, sin expresión, no era resultado de las drogas, no era resultado de su desequilibrio emocional, no era ninguna de las batallas que peleó y perdió: era un hombre contemplando su obra, un Dios echando un vistazo al universo que creó. Y entonces las lágrimas me invadieron y no pude parar de llorar durante cuatro canciones más, entre las que sonaron “I Get Around” y “Don’t Worry Baby”, otro par de himnos. Tras una demostración de talento brutal por parte de varios de sus músicos, Brian anunció el momento esperado: empezaría la interpretación íntegra de Pet Sounds, uno de los 10 mejores discos en la historia del rock. Un beach boy en la playa interpretando su obra maestra. Eso, mis queridas y queridos, fue como ver a Mozart tocar en Viena, a Muhammad Alí pelear en el Rumble in the Jungle, ver a Van Gogh cortartse la oreja. No hay palabras para describir lo que fue eso. Pero podemos proyectar una imagen: el cielo estrellado y nítido de Acapulco, las olas del mar con un ritmo marcado, la gente en total comunión… y al fondo varias voces nos cantaban “God Only Knows What I’d Be Whithout You”. Todo era perfecto. Otros muchos rostros estaban en pleno llanto, igual que yo. Todo era perfecto. Todo. Era. Perfecto.
Luego de Pet Sounds, los maestros se echaron “Good Vibrations” y una serie de rocanrolitos de los 50. La fiesta estaba a tope. La gente entregada. Mi mente completamente volada. Lo que pasó ahí sólo puede ser explicado como una experiencia religiosa, como un acto que trasciende la música misma y se vuelve parte del alma.
Brian Wilson luchó muchas batallas y las perdió casi todas. Pero ganó la guerra. Y en su hazaña, nos conectó a todos con ese Dios al que siempre le ha cantado: la música.
Roadside Attraction's "Love And Mercy" DVD Release And Music Celebration With Brian Wilson

5. De vuelta a la tierra… y a casa

Cuando se acabó Brian Wilson, mi mente dejó de percibir bien las cosas, sobre todo por el cogidón mental y emocional que nos habían metido una pandilla de viejitos vía musical. Estaba todavía en shock, cuando uno de esos personajes famosos de YouTube (que la neta no sé quién es, pero sí conozco su rostro), en ostensible estado de peda, se me acercó y me dijo: “no mames, pinche gordo, cuantos años sin verte, cabrón”, para luego abrazarme y propinarme un beso tronado en la mollera. La neta pensé que ya estaba muerto y después de haber probado el paraíso, este acto era la bienvenida al infierno. Pero nel, nomás la banda andaba ya muy en la peda, en la fiesta, en el pinshiloquerón.

Así estuvo el fin en @tropicomx

Un vídeo publicado por Israel Pompa-Alcalá (@thesmallestboy) el


Sean Kuti tomó el escenario y nos recordó varias veces a su padre, pero sin llegar a los niveles de la leyenda. La fiesta amenazaba con nunca parar, y la verdad es que W., quien se había ligado a un gringo, y yo, que me había dejado coger por Wilson y compañía, ya estábamos muy cansados como para continuar el baile eterno. Nos dirigimos a nuestro hotel, previa visita de unos tacos al pastor que más bien parecían de plástico, pero que no me supieron nada mal, sobre todo porque lo acontecido en el Trópico nos tenía a todos con el corazón muy contento. La noche cayó sobre nosotros. W y yo decidimos dejarnos arrastrar por ella y el mundo volvió a tener orden. Todo estaba en su lugar. Mucha felicidad, mucha alegría, mucho de todo. El Trópico nos ayudó a volver a sentir alegría en un Acapulco que se desangra a cada minuto. El Trópico nos volvió a hacer sentir vivos en una tierra que se muere por el crimen y la corrupción. El Trópico, por mamón que suene, es un festival que, pequeñas fallas aparte, gracias a sus cualidades nos hizo sentir vivos otra vez.
El domingo muy temprano regresamos a la Ciudad. Las chelas corrieron durante todo el camino. La voz cantaba muy borracha. El sol se quedaba detrás de nosotros. El frío y el tráfico nos dieron la bienvenida. Pero no importaba ya: de la mafia taxista a Brian Wilson, de la decepción de Devendra al triunfo de Elsa o La Redada, de los tacos de camarón a la cocaína perdida en una alberca, Acapulco y el Festival Trópico nos regalaron momentos para la historia. Nos vemos al siguiente.