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#YoAcuso. Miércoles de ceniza. Texto rabioso de Diego Mejía sobre la muerte de Anabel Flores

- Por: helagone

Por Diego Mejía
@diegmej
Hace cinco años, en una mesa de un café en el centro de Tlalpan, un amigo, nunca la palabra más verdadera, me leyó unas líneas que derramó sobre un papel. Me pidió consejo sobre lo que había escrito, una opinión. Sus ojos se movieron con parsimonia sobre la libreta. Su voz, de actor entrenado, apenas sonó con la primera frase: habitan sin poesía. Se detuvo y posó sus violentos ojos azules como un reclamo a este país encarnado en mi persona: ¿cómo es que en este país, de poetas, de artesanos, de gente buena, se ha metido tanto el diablo y la violencia? Fue hace cinco años, en un café del centro Tlalpan.
Cómo responder, cómo decirle, cómo curarle el desamparo, si ambos vivimos en la misma orfandad. Cómo, pensé hace cinco años al sur de la ciudad, darle un espaldarazo y decirle que las cosas iban a estar mejor.
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En ese miércoles de ceniza de hace cinco años, todavía no ardían las piras en las que ardió la idea del Estado en Cocula, pero ya habíamos pintado 80 mil rayas en la pared de la ofensa, habían sucedido las tragedias de San Fernando y Salvarcar, un bombazo en Morelia, el incendio del Casino Royal, la muerte de los niños de la guardería ABC, y miles de desaparecidos cada día; un levantón, otro, mañana cuatro, los parajes de los derruidos caminos de este país, venas tapadas por el colesterol de la muerte, se fueron convirtiendo en locaciones macabras. Hace cinco años ya vivíamos bajo los efectos de la Ofensiva Frontal contra el crimen organizado, eufemismo de una Guerra contra el Narco, nombre que, después del gasto de comunicación, Felipe Calderón, embebido de Presidente, tuvo que cambiar: cobarde aquel que hace y desdice, aquel que hace de la ignorancia su arma.
Hace cinco años, sólo hace cinco años, la cuenta de periodistas asesinados en el estado de Veracruz era de seis. En apenas un lustro la cifra se triplicó. Hoy son 16; hace seis años, Javier Duarte llegó al poder.
Hace más de cinco años, este país se descarriló.
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Desde aquella línea que retumbó en el centro de Tlalpan, más de cien mil personas fueron asesinadas, más de 25 mil tienen paradero desconocido.
Este país se ha vuelto cifras, porque los adjetivos se dieron por vencidos; porque la violencia y la impunidad nos han ido despojando del idioma y de la indignación. Los datos nos apabullan por indescifrables, porque una muerte es una tragedia, 20 millones una cifra, dijo el dictador.
La tarde de ayer, el tercer día del carnaval, día previo a la recepción de la Cruz, con la ceniza de las flores del Domingo de Ramos del año pasado, Anabel Flores fue encontrada muerta junto al asfalto en una carretera de Puebla. Unas horas antes, la madrugada del lunes, un comando armado, concepto repetido que se da en los noticiarios entre el clima y los deportes, irrumpió en su hogar; vestía un pants gris, una playera y calcetines multicolores. Anabel fue raptada, maniatada, torturada, vejada, anulada, maltratada, asesinada. En ese orden o en todos los posibles, ¿acaso importa?, el orden de los factores no cambia el terror.
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Anabel, periodista, ingresó a la lúgubre lista de la mayor de la ignominias: los muertos a causa de la imposibilidad de todos los niveles de gobierno, de las instituciones, de los brazos punitivos del Estado, de todo el Estado en su conjunto. Cada muerte corrobora, no el fracaso del Gobierno Mexicano, confirma su ausencia. Sólo así se explica el Imperio del crimen, sólo así se comprenden las corruptelas y las tranzas, sólo así, entre girones de una patria, el narco se fue zurciendo su propio lienzo con los retazos de la República: ante la ausencia, ante la cabeza volteada, ante una opinión pública adormilada, perezosa. Ante Partidos Políticos cómplices, ante el ejército y policías coludidos (¿quién infiltra a quién?), ante medios masivos y monopólicos (monopolio porque el chayo es su moneda de cambio) que dicen palabras vacías y rotas en promociones estúpidas en programas banales.
La vida de un periodista no es más valiosa que la de un taxista, un presbítero o un contador. Todas duelen, todas ofenden. Pero hay algo más grave en la muerte del reportero, del que informa, del encargado de develar todo aquello que atenta contra el pacto público, y es lo que perdemos con la muerte de un periodista: la voz.
Se muere la voz, porque un periodista es verbo conjugado, es la parte intuitiva del idioma, la zona de queja en la pasividad de los días. Desde 2000, 90 han sido asesinados, 23 se encuentran desaparecidos. La coralidad de las voces disidentes del paisaje informativo nacional, se reduce a los trinos de los jilgueros de la jaula de los intereses gubernamentales y los del crimen organizado.
No fue el Estado, porque no lo hay. Su ausencia reluce en su falta de contundencia operativa, en su terquedad con acciones de balas tiradas e inteligencia desgranada, inteligencia torpe.
En medio de este carnaval de la sangre, igual que hace cinco años, nos hemos mudado de la poesía, seguimos habitando las balas.
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