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#NationalGeograffiti 27: Epopeya mítica del Rock Urbano, Parte 1 (ficción)

- Por: helagone

Por Christopher Nilton Arredondo
@niltopher
Aunque la juventud anglosajona rockeaba desde los años 60, e incluso había una vinculación entre el rock-pop y los movimientos contestatarios de jóvenes en Estados Unidos y Gran Bretaña, en México la juventud general expresó su amor por el rock con cierto retraso. Incluso el movimiento estudiantil de 1968, año prolífico para el rock-pop, no se identificaba con la música de los Beatles y los Stones, sino con canciones de raíz folklórica hispanoamericana y con los corridos de la Revolución.
Y aunque el rock ganó en México cada vez más aficionados con celeridad asombrosa, el género de géneros ha visto momentos ásperos en territorio azteca (insertar en la mente del lector imágenes del Festival Avándaro y del sexenio de Luis Echeverría). El rockero mexicano, el que consumía, el que tocaba, el que grababa y el que iba a escuchar en vivo rock, comenzaron, junto con su afición, una lucha contra valores instituidos, defendidos por la familia y el Estado; durante los 70, la lucha contra esa moral anti-rock no sólo se libraba en un campo de batalla intangible, en la psique de los contendientes, o en las discusiones de sobremesa, sino que podía librarse en la calle, contra la policía encargada de dispersar todo evento masivo vinculado con esta música infernal.
Ante tal panorama, la escena rockera de mitad de los 80 se veía como un sueño. El Rock en tu idioma quitó el velo satánico con el que se vistió esta música en la década anterior. Pero los daños y el rencor no se lavan así como así… Aquí comienza entonces nuestra epopeya mítica del Rock Urbano.

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En la persecución de un hoyo fonqui en el que se presentara una banda buena, que tuviera temas originales chingones y/o buenos covers de Grand Funk, un joven que podría llevar cualquier nombre… Paco, por ejemplo (me viene a la mente ahorita porque un señor con ese nombre causó un desmadre vial este fin de semana en la CDMX), se expone al abuso de autoridad, a la brutalidad policíaca y a los accidentes dentro de recintos no acondicionados para espectáculos masivos. Se expone porque, dentro de su lógica, vale la pena arriesgar la integridad física por un buen rato de rock; vale la pena vivir por el rock.
Paco va de visita con sus parientes, primos, tíos y abuelos, que le hablan de los baladistas románticos de la época; no lo dejan tocar sus discos de rock de bandas anglosajonas porque, poco aguzados en la lengua de Chaquetas-peare (o sea Shakespeare, pero con cariño de barrio), se imaginan que aquellos hard-rockeros de mata larga dicen “puras maldiciones”. Estas figuraciones se confirman cuando Paco pone discos del mismo género, pero en español, del Three Souls In My Mind.
En fin, Paco va por ahí como Alicia en Wonderland; es decir, incomunicado, aislado, conversando con puro loco que no quiere/puede ayudarlo a darle salida a todas esas reflexiones y emociones que le genera el rock. Así va, a salto de mata por su vida musical, ganando años y experiencia, llevándose sorpresas buenas y malas.

Hecho un adulto en los 80, descubre que la innombrable música que escuchaba clandestinamente ya suena en el discurso oficial, vinculado a unos güeyes más calmados, introspectivos, poéticos. Entre los Caifanes, Maná et al., el rock ha adquirido una cara seductora, interesante, a veces profunda y compleja, de novedad y tradición, pero también de una domesticación e indolencia terribles. Entre éstos y los de los hoyos fonquis, hay una decantación macabra hacia un discurso conservador del status quo. Los parientes que años atrás no tocaban un disco de Black Sabbath por temor a que el Diablo, con su música, les mandara chaquetéarsela y que se les cayera la mano en el proceso, ya también son rockeros y hasta una importante marca de chupe considera al rock un “valor juvenil”.
Parece que los rockeros mexicanos pueden estar contentos de haber ganado esta guerra de prohibición, pero Paco no se siente victorioso sino timado; ver el prestigio mediático del rock (en los 90, será usual que Alex Lora presente el videoclip de un sencillo en programas de espectáculos de TV Azteca), le cae como un “sonríe para la cámara” luego de ser víctima de una cruel broma televisiva.

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Esa es la sensación, el estado de ánimo para entender al Rock Urbano, un fenómeno muchas veces ninguneado con el pretexto de lo rudimentario de la expresión, de los materiales de creación o de la forma de ensamblarlos (argumento cuestionable en muchos casos); una música a la que se le suele identificar por su carácter marginal, característica muy visible que, no obstante, oculta la esencia del género: la inconformidad.