TODO MENOS MIEDO

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Postal 46. Llueva aquí

- Por: helagone

Por Erika Arroyo
@WooWooRancher
y Emiliana Perdomo
@emilianita
Lo más importante de las lluvias es la forma en la que nos mojan. De qué manera nos convierten en alegres paseantes que persiguen algún arcoiris al final de un aguacero o en desesperados náufragos, sobrevivientes flotantes que tosen porque no pueden evitar tragarse sus propios sollozos.
¿Cómo te gustaría llover?

Si tuviera que hablar de mi propia lluvia, en primera instancia diría que es casi un diluvio. Que estoy prácticamente nadando entre el mar sin costa de la tierra, porque no fui seleccionada para subirme al Arca. Pero me detengo un momento y me doy cuenta que este chubasco personal es más bien una de esas malditas lluvias chingaquedito, de esas que uno soporta porque parece que no mojan pero que terminan empapando sobre todo los pensamientos.
¿Existirá manera de mantenerse seca?

Cuando llueve, no me gusta mojarme los pies. Debería poder quejarme en el servicio de atención a clientes de los lamentos y las precipitaciones emocionales para que al menos, si se me va a arruinar la vida con esta frecuencia, no se me empapen las calcetas.
¿Sabes si al menos existe un servicio de emergencia torrencial?

No dormí toda la noche y hacia la madrugada la televisión seguía prendida. No supe si fue cuando me venció un poco el sueño pero estoy casi segura de haber escuchado un infomercial que vendía repelente de aguaceros. “Llame ya al 01800 PIELDENUTRIA y reciba con un 75% de descuento la solución para sus temporadas más húmedas”.
¿Tú crees que sea extremista la idea de comprar un salvavidas? ¿O quizá de plano un bote?

Hay de chubascos a aguaceros. La última vez se me inundaron las calles de la tristeza, no podía salir de ahí ni remando. Probé con todo: helado, chocolates, vivir en negación… Ningún salvavidas me pudo ayudar a salir del atolladero. Sonreír hacía que me sangraran las comisuras de los labios y me punzara el pecho.
¿Crees que en alguna temporada de lluvias las ratas que flotan ahogadas desde las alcantarillas se conviertan en delfines?

La ciudad se transforma en un paisaje marino después de cualquier diluvio que se respete. El asfalto se vuelve casi arenoso, y la urbe es en sí misma es incómoda y triste pero bella, como muchas de las cosas que nos importan. La lluvia nos ofrece diminutos espectáculos. El cabello mojado se pega a la cara de la gente como una alga marina, los vidrios escurren perdiendo translucidez, los semáforos se reflejan en el asfalto como si se repasaran frente a un espejo, los ecos de las lluvias que ya no están se reproducen en nuestras cabezas y nos distraen de nuestros propios pensamientos, los sentimientos afloran y se remojan hasta ablandarse.
¿Habrá forma alguna de encontrar una esquina sin resquicios de lluvia ácida?

Es muy probable que seamos la generación que atestigüe el fin del mundo como lo conocemos, y no hablo de ninguna catástrofe que por mandato divino o alienígena venga a exterminarnos, sino que simplemente la naturaleza nos irá borrando uno por uno, como los niños que aplastan con un dedo una fila de inocentes hormigas. Nosotros distamos de tener el mínimo rastro de inocencia, y si hemos de morir será porque se precipitará sobre nosotros toda la mierda que decidimos darle al otro, a lo otro, a lo largo de nuestra existencia como especie.
¿Ante esta lluvia inminente, qué se nos derretirá primero, la cara o la conciencia? ¿Nos abrigamos o vamos por una sombrilla?

Suelo ver en el paraguas un medio de permanencia, de estar, de seguir estando. De alguna manera, avanzas debajo de los aguaceros torrenciales con una estructura metálica endeble sobre tu cabeza que sostiene un firmamento de tela impermeable. Como si llevaras tu pequeño cielo de un lado a otro.
Sigo utilizando un paraguas que me regaló mi madre hace por lo menos diez años. Tiene una funda en forma de conejo que antes me hacía sentir ridícula y que hoy veo con nostalgia. Aún con su infantil forma, las lluvias con sol siguen siendo grises.
¿De qué color es tu paraguas?

Tengo la certeza de que la casa de muñecos de mi abuela fue habitada por gente miniatura en algún momento. Gentecita que tomaba el sol sentada sobre una uva o que vivía por semanas de la cosecha de granos de elote de una sola mazorca. Necesariamente se protegían del mal clima con los paraguas de cocktail, y cuando arreciaba la tormenta, tenían que cuidarse de las inundaciones y las goteras de su inclemencia, igual que nosotros. Aunque me queda claro que nosotros somos más frágiles, porque elegimos ahogaros en los charcos de la indecisión.
¿Habrá manera de ponerse una caperuza de plástico para no sentir las lágrimas del lobo cuando te esta devorando?

De vez en cuando ejercito mis lagrimales bajo la regadera. Tiendo a creer que el llanto pasará desapercibido por la esponja y el jabón, y que al final, se escabullirá por la coladera para incorporarse a las aguas negras de otro corazón.
Ahora mismo no sé si estoy llorando o si sólo ya me acostumbré a que el agua corra por mi cabeza.

A veces tengo el privilegio de quedarme en la última en la alberca del condominio, cuando al vigilante se le olvida ponerla a dormir con el incómodo plástico que la protege en la noche (y por el que intenté caminar sin hundirme un día). Ahí me quedé flotando boca arriba, sintiendo en el cuerpo pequeñas agujas que eran las gotas frías de una lluvia firme, decidida, y particularmente musical. Cerré los ojos y escuché la canción involuntaria. Tuve la melodía atrapada en mi cabeza incluso días después, cuando ya estaba seca.

Decía Gógol que la felicidad se convierte en tristeza cuando uno permanece demasiado tiempo frente a ella. Hace rato que ni siquiera la veo pasar a lo lejos.
¿Será que ha decidido cambiar de rumbos?

De pronto me han entrado unos deseos atroces de lloverle a la gente. De mojarles y de vez en cuando acompañar sus intentos de evasiva con granizo. De llover frío y con gotas gruesas, pesadas, impertinentes. De ponerle play a un remake de mi persona en el que no me reconozca.
Si lloviéramos, seríamos tormenta eléctrica. Sin tregua para nadie.