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RHYE: Aquí no suenan cumbias

- Por: helagone

por Chicomoñó
@CHICOMONIO
Frontón México, 01 de febrero del 2018, 21:45 horas.
Es la primera vez que piso este recinto y todo me parece ajeno. Desde que entro todo huele mejor que mi baño, la fragancia que despide este lugar está entre el Bright Crystal de Versace, Agua de Rosas de Adolfo Dominguez, One Million de Paco Rabanne, Boss Bottled de Hugo Boss y mi loción Glade Lavanda.
Lo primero que veo es una barra repleta de gente que quiere emborracharse con lo más fino del lugar, pagando cada trago con tarjeta de crédito. Muy pocos traemos efectivo. Y es ahí donde las clases sociales se dividen.
Más de cuarenta minutos en una fila para comprar una cerveza se me hace exagerado, pero es más la sed que traigo. En la espera veo dos eventos que me llenaron de un poco de enojo y bastante pena ajena.

Primero, un berrinche muy justificado de una chica que pagó con una tarjeta American Express Negra, y no le devolvieron. Llena de enojo le gritaba frases al bar tender como: “Quiero mi tarjera ahorita si no hago un desmadre” o “Me vale madres, yo te la di a ti y tú me la regresas. Ya no voy a discutir contigo, wey”. El segundo lo protagonizó un “chavito bien”. Como es sabido, en festivales y conciertos, usualmente sirven dos cervezas en un vaso de más de un litro, que tiene más espuma que cerveza. Pides una espuma con chela, pues. Ese fue el incidente que detonó la ira de mi amistad el “chavo bien”, quien al ver su vaso, hizo un reclamo firme y contundente: aventó la cerveza al piso de la barra gritándole al bar tender “A ver weeeeeeey, tiene chingos de espuma, te pedí una cerveza grande, así que sírvemela hasta arriba, sin espuma”. A su alrededor la gente no se inmutó, de hecho nadie lo peló. El bar tender se disculpó y le sirvió su respectiva cerveza hasta arriba y sólo le cobro una.
Diez treinta: yo sigo en la fila esperando mi cerveza. En ese momento escucho un alarido ensordecedor,  RHYE acaba de salir al escenario. Cuando, al fin, el mismo bar tender que protagonizó el segundo incidente me atiende, me da, sin faltar a la tradición, mi vaso con más espuma que chela. #ShitsHappens.  Sin más reparos, como dictan los cánones de los conciertos, paso empujando “gente bien” y me cuelo lo más adelante que puedo.
Ya adentro sé que hay gente famosa y artistas de la televisión, bueno la verdad sólo lo supongo porque alrededor de mi huele bonito y alcanzo a ver que no traen ropa de liquidación de Zara o Forever 21.
Lo primero que pienso es que no encajo porque traigo un abrigo cholo. Mi lugar no está en la “zona general” sino en las gradas; porque es ahí donde la gente aplaude, silba, baila y se emociona a la menor provocación. En la zona general están los “niños bien”, a los que el papá les pagó el boleto, los que sólo van a platicar sobre el profesor culero que mañana hace examen en el Colegio Cumbres o sobre por qué se encabronaron con sus papás, aquellos cuyos problemas existenciales radican en que no han conseguido el Iphone X color rosa o dorado.

Pero trato de concentrarme en la melodiosa voz de Milosh, ese canadiense voluble que pide que la gente guarde silencio para que luzca su voz en un recinto iluminado por colores tenues. Me enfoco en disfrutar la música melancólica que produce la banda, pero me sigue distrayendo la plática absurda de dos niñas que no se cansan de hablar de una fiesta donde se pusieron pedísimas y se dieron a tres weyes en una noche.
Me muevo quince pasos adelante para concentrarme en el concierto de RHYE.
Logro llegar a un lugar donde puedo observar y escuchar a la banda. Mis ojos, por extraño que les suene empezaron a llorar, no sólo por ver a una banda que emula tristeza y es lo único que en esos momentos karmáticos siento en mi corazón, sino porque cada que veo una banda que siento cercana, lloro.
Es ahí cuando comprendo dónde me encuentro. Logro sentir en el pecho cada una de las canciones, cada que termina una canción aplaudo eufórico y chiflo como si fuera arriero, aunque la “gente bien” me mire feo.
Así pasan varias canciones, entre ellas Last Dance, Verse, The Fall. En un santiamén el concierto se me pasa como agua entre los dedos. Termina Open, y lo primero que veo es que el escenario se pinta de azul neón. El vocalista se empodera y pide silencio absoluto a una audiencia expectante pero entregada.

De un momento a otro, la gente guarda silencio y ambos sectores del público se unen dejándose llevar por el juego de luces y los acordes de una melodía que invita a dejar a lado los problemas que cada quien trae cargando en sus hombros. Al terminar la canción, apaludo con tanta euforia que siento que toda mi tristeza acumulada desde hace un año finalizara con un gran suspiro.
Me siento aliviado y sin embargo sé de cierto que, en ese lugar y con esa gente, nunca sonarán cumbias.