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"Si sos tibio, no pasa nada con vos". Entrevista con Pablo Pacífico de Los Peces Gordos

- Por: helagone

por Martín Vallejo
@MartinGVallejo
“¿Que hacés, hermanito?” El punto de encuentro es un bar en la esquina de Junín y San Martín. Busca posición en el box procurando no maniobrar con el brazo izquierdo. Acaban de retirarle el yeso que protegía una fractura en la zurda, la de los acordes. Un mes atrás se lastimó por defender a un amigo en una pelea callejera. “En el momento no me di cuenta, al otro día me levanté con la mano hinchadísima”. Tales manos son concisas, curtidas; la mal herida luce incómoda, se está readaptando a la libertad y aún muestra restos de tiza. “Me las quebré un montón de veces por el rugby, por eso me cuesta tanto recuperarme, no puedo tocar la viola mucho tiempo seguido porque duele”, explica. El mozo se acerca y registra el pedido; “Mi café no muy cargado, si no, voy a terminar cantando como Goyeneche”, advierte sin perder la postura.
Marcelo Pablo Pacífico (usa el segundo para diferenciarse del padre) nació el 16 de abril de 1970. Vecino del Barrio Obispo Piedrabuena, anduvo suelto por el predio del Lawn Tennis Club desde pequeño. Antes que la ovalada, supo sostener una raqueta, para luego alternar ambas disciplinas. “Al principio mi viejo nos llevaba a jugar al rugby a Lince, porque mi abuelo fue fundador. Después decidí quedarme en Lawn Tennis. Mis compañeros del colegio jugaban ahí”.
Mediante un intercambio cultural tuvo la oportunidad de residir en un país donde el rugby es poco menos que un dogma y allí asimiló ciertas nociones: “El último año de secundaria lo hice en Pretoria, Sudáfrica, a través de una beca.” De inmediato traza una línea distintiva: “En Sudáfrica se vive el rugby como aquí el fútbol, en los parques los fines de semana. Entonces todos saben jugar de todo. Chocás con un wing y sentís que chocaste con un pilar, esa es la diferencia. El deporte es el mismo en todos lados, pero si te vas a Cardenales proponen un juego y en Tucumán Rugby otro”.
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Pablo no supera el metro ochenta, lejos de la talla que hoy requiere un tercera línea, su posición: “Antes no éramos tan grandes. Había estado en un seleccionado de menores jugando como wing forward y cuando llegué a Pretoria me pasaron de hooker. Ahí sí que era petizo para ser ocho. Pero me di con que allá el hooker es el que más toca la pelota en un partido, entonces me encantó. Fui al Christian Brother’s College, que tiene un colegio en cada ciudad del país; a fin de año se arma un seleccionado con alumnos de todos lados. Y quedé”. El rol dentro de la cancha deja entrever la clase de jugador. Él lo define: “Siempre me gustó la rosca, jugar con la pelota del otro, el contacto. Me gustan los equipos que juegan fuerte, pero no es gratis, el cuerpo lo siente”.
Resume una etapa rugbística de más de quince años. Constantes lesiones ligamentarias en la rodilla izquierda (pasó seis veces por el quirófano, en una de las cuales le aplicaron una placa de platino), lo apartaron finalmente de las canchas: “Jugué hasta lo que en ese entonces era M-23 (menores de 23), un par de partidos en intermedia, primera y de ahí los médicos me recomendaron que abandonase. Entonces le empecé a dar más bola a la música”.
De una manera u otra Pablo, aún pone el cuerpo por la casaca. Respetando el sentimiento hace propia la vida del club al cual pertenece y aunque cueste se hace cargo. Cada entrenamiento implica el desplazamiento desde Tafí Viejo, alzando pasajeros en Yerba Buena para aterrizar en el Parque 9 de Julio. Tres hijos mantienen el vínculo latente; Martina, destacada hockey player en la M-17, Lucio y Bruno, en la M-12 y M-9 respectivamente. “Me gustan ese tipo de rituales de trasmitir el ser hincha. Soy fan de mis colores, idealista. Tengo para rato en El Salvador.”

Y una radio que sonaba…

Eran principios de los 90. Pablo Pacífico apenas sumaba una mínima experiencia musical. Siendo alumno del Colegio Sagrado Corazón, inició el coqueteo con la guitarra, se agrupó con amigos, rasgó la viola y cantó a modo “casero”. Pero sobre todo, fue oyente: “Me encantaban las bandas, iba a los ensayos y así conocía a los músicos.” En esa faceta como espectador es que se encaminó el andar del incipiente artista. Estar presente fue determinante. Nada menos que el debut se dio a partir de aquello; el dueño de una sala de ensayo en la que Pablo era habitual le propuso armar “algo” a fin de presentarse en la semana de la Escuela Tecnológica… y sucedió: “Por supuesto que salió un desastre”, confiesa. Hernán Vallejo, partícipe de aquel bautismo escueto en gloria, pensó en contactar a Luis Dorieux, regente de un pub y reconocido baterista. Este aceptó y los citó, prometiendo reunir los recursos humanos necesarios: “Era la selección. Todos de primer nivel. Me di cuenta de que estaba por tocar con ‘los peces gordos’ y así quedó”.

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Fue entonces cuando el estudiante de medicina, aún jugador de rugby, cedió ante sus impulsos a plena conciencia para sentar precedentes: “Ya no me interesaba tanto ir a entrenar, sino la música”, desliza. En dicha transición Pablo fue abanderado, generó un efecto contagio entre dos universos que asemejaban muy distantes. Su hermano Juan formó Los Vellos Púbicos en el seno del Lawn Tennis; banda integrada, entre otros, por un joven Bernardo Urdaneta (Entrenador de Los Jaguares), guitarrista y melómano del metal. Y es sólo un ejemplo: “Antes no era compatible hacer las dos cosas. Había un prejuicio estúpido y discriminación. Ahora es mucho más libre. De hecho, hay mucha gente en el club que me pregunta dónde puede mandar a sus hijos a aprender guitarra o canto”.
A la hora de cotejar nexos que puedan servir de puente entre una disciplina y la otra, Pablo prefiere hablar de principios, porque los códigos “son para el supermercado”. Le arranca la tapita al alfajorcito de maicena que acompaña el café y expresa: “Los valores que se aplican en el rugby como en la música son una adaptación de los que se reciben en la casa, en la vida. Solidaridad, amistad, tratar de ir siempre con la verdad. En algún lado se llaman de una manera y en otro de otra, pero son los mismos. Para ser músico hay que ser idealista, porque pensar en hacer guita no es acertado. En el rugby igual, sino defendés tus colores sos un tibio, y si sos tibio no pasa nada con vos”.
Dos décadas de trayectoria avalan a Los Peces Gordos; un recorrido sólido labrado a la vieja usanza permite desmenuzar criterios y aggiornarse de ser necesario: “Antes era más artesanal. Podías medir a un músico por los equipos que tenía porque sabías que los había comprado con su música. Hoy la madre de Pepito le compra equipos para que aprenda. Esfuerzo, pasión y talento”, repite en una fórmula anacrónica: “Yo puedo ser famoso desnudándome en la calle. Sos popular cuando te metés en el corazón del pueblo, cuando las canciones se conocen, e inconscientemente Los Peces siempre buscamos eso”. El teorema del éxito resuena; esfuerzo, pasión y talento.

En la alineación actual de la banda perduran del formato original el bajista Pedro Gómez, el propio Dorieux, paradigmático batero, y por supuesto quien vocaliza y compone. En el conjunto cada cual se sostiene por propio peso, para relucir como un todo en armonía: “Compongo en una serie de acordes simples y los demás miembros de la banda lo descomponen, le dan forma. Yo les relato el sentido del tema a mi manera y ellos lo interpretan, le encuentran las notas.” En el 2009, se editó el primer disco solista de Pablo Pacífico: Colectivo, donde las melodías son “más rusticas”. “No tengo el lujo de la cantidad de instrumentos”, asegura el cantautor, quien allí se hace cargo de la guitarra.

Hay momentos de mi vida…

En el hogar Pacífico el repertorio fue amplio. Desde un casete de Carlitos Balá para que los chicos se queden quietos, al Zorzal Gardel, Ottis Reding, Elvis Presley, Roberto Carlos, Los Alfiles (por aquella niñera santiagueña), Kiss, Lou Reed o Salvatore Adamo. Diversas influencias que decantaron en un género compacto, de necesaria profundidad; esa génesis ilimitada: “El blues es el lamento ciudadano. En los valles se escucha folclore, se escucha mucho la chaya, que es un lamento. Me considero un compositor de música popular. Nuestras composiciones tienen de todo un poco. Muchas de mis canciones las cantan folcloristas. Existe una mezcla.”
El ejercicio de escribir diariamente lo mantiene abastecido, e incluso le permite ceder parte de su trabajo. La literatura influye: Menpo Giardinelli, Federico Andahazi, García Márquez, Hemingway, entre otros. Pero la inspiración surge de musas mundanas: “Le canto a la vida, a las cosas comunes. Por ahí a frases que me gustan. Trato de contar una historia”. Y ocurre, como en la generalidad de las creaciones artísticas, que esa historia es la propia: “Para mí es autobiográfico, es una canción para mí. Ese tema emociona porque más o menos nos ha pasado a todos lo mismo. Son puntos en común. Cuando la gente se encuentra en una canción, es un éxito.”
Pablo trabaja formalmente en las oficinas de Anses ubicadas sobre la Av. Aconquija al 600, en Yerba Buena. Maneja un contraturno por la tarde y nunca asiste los viernes: “Al tener laburos de noche logré un acuerdo con mi jefe, quien me dio esa posibilidad. Cuando haces música tenés la suerte de haber alegrado a tu jefe o a su papá o a alguien y te dan permiso. Después lo arreglás con horas extras o laburando los sábados.”

Los domingos a la cancha…

“Son los colores que me heredó mi viejo”, comienza. La casa de la abuela en el cruce de Roca y Alem, los almuerzos en familia y el trayecto hasta el estadio en los hombros de papá: “Guardo muchas postales de esa época; el solcito de esa hora, el olor a mandarina, las canchas llenas sin tanta violencia. Después viví momentos inolvidables, el gol de cabeza de Torales. En Brown, el olímpico del “Bomba” Scimé para el ascenso”. Pablo nunca tuvo reparo en admitir su cercanía con el club de la Ciudadela, y por ende en alguna ocasión le tocó recibir pálidas… “Cosas del fulbo”. “Muchos músicos no dicen de quién son hinchas por miedo a que alguna parcialidad de su público se disguste. Está bueno que la gente sepa quién sos, qué te gusta, definirse, y así te pueden elegir”.
Conquistado el debido reconocimiento como hincha santo, Pablo participó en los festejos por los cien años de la institución, y le tocó cantar ante una tribuna repleta: “Cuando toqué Para mí comenzaron a corear, fue algo que no esperaba, se me hizo un nudo en la garganta. Fue una experiencia muy fuerte”.
Entender la pasión también implica resignar cuando es preciso, manejarla. Ante eso la costumbre dominguera se encuentra suspendida: “No me gusta que me garquen, hay gente que no le importa nada y compra quince perros que no tienen amor por lo que hacen. Prefiero perder 19 a 0 con chicos del club, y no que traigan a unos hijos de puta que encuentro donde canto y al otro día juegan. Soy hincha, pero la boludez no es pasión. Es permitirle a un garca que siga siendo el rey.”
Pablo reniega de los manejos, le repercuten: “Ir a la cancha me estaba haciendo daño, me daba acidez. Ahora lo escucho por radio y sufro, pero no les voy a dar guita para que sigan haciendo lo que quieran”. Hacia el fututo plantea hipótesis, sinceramiento: “Grandes ilusiones, grandes desilusiones. Hay que saber dónde estamos y quiénes somos. Habría que llevar a pibes de la liga. Gente de acá. Tenés que poner a once leones que corran hasta la última pelota. No a estos que obedecen a un sistema en el que el técnico los trae y le saca la mitad de la guita.”

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“Sé que hay muchas más para mí, estoy en el trabajo de mostrarlas, pero lleva un plan y eso implica luchar contra otras obligaciones que te tira la vida. Hay que tomar una determinación y estoy trabajando para eso. Pero todavía tengo hijos chicos, no es fácil”.

Sostiene una mirada cargada de sosiego, levemente elevada: “Sin sonar soberbio, todo lo que me he propuesto en mi vida lo he ido logrando. Hoy, mañana, pasado, pero en algún momento. Todo lo que he querido con ganas. Y sé que podré dedicarme a la música de lleno, estoy trabajando para eso. Levantarme a componer, dormir la siesta y de nuevo, y a la noche tocar. Es lo que persigo.”
Coordinamos una visita al ensayo de esa noche. Me indica el camino hasta la casa de Luis Dorieux, en Villa Carmela. Saldado el café, se levanta ágilmente. En su remera hay una imagen de Malcom X. “Lo que me falta siempre es tiempo”, dice. Sale del bar y desaparece entre la muchedumbre que inunda plena zona bancaría un lunes por la tarde.

Un vecino del barrio Los Cerros señala con el dedo la ubicación exacta de la casa de Luis Dorieux. Como advirtió Pablo, todos lo conocen. Sobre la calle de tierra reposa una pequeña jauría de perros. Los ecos sordos se oyen a la distancia. Una señora mayor responde al llamado y me invita a pasar. A unos metros se ve la espalda de Pablo sentado en una silla de madera. “Vení, pasá tranquilo”, dice mientras hace las presentaciones pertinentes. La habitación donde ensayan Los Peces Gordos es poco menos que un museo; platillos y parches de batería con cariñosas dedicatorias decoran la pared recubierta de corcho; fotos de los miembros de la banda, sobre todo de Dorieux, posando junto a grandes artistas del blues y el rock; pósters autografiados y recortes de diario lucen en el costado izquierdo, justo delante de la batería. Una colección de DVD’s y discos se apila en un estante.
Por supuesto, cada uno de los músicos apegado a su instrumento. Frente a Pablo se ubica Pedro León Gómez, acomodado en su silla de ruedas; junto a la bata esta Dorieux: “Somos la única banda que labura con el mismo disco hace veinte años”, comenta el percusionista en tono jocoso. Hace referencia a Corazón de Blues, disco editado en el 98, con clásicos como “Barrio Oeste II” y “Pollo a $6”. Erguidos detrás están Bruno Solito al trombón y Lisandro García con el saxo. En el ala derecha Pablo Yurko hace descansar la guitarra en el regazo, mientras Luis Adad mantiene su postura tras el teclado. Pacífico funciona como eje central; alrededor se ensambla un semicírculo atento a sus indicaciones. Pablo coordina instintivamente con señas y gestos. Ensayan canciones de 4 tempos, estructuras simples y auténticas. Todas conjugan elementos que remiten a una generación, dos, quizás tres; la eternidad de la música. Al lado de su pie yace una hoja de cuaderno arrancada con la lista de temas en tinta azul. En la parte inferior, reservada para culminar el show, se lee Para mí.