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#TrenSuburbano. La letra que divide el mundo

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
10:25 A.M. Los gritos siempre encuentran la salida, nunca se quedan atrapados. Éste no es la excepción. No se entiende bien a bien qué dice, hasta que llega un segundo grito, un tercero, un cuarto. Entonces se puede construir, como cuando los arqueólogos reconstruyen un jarrón, pieza por pieza “Fierro viejo que venda”. Mientras más se acerca el hombre más claro es el grito. Me asomo por la barda: tiene uno de esos carretones enormes en los que el equilibrio no logra entenderse. El hombre descansa un poco, se lleva las manos a la cintura y vuelve a gritar. El perro de los vecinos sale del terreno baldío al lado de mi casa y el hombre gira rápidamente la cabeza, detecta hasta el movimiento más ligero: es la costumbre de quien busca el alimento desde las primeras horas. Los zaguanes y las puertas –de metal, por supuesto- permanecen cerrados, como si nunca hubieran estado abiertos. Nada. Parece querer volver a gritar pero se abstiene, no sé, tal vez tenga un número limitado de gritos por día y ha entendido que aquí, en esta calle, no vale la pena gastar uno más. Como los náufragos que atesoran las bengalas.
Vuelve a mirar a todos lados. Toma un pequeño marro y entra al otro terreno baldío, al que está frente a mi casa. No había visto, pero alguien ha dejado un montón de cascajo: retazos de azulejo, bultos vacíos de yeso, basura. El hombre remueve con el pie y encuentra una columna casi intacta. El primer golpe hace eco en el silencio de la calle, (el impacto del metal contra la piedra es botón de flor gris, las ondas de sonido son los pétalos). Es una pelea antiquísima: el metal, extensión del hombre, artificial, contra la piedra, que existió mucho antes que nosotros. Dos golpes más, tres, cinco. Asoma por fin la varilla, el esqueleto. El hombre sigue golpeando. Yo, mientras, observo lo que trae en su carreta: el motor de una licuadora, un tambor de cama, un trozo de reja; encima de todo, un colchón lleno de manchas ininteligibles: el mapa de los sueños de alguien, los húmedos y los terribles. Un carro pasa. El hombre parece asustarse, quizá en otras ocasiones le han recriminado por tomar algo que, si bien en principio no es suyo, podría pertenecerle porque a nadie sirve, sólo a él: como los pepenadores, los trabajadores de limpia, los que recogen latas y plástico y también los escritores, que recogen lo que los demás consideran basura y le encuentran un uso, un último uso. Ya sea palabras, latas, fierros; el aire (de esos oficios es inútil, no diré cuál, pero se sabe, debe saberse).
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10:35 A.M. Efecto Doppler. O se parece. El grito es distinto ahora que se aleja. En el terreno frente a mi casa está la columna, medio destripada, los huesos de fuera, retorcidos, con la promesa de oxidarse. El hombre renunció pronto, quizás no valía la pena. Un buitre antropomorfizado que vino a desmenuzar un cadáver y no pudo tragarlo; un carroñero moderno. Si el carro no hubiera pasado, quizás, seguiría aquí, frente a la casa, intentando llevarse el metal. No puedo evitar pensar en costos, esfuerzos, ganancias. Quizás al día no logra sacar ni para la renta (estoy seguro que renta, no lo imagino en una casa propia, no puedo). El grito llega otra vez, apenas. Cola de cometa.
11:54 A.M. Rumbo al mercado, en mi bicicleta, repaso la lista que mamá me dio. Todos los martes el tianguis cerca del metro suburbano se instala, y tengo que ir a comprar cosas. No me gusta, pero no todo en la vida es un gusto o una diversión.
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Al pasar frente a la tarimera (la fábrica de tarimas, un punto de referencia en la colonia) escuchó los breves silbidos de las pistolas de clavos, luego el golpe del metal contra la madera (otra vez la lucha del metal, el hombre, contra la naturaleza). En el terreno frente a la fábrica han construido un par de pequeñas casas. Antes ahí sólo había cascajo. Ahora hay cascajo y humanos, además de un par de pequeñas casas con baño comunal (la pobreza máxima, la última, es, creo no tener ni un baño para uno solo) y un lavadero también comunal. Un matrimonio joven está ahí, ya los había visto antes. Pero lo que no había visto es que todos los días (y eso de “todos los días” me lo confirmará más tarde mi mamá mientras hablemos de cómo nos fue hoy) salen y trabajan, un poco al menos, en deshacer las columnas y los trozos de casa para extraer las varillas y venderlas. De lejos ellos dos se parecen: flacos, morenos, un poco altos, con ropa vieja y zapatos gastados. No sé si la pobreza es la que los hace parecerse. Y mientras se turnan para golpear con el marro, su hijo, un niño de dos o tres años, juega entre las piedras angulosas y los tabiques rotos, recogiendo quién sabe qué cosas.
1:13 P.M. De vuelta del mercado, con la mochila llena de verdura y una bolsa de fruta en cada puño del manubrio, paso por tres centros de reciclaje, los conté. En uno de ellos estaban anunciados los precios; el fierro tiene un costo de 2.30 pesos por kilo. Y bajo la lista de precios había un anuncio “Debido a la nueva ley, ahora se descontarán los impuestos (IVA) sobre el precio total de la compra de PET, fierro, papel y aluminio. Gracias”. No creí que fuera así, a mí la palabra impuestos siempre me trajo a la mente grandes empresas, hombres de traje, oficinas, cubículos y conos de papel para beber agua mientras se espera en un lobby de cristales gruesos. Veo que no. Llego a la calle de la tarimera, los veo desde lejos: siguen turnándose el marro. Su posición encorvada, el tono de su piel, la luz de esa hora del día, me recuerdan las imágenes de la televisión donde los hombres trabajan la tierra. Ellos son una especie de campesinos, creo, pero infectados del mal del Estado de México: ni de ciudad ni de pueblo. Alguien lleva a ese terreno las semillas (trozos de casa) y ellos cosecharán, lentamente, flores de metal para vender en 2.30 pesos por kilo, menos impuestos.
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3:40 P.M. Encerrado en mi cuarto, sin tener nada pendiente, miro al techo. Ahí, bajo la dermis de cemento y grava, hay un esqueleto de metal. Luego cuento los muebles que tengo: uno, sólo uno, es de fierro. Lo demás es de madera. Un motor de licuadora, un tambor de cama, un pedazo de reja y un colchón: memoricé el contenido de la carreta. ¿Dónde estará el hombre, seguirá en las calles gritando, recogiendo fierro a escondidas? Salgo a ver la tele (tengo una en mi cuarto, pero no tiene antena) y recorro canal por canal, esperando encontrar, a golpe de control remoto, algo que me sea útil. Hay un anuncio de Palacio de Hierro; luego, una mujer y un hombre juegan en el pasto con su hijo, un niño de dos o tres años. En otro canal se ve una segunda pareja trabajar su jardín, mientras su hija recoge pequeñas flores. Hierro, fierro: una letra divide el mundo en dos.