TODO MENOS MIEDO

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#TrenSuburbano. Noria

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Ayer llegó la feria al pueblo. El campo de futbol, al lado de la iglesia, se vio invadido por las camionetas y remolques que transportan los juegos mecánicos, los stands de comida y artesanías, así como a la gente. Mañana será el día de la celebración del santo del pueblo, los cohetes nos despertarán desde muy temprano. Muchos perros correrán por las calles para no volver nunca; el terror los llevará a lugares de los que no sabrán volver, lugares donde el aire por fin se sacudió el aroma de su orina.
Miro a la gente de la feria comenzar sus labores. Están los que arman los juegos, con las manos llenas de grasa y cicatrices. Siempre lucen ocupados, furiosos, mientras sus hijos, los que aún son muy pequeños para ayudar, juegan en la tierra al lado de la iglesia; esos niños se arrojan piedras y corren a esconderse tras los árboles. También están los que tienen las casetas donde uno puede jugar a las canicas o a los dardos. De niño no lograba entenderlo, pero gana el que menos puntos hace (una matemática a la inversa, una supervivencia a contrario sensu, donde menos es más). Los premios casi siempre son armas de juguete, posters del personaje de moda, alcancías en forma de cerdo o de borrego; los dependientes apenas se ven detrás de todos los premios apilados en la parte frontal del puesto: la vida es la guerra, y ellos, en vez de costales llenos de lodo, colocan juguetes para no morir tan pronto. Cuando me voy de ahí, porque han notado que los miro, el dragón está montado y funcional. Es tarde, un foco los dibuja a medias sobre la tela negra de la noche, mientras ellos beben, se golpean los antebrazos y el cuello para matar a los moscos y continúan su charla.
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Es de mañana, la campana de la iglesia y los fuegos artificiales así lo indican, aunque la luz aún sea una promesa. Me levanto. Los cohetes continúan por al menos una hora. Mamá quiere que vayamos a la feria, porque desde que llegamos a este pueblo nunca hemos ido a una. En el lugar donde vivíamos antes, Nicolás Romero, las cosas eran distintas: la feria era enorme, con muchos más juegos que ésta y muchos más puestos. Siempre, siempre, alguien resultaba herido o muerto después de la celebración. Los niños de la calle aprovechaban para acercarse a los puestos de donde los corrían día a día (porque sólo miraban, sin comprar) y apreciar de cerca los juguetes, la ropa, la comida, las bebidas, los artefactos para hacer bromas. Muchos de ellos se acercaban a alguna pareja de novios jóvenes y pedían, de manera lastimosa, les pagaran el acceso a un juego; algunos lo lograban, otros no. Había algunos que incluso vendían dulces en medio de la gente, la ganancia la usaban para comprar un acceso o, en su defecto, jugar en los puestos donde se arrojan monedas a tapas de metal (pequeños ludópatas, futuros hombres tristes que quizás se matarán en una cantina luego de una partida de baraja, porque el hueco que les dejó la ausencia de una moneda de mayor denominación se abrirá, poco a poco, año tras año, hasta dejar un hombre con el pecho roto, las manos duras y la mirada inamovible).
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Llega la tarde, que ya huele a noche. Mamá y yo salimos a la feria. Es pequeña, casi una representación a escala de otras ferias. El aire embadurnado de mantequilla y nuez. Hay un puesto de tacos, uno de quesadillas y uno más de pan de feria, de donde emana ese olor. Detrás de los puestos, más oscuro a causa de los focos al frente de los establecimientos, el terreno baldío, el campo de futbol: las bambalinas de este teatro. Un hombre, el del puesto de dardos, orina; una mujer vieja, que vende cosas de barro, mueve con el pie el huacal de madera donde duerme un bebé. Los mismos niños del día de ayer, los que jugaban al David y Goliat, se persiguen, hasta que al mayor, de unos diez años, su padre, el del puesto de pizzas, lleva a rastras de los oídos con un lazo hecho de malas palabras. El dragón, la atracción principal –es una feria pequeña, no hay rueda de la fortuna- oscila, rasga la oscuridad con sus focos rojos y naranjas. A su lado, seis caballos pequeñitos, pigmeos, parpadean de sueño: los han colocado en una especie de carrusel, donde un palo les sostiene la barbilla y no los deja dormir. Algunos tienen las patas sobre la plasta casi líquida de sus heces; se espantan las moscas con la cola, pero no pueden hacer eso con las que tienen en el lomo. Reloj de seis horas, noria del pozo de la vida, día sin noche; sufren y nadie parece poner atención a ello. Un hombre pobre, joven, paga para que su hija suba a uno de ellos. El dueño de los caballos los azota para que empiecen a andar; también el sufrimiento anda en círculos: así será toda su vida.
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Le digo a mamá que nos vayamos. Otra vez, como cuando era niño, la feria me llena de un sentimiento espeso, amargo; tengo ganas de llorar. Nunca, a diferencia de muchos de mis primos y compañeros de escuela, me gustó la feria. Quizás el miedo a ser robado –los adultos de mi familia decían que si ibas solo a la feria te robaban- quizás la tristeza de ir ahí durante el día (una feria a la luz del día es como una prostituta sin maquillaje, formada en la fila de las tortillas, que se cubre los senos con un suéter viejo y hace cuentas mentalmente) o quizás pensar en esos niños que, como los caballos de ese carrusel, están atados a una noria invisible. Antes de irnos vemos a una pareja de ancianos que venden tamales. Nadie les ha comprado, así que nosotros lo hacemos. Otra vez esa pobreza volteada, donde más es menos: el bote está lleno y se miran con desesperación. Es tarde, casi no hay gente y el carbón es un animal en el último estertor de vida.
Al otro día, por la tarde, veo a la feria partir. Llevan al dragón sobre un remolque lleno de grasa. Y mientras se alejan, me imagino a los hombres, a las mujeres de la feria, como un grupo de nómadas que lograron cazar al último dragón de la tierra y van de pueblo en pueblo, exhibiéndolo. Volverán el año entrante: todos estamos atados a la noria de los años, todos con la vida bajo la barbilla; andando en círculos, con los pies en la suciedad de los meses y los segundos, como moscas, sobre nosotros.