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#TrenSuburbano. Qué somos

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
Imágenes de Santiago Robles Bonfil
El perro se acerca a la calle, a la orilla. El tránsito se detiene y él pone las patas delanteras en el arroyo vial, entre una combi y un carro particular de aspecto nuevo: la combi está, desde donde lo veo, a su izquierda; el carro a su derecha.  Los perros han aprendido a mirar a ambos lados de la calle, a leer los movimientos de los vehículos.  Ya tiene un carril cubierto, le falta el otro. Avanza. Así como yo no lo vi, él tampoco: un tráiler lo arrolla. Una llanta, la delantera; luego las dos traseras y una pausa del largo de la caja –¿Conduzco de manera adecuada? Reporta  al 01-800…- después las otras dos llantas traseras. Los huesos debieron crujir, es seguro, pero no los escuché: audífonos. Al menos por un tiempo, espero que no para siempre, The everlasting gaze,  de Smashing Pumpkins sonará a muerte de perro. No era de nadie, y por lo tanto era mío, del trailero que va para la central de abastos, del taquero y de los albañiles que construyen el paso a desnivel en la zona entre Teoloyucan y Cuautitlán: de todos.

Pago los tacos y me levanto.  No terminé el último, no por asco, sino por una especie de tristeza pequeñita a la altura del estómago. Camino hacia mi casa que está, afortunadamente, hacia el lado contrario de donde atropellaron al perro. Volteó una última vez: los vehículos pasan uno tras otro; para la noche, a más tardar, ese perro será una alfombra adherida al recién inaugurado concreto hidráulico, un rompecabezas negro, apenas orgánico. La costra que deja la herida de la modernidad.
¿Por qué tardan tanto en la construcción?, me pregunto, llevan ya dos años con ese puente y no lo acaban. No es que me importe mucho: yo ya no ando por ahí regularmente. Antes sí, cuando venía de Politécnico todos los días y tenía que esperar hasta dos horas sentado en la combi –recuerdo entonces lo mucho que detesto las combis, pero no es que haya mucha opción: para mi casa no hay camiones– sentado, ya lo dije, con los rayos del sol arañándome la cara y el cuello, la música del chofer a todo volumen, atravesando mis audífonos y mi música (como cuando un perro chico muere en el hocico de uno más grande y enojado, sin que haya mucho por hacer). Por qué, me vuelvo a preguntar, por qué tanto para acabar ese puente.
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El polvo es un gato enojado, te araña las fosas nasales, la garganta, los ojos. Te destruye la ropa –porque hay que lavarla más seguido, al igual que los tenis– y te destruye también las ganas de cualquier cosa. Ellos no tienen la culpa, pero me caen mal: odio a los albañiles que con sus martillos hidráulicos y tractores despertaron al polvo en plena primavera. A ellos parece ya no importarles: su piel y el polvo, si no se llevan bien, por lo menos se toleran, como los matrimonios viejos.
Luego de veinte minutos de caminar, por fin el polvo –el fino, el que sale del molino de los taladros– comienza a quedarse atrás, ya no me sigue. Doy cinco, diez pisadas fuertes para sacudir mis tenis: nada, siguen casi igual de opacos. Tampoco hay mucho caso, aquí siempre hay polvo. Miro los carros, las combis, los tráilers que van para allá, para la zona donde hay más caos, donde están las excavaciones para poner los pilares del puente, donde estaba comiendo tacos hace apenas unos minutos, donde el perro ya debe estar más incorporado al pavimento, donde tuve que ir a recoger una pieza del carro de mi hermano. Siento lástima por ellos, en verdad: para cruzar una zona de apenas un kilómetro van a tardar hasta cincuenta minutos. Pero no es que tengan mucha opción: es su trabajo, es su vida.
“Disculpa las molestias que esta obra te ocasiona, trabajamos para tu beneficio” dice un letrero a unos metros de donde estoy. Junto a él, uno de esos letreros amarillos con figuras o letras negras: un obrerito hecho de rayas y puntos excava. Los puestos de comida también están a orillas de la carretera, achaparrados de tanto polvo que el viento les trae desde la construcción. Tienen, algunos de los hombres o mujeres que despachan, una mirada incrédula, cansada: aún no se acostumbran a la idea de que los buenos tiempos, los de gran venta, ya se han ido para siempre. Cuando apenas estaban pavimentando esa zona –ésa donde está su puesto- cuando los albañiles estaban ahí cerca, seguro que vendían más –o poco, al menos- y creyeron que duraría para siempre. Los albañiles siempre llevan consigo algo parecido a la esperanza, hasta los perros lo saben, por eso rondan la zona: luego de almorzar o desayunar, los trabajadores siempre tiran huesos, o trozos de tortilla, pan, algo. Pero a diferencia de los perros, los puestos están pegados al piso, no pueden seguir a la construcción adondequiera que ésta vaya. Y dentro de los puestos se quedan prisioneros los dependientes.
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Mentí un poco: aquí no todos los perros son libres de ataduras. A una cuadra de mi casa, cerca de las empresas, está  la vulcanizadora. Junto a ella, amarrado con cadenas a un árbol, el perro que, se supone, la cuida. Su cabeza enorme contrasta con su cuerpo delgado, donde las costillas le aran la piel. La lengua de fuera, colgando; los ojos quietos, colgando en el horizonte.
Llego a la entrada del municipio. Otra vez el letrero de las disculpas, como una advertencia a los que están a punto de perderse aquí. Una enorme lámina colocada justo debajo del letrero de Bienvenidos a Cuautitlán (“Entre árboles”, dice debajo, para los que no saben qué significa el nombre). Pero no hay árboles, ya casi no, al menos en esta parte: a las orillas de la calle –recién pavimentada– se pueden ver los árboles que tuvieron que ser removidos para que avanzara la obra, arrancados desde abajo, las raíces muertas, polvosas: pulpos petrificados, a la deriva en lo que antes era un mar. Una vez escuché que aquéllos que no entierran a sus muertos son bárbaros: aquí en el Estado no se entierra a los perros callejeros que mueren, no se entierra a los árboles que murieron en aras de calles más grandes, no se entierra las vías del tren que ya no se usan, que murieron de aburrimiento, de desuso; no se entierra a los perros medio vivos, ni se les deja vivir. Sólo se espera hasta que el viento, con sus dientecillos de polvo, de pedernal microscópico, se trague todo.
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Al entrar a mi casa lo primero que hago es tomar agua, vasos y vasos para lavarme la garganta. Mi perro se acerca a saludar: sus ojos –que también son los del perro de la vulcanizadora, que también son los del perro atropellado, que son todos los ojos caninos y todos los ojos humanos del mundo: una mirada eterna, como dice Billy Corgan– me hacen recordar: quienes no entierran a sus muertos son bárbaros. Qué somos, me pregunto mientras mi mamá descuelga la ropa del tendedero (el polvo quiere anidar en las cobijas recién lavadas). Qué somos. Escucho sus pasos sobre la grava suelta del patio: suenan a osamenta quebrándose.
Qué somos, le pregunto a mi perro, me pregunto a mí mismo a través de sus ojos.