TODO MENOS MIEDO

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#TrenSuburbano. Remesas

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Después de tres meses (para mi madre: para mí han sido ocho) de no visitar a mi abuela, hoy, por fin, tomamos la combi, el camión y la segunda combi que se necesitan para llegar a su casa, en el municipio de Tlazala. Al bajar del tercer transporte, la segunda combi, lo primero que se puede ver es un deshuesadero enorme, que le gana terreno al monte; filas y filas de autos oxidados a medio devorar, a medio olvidar; a su lado, casas enormes, bellas, con una o dos trucks, american trucks, en el parking lot. Luego, enfrente, una enorme cuesta bordeada de maleza; al final, en la punta del cerro, la casa de mi abuela. La carretera es una frontera.
Agitados, con bolsas de despensa en la mano, tocamos a la puerta; las ocho cruces de metal, soldadas a la puerta en la parte superior –que mi abuela mandó forjar para bendecir la casa, su primera casa propia de toda la vida- vibran cuando golpeó la puerta con el puño cerrado, tan fuerte como puedo. Luego de unos minutos, mi abuela, a gritos, pregunta quién está ahí. Mamá responde, la puerta se abre y el rostro de mi abuela (del que el tiempo y un hombre hicieron una copia al carbón: mi madre) se asoma; también es mi rostro: esto es, sin duda, un aviso del tiempo, asomarse a las aguas del futuro. Pasamos.
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Lleva una pañoleta en la cabeza, la nubosidad en sus ojos anuncia sólo siluetas con posibilidades de no volver a ver jamás. Nos invita a sentarnos a la mesa del comedor, donde hay, invariablemente, nueces y cajas de medicina. Tras esa mesa, otra, donde hay una orografía de la fe de mi abuela: santos, deidades, ángeles, un niño Dios y una copia de más de un metro de La última cena; las cosas que ha acumulado durante una vida de creer que Dios la vigila desde las alturas y no le ha permitido morir en más de 85 años.
¿Cómo estás, abuela?, ¿ya te tomaste la medicina?, ¿sigues yendo al doctor? Las preguntas que le hago parecen no importarle. Las paredes tienen manchas de humedad porque se niega a abrir las ventanas. La casa es un amasijo de recámaras enormes, la mayoría abandonadas. El terreno, un pedazo de ladera, un peñasco donde sólo florecieron los hubieras, le costó, al menos, diez veces más de lo que en realidad valía; otro tanto con la casa. Una mujer anciana, sola, que no sabe leer, y que durante más de diez años recibió, cada mes, 12 mil pesos en remesas, enviadas por su hijo, es una amenaza de estafa. Sus vecinos, los albañiles, los abogados, el municipio y los sacerdotes lo supieron ver. La fe sólo tiene un dueño en esa casa: ella. A mi tío, cuando volvió, sólo para encontrarse que diez años de pulir pisos y lavar vajillas en un restaurante de Estados Unidos (Denver), habían terminado así, se le acabó.
Mucha gente en este municipio tiene familia en los Estados Unidos; así han construido sus casas. Hay colonias completas llenas de casas enormes, bellas, hechas a la usanza de las ciudades de Estados Unidos; nadie las habita en ocasiones, sólo están allí, como un mausoleo a los que están muertos de distancia y a veces de olvido. Hombres que se fueron una madrugada, con un escapulario al cuello –mordiéndoles la manzana de Adán como una serpiente de tela y cabeza rectangular- y una bendición entre los ojos y la frente. Hombres que tuvieron miedo, hambre y sed, y luego de algunos meses lograron sacudirse el yo me llamo para rellenarlo con un I am, luego mandar dólares a la mujer y los hijos que se quedaron en una tierra que, como a su familia, aman con mayor intensidad cuando están lejos.
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-Deberías ir al doctor a que te revisen, siquiera deja que te lleve –mamá trata de convencer a mi abuela de algo que, sabe, no cambiará: su pequeña lucha de madre e hija, batalla perdida de antemano.
Mi tío no está en casa; trabaja, otra vez, como panadero, el oficio que aprendió desde niño. Trabaja diez horas, por las que recibe un sueldo equivalente al de una hora en Estados Unidos; nada poético en el pan, ni en su elaboración, como lo quiere hallar Cristina Pacheco en su programa. Sólo manos entumidas, uñas llenas de harina y antebrazos como troncos. Un sueldo bajo, nostalgia por una segunda tierra que se hizo la primera.
Otros hombres parten y años después, cuando están asentados, cuando hay un poco de seguridad, mandan por sus hijos. Las nubes se van al Norte, el viento las lleva de la mano, y con ellas el agua; también las familias, a veces, así se van. Luego, años después, vuelven, sólo para descubrir que ya no encajan, que México es una palabra sin traducción fiel al inglés que ahora hablan o creen hablar; se van de nuevo en pocos días, dejan atrás las casas, las remesas, y una foto suya con sombra de veladora.
Mi abuela nos dice que la ayudemos a bajar las peras, que el árbol está cargado y nadie la ha ayudado a bajarlas. Tomo una escalera vieja, de madera podrida, y luego de subir un par de escalones arrojo, como puedo, las frutas que mi madre y mi abuela reciben con una sábana extendida. Regresamos a la sala a escoger las podridas y las que aún sirven; separar las buenas mies de las malas. Mi mamá y mi abuela conversan, con las peras en las manos, como mediadoras.
-Vámonos para la casa, no puedes estar sola.
-Tu hermano llega en la noche, no estoy sola; además, mis santos me cuidan.
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Del cielo también le llegan remesas a mi abuela, cantidades pequeñas de vida, en forma de días; la moneda corriente entre todos nosotros, los humanos. La moneda católica, la fe en la Virgen María y en Jesucristo, está devaluada para mi tío Javier: durante su estancia en Estados Unidos cambió de religión, varias veces intentó convencer a mi abuela de cambiarse a esa otra doctrina: como mudarse de casa porque la actual tiene goteras, humedad, cosas sucias. Mi abuela morirá en esta casa, instalada en esa fe, y ya nada la hará cambiar de opinión.
Luego de separar las peras, mi abuela se levanta y saca del ropero una caja llena de discos compactos: muchos son de Los tigres del norte. Del Norte. Toma un disco, lo pone y sube el volumen: la casa se llena de historias de gente que se fue a buscar una mejor vida, de hombres que murieron en la frontera. Quizás esas canciones le hacían pensar en mi tío durante todos esos años de ausencia.
Debemos irnos, se hace tarde y estamos lejos de casa. Mamá recibe la bendición de mi abuela, agacha la cabeza, aunque ya no cree en la religión. Besa la mano de su madre, un trozo arrugado de pergamino donde está escrito nuestro origen, lo que somos. Mi abuela sale a despedirnos, nos dice adiós con la mano desde la puerta de entrada a su casa, protegida por sus ocho cruces de metal oxidado, por las que de seguro pagó una cantidad injusta. A ver cuándo vienen de nuevo, dice, y traen a los demás. La familia: algo que está lejos, que ya no sabemos si existe o no, de la que a veces le llegan noticias, remesas; la familia que se le quedó a mi abuela del otro lado del desierto que es la vida. Cierra la puerta y la música aminora, pero no se extingue. Mientras bajamos por la empinada cuesta, vemos, del otro lado de la calle, las casas enormes, bellas, a la usanza de algunos pueblos de Estados Unidos, que se han construido según las instrucciones y posibilidades económicas de los que envían dinero a las familias que se quedaron. Un pequeño neighborhood a la mitad de un cerro en el Estado de México. Toda esa gente, la que se queda, compra veladoras, casi siempre por caja: sólo así se le puede iluminar el camino a un ser querido a través del desierto, de la distancia, que está tras los cerros, allá lejos, al Norte.
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Subimos a la combi, que avanza lentamente porque no puede rebasar en curva al camión de volteo lleno de piedras que va adelante. Cuando por fin llegamos a una recta, rebasa. Volteo y miro el mensaje escrito en el parabrisas del camión “Voy con Dios, si no regreso estoy con él”. Y creo entender muchas cosas de los que se van al Norte a buscar, como ellos mismos dicen “una vida mejor”, pero sé que en realidad ignoro todo, o casi todo, lo que tenga que ver con salir de madrugada, con los ladridos de los perros a la espalda, la bendición en la frente y el dinero para pagar al Coyote o Pollero. Mamá se ve triste, como quien se ha dejado algo atrás, del otro lado de una frontera infranqueable, y no sabe si volver por ello o aprender a vivir así.