TODO MENOS MIEDO

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#TrenSuburbano. Seguridad Social

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
Sueño que un teléfono vibra, pero luego me doy cuenta que no es un sueño: mi celular vibra. Son las cinco de la mañana y es mi papá el que llama. A veces habla temprano, pero nunca tanto. Contesto, suena agitado y me dice que lo acompañe a la Clínica Bicentenario; él está por llegar y espera mi hermano y yo lo veamos ahí. No me quiero morir solo, dice, y cuelga. No sé si morirá, la última vez que nos vimos tenía muy mal aspecto, así que no me parece del todo descabellado. Me visto, camino a casa de mi hermano y subimos a su carro. Hay neblina a los lados de las calles, una capa de hielo abraza la hierba y la copa de los árboles. El vigilante de la unidad levanta la pluma y da los buenos días tras su bufanda negra; su aliento congelado le puso cuerpo a su saludo.
A unas calles del hospital recibo otra llamada de mi papá. Apúrense, ¿no han salido? Estamos a cinco minutos, le digo, luego cuelgo. Mi hermano estaciona al lado del hospital, en un terreno que acondicionaron como estacionamiento, bajo y camino a la entrada del hospital, pregunto por el área de urgencias y, luego de mostrar mi IFE, me dejan pasar.
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Veo a papá. Se ve demacrado, débil, pero eso no es nuevo en él; sin embargo, está tranquilo. Me dice que despertó a las cuatro de la mañana, no podía respirar bien y eso lo asustó. Creyó que con un vaso de agua se le pasaría, pero al ver que no fue así decidió tomar su carro e ir al hospital. Pero en esta clínica de mierda no te atienden, grita en dirección a los doctores, quieren que te mueras. Me avergüenza un poco que lo haga, pero supongo que sentir que mueres y ver a los demás permanecer inmutables provoca eso. Una enfermera se acerca a él y le dice que, si se siente tan mal como dice, lo pasarán de inmediato. Mi hermano llega y pregunta cómo están las cosas. Lo ponemos al tanto y parece irritarse también. Mi papá le dice no a la enfermera y se cierra la chamarra. Busco dónde sentarme, pero todos los asientos están ocupados; incluso hay gente sentada en el suelo, al lado de los baños, de donde sale un aroma a orina rancia, a excremento viejo, seco.
El día comenzó como de forma agitada, pero ahora ha bajado el ritmo. Pocas cosas sé sobre mi papá, pero sé esto: no es alguien proclive a exagerar. Esperamos su turno. Una mujer llora despacito en una esquina. Su rostro, blanco como los azulejos del lugar, encierra un par de ojos tremendamente rojos y una nariz húmeda e irritada. En otra esquina, de forma discreta, una mujer de mediana edad cabecea de sueño. Hace cinco años mi hermana durmió una semana entera en el suelo del área de espera del hospital Lomas Verdes: esperaba el diagnóstico de mi sobrino, que había caído de una bicicleta y tenía un coagulo en el cerebro. Ahora mi sobrino es un adolescente que estudia enfermería; dice que quiere tratar bien a los pacientes, justo como no lo trataron a él.
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Alguien grita el nombre completo de mi papá, nos acercamos y en menos de dos minutos pasa a consulta. Mi hermano y yo nos quedamos en la puerta del consultorio, luego la enfermera nos pide despejemos el área. No creo que muera, le digo a mi hermano, y me quedo sin respuesta. Necesito ir al baño, así que aguanto el olor y entro. Las paredes tienen leyendas y dibujos procaces; de niño, cuando acompañaba a mamá al hospital de Tacuba, me divertía leerlos, ahora me irrita un poco, no sé bien por qué. Me quiero lavar las manos pero la llave está rota. Y me siento más irritado.
Luego de veinte minutos papá sale. No sé por qué, pero desde niño siempre he sentido que el tiempo que pasan los demás pacientes con el doctor es enorme, insufrible, pero cuando tú entras no tardas, sales casi de inmediato. No entiendo. Papá nos dice que no es nada grave: necesita nebulizaciones, pero tardarán un poco en atenderlo. Bajamos al área que nos indican y, ahí sí, nos sentamos a esperar. En la televisión dan el clima, luego las noticias internacionales. Nos pregunta por mamá y le comentamos que, precisamente la semana pasada la llevamos al doctor. Fue viernes, lo recuerdo. A mamá le gusta que la atienda la doctora del DIF de Tultitlán. Vomitó dos veces de camino allí; la presión arterial elevadísima, otra vez. Mientras la revisaban vi a un migrante esperar lo atendieran, su ojo derecho estaba hinchado, con derrames y un corte en la ceja aumentaba el efecto de dolor en el rostro. Tiene ojo de vaca, dijeron los enfermeros que lo revisaron superficialmente. Mamá salió después de unos momentos, pero el migrante se quedó ahí, en la silla, sentado, las manos entrelazadas, tembloroso. En esa zona siempre los asaltan y golpean, no es raro. La hospitalidad mexicana.
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Otra vez el nombre de mi papá, pronunciado en voz alta, me saca de mis pensamientos. Lo llaman al área de nebulizaciones. Pasan diez, quince minutos, y no sale. Me levanto, camino un poco y me alejo de ahí. En uno de los pasillos, de un área que no conozco, hay una mujer vieja inconsciente sobre una camilla. A un lado, de pie, su hermana la toma de la mano (sé que es su hermana porque le decía, repetidamente “Levántate, hermana, sé fuerte; sólo esta, sal de ésta y ahora sí nos vamos a vivir juntas”). No puede estar sentada porque estorbaría a los doctores y enfermeros que pasan constantemente por ahí. No hay camas, así que es eso o nada. Mi teléfono suena: es mi hermano, dice que papá ya salió. Quedamos de vernos en la entrada. De camino allí, miro a una mujer, lleva entre las manos una pequeña chamarra de mezclilla llena de sangre y parece no prestar atención al brazo que le rodea los hombros.
Salimos. Papá nos invita a almorzar. Tacos de carne y papas en un local sin pintar, frente a la entrada de urgencias del hospital. Las cosas cambiaron rápidamente en un par de horas, ahora papá se ve bien y hasta come, luego enciende un cigarro. Desde ahí, donde estamos, el hospital luce imponente, es un pilar de modernidad. Un par de doctores jóvenes se sientan junto a nosotros y comienzan a comer. Terminamos de comer, decimos “provecho” cuando nos levantamos. Papá paga y nos despedimos. El hospital, con sus paredes externas bellas, sus pocas camas, sus baños sucios y demás, por hoy queda atrás.
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De regreso a casa pasamos frente al DIF donde atienden a mamá. Un hombre de aspecto muy pobre se lleva a la boca, con la mano que no tiene vendada, un jugo de naranja. Su esposa –quien parece ser su esposa- lleva en las manos una cartera de plástico, probablemente con los documentos del hombre. A mí papá le pagan aunque no vaya a trabajar, porque la incapacidad así lo permite. Ese hombre, que quizás sea albañil o carpintero, pasará días sin trabajar, sin recibir sueldo. En la venda de su cabeza hay una mancha de sangre.
Por la noche, antes de dormir, papá me llama para agradecer lo hayamos acompañado. Ya sabes, me dice, que yo no me quiero morir en un hospital, aunque venda el carro o lo que sea, pero yo no me muero en el ISSSTE. Le digo que me alegra esté mejor y colgamos. Se escucha en la calle una ambulancia. Las paredes de mi cuarto se tiñen de rojo, luego de azul, y después todo vuelve a quedar en oscuridad. Pienso en las paredes del hospital, que eran azules, y en la mancha en la venda del hombre, que era roja. Después no pienso en nada.