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#TrenSuburbano. Sol de cantera

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
El símbolo de Cuautitlán es una cruz de piedra. Quizás los nuevos habitantes –como yo– no lo sepan, pero esa cruz se encuentra en el centro del pueblo, lo que antes fue el centro del pueblo (ahora el carácter de céntrico lo definen los negocios, no tanto los sitios religiosos). Luce antigua; a juzgar por el musgo acumulado en ella, y la opacidad de sus aristas y superficie, tiene más de cien años. Está colocada sobre un montículo de piedra, para que pueda verse desde lejos. Está por encima de nosotros, de nuestra cabezas; está encima de nosotros (qué difícil es avanzar con una cruz sobre la espalda. Cristo lo supo. Este pueblo lo sabe, aunque no lo sepa; este país lo sabe). Si se mira desde abajo, a veces puede verse cómo las nubes se atoran en la punta, se rasgan, y comienza a llover. Entonces la gente en el parque –a esa cruz le ha crecido un parque en las orillas, un cáncer de árboles, de bancas de acero y de vendedores ambulantes– corre a refugiarse.
La cruz simboliza, de igual forma, la estrella principal de este sistema solar que es nuestro pueblo. A su alrededor orbitan, siempre, vagabundos, mendigos y niños vendedores. Su trayectoria no es errática como mucho tiempo se creyó. Como los planetas, tienen una órbita trazada años antes que nacieran, una especie de sino gravitacional que ni siquiera se cuestionan. Dependiendo de la época del año, se alejan o se acercan al sol de cantera, pero jamás se van del todo.
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Los niños vendedores no son algo que pueda recordarse con facilidad; a veces parecen ser el mismo niño, pero repetido hasta el infinito. Todos los niños de este mundo parecen haber sido creados para tener un brazo doblado hacia adentro, con la mano a la altura del pecho; forman así un nicho entre el estómago y la parte interna del brazo, del codo. Algunos usan ese espacio para cargar libros o libretas. Algunos lo usan para llevar a su mascota. Pero estos niños lo usan para cargar una caja de mazapanes, o de chicles. A veces un cajón de grasa para asear el calzado. Suplican a veces a las parejas en el parque, ruegan que se les compre al menos uno. Pero lo hacen ya sin esperanza, están derrotados de antemano. Ellos también parecen hechos de piedra, de cantera. No sé qué pase por sus cabezas.
Los hombres que asean el calzado son otro tipo. Ven escurrirse el sol tras la lona con la que se cubren. Hay una taxonomía clara de estos hombres: los que tienen un carro de servicio y los que no. Los que tienen un carro ofrecen un servicio más caro, porque el cliente puede sentarse ahí. Los que deambulan con su cajón bajo el brazo –como los niños de los que hablaba: quizás siguen siendo infantiles bajo esa piel arrugada- tienen que brindar el servicio mientras el cliente está de pie. Suena la campanilla de las monedas en el pantalón y ellos, los boleros, se ponen de rodillas, como en la misa (escuché que Jesús lavó los pies de un hombre, no sé si es verdad).
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Hay también, siempre, grupos de mariachis a la espera de un muerto, de una pareja de recién casados o de un cumpleaños. Llevan, en la espalda, sus instrumentos; cruz hueca de madera. Sudan abundantemente bajo esos trajes sobrecargados de detalles. Hay días que no logran conseguir nada, entonces parten, y uno no puede saber si están tristes o contentos, porque los detalles en los trajes distraen la vista de cualquier otra cosa.
Los mendigos, los vagabundos, los locos, también orbitan la cruz de piedra. Bajo las ropas desgarradas, el cabello enmarañado, hay una cabeza que tiene su propia órbita, una que no logramos comprender –cada cabeza es un mundo, pero todo mundo es distinto. No mejor ni peor: distinto– ni siquiera un poco. A veces comen de la basura. A veces alguien les da un poco de su comida o compran algo para ellos. Se lleva los alimentos a la boca con gesto sagrado, sumiso. La tortilla es una hostia de confesión; ellos, aceptan la vida un día más. Ellos a veces duermen al pie de la cruz.
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Cae la noche. La cruz es iluminada por las luces del parque. Los boleros, los niños, los mendigos, si es que tienen hogar, se van a pasar ahí la noche. Pero volverán al otro día, volverán siempre. Aunque no lo sepan, aunque ni siquiera lo sospechen, su vida está regida por esa cruz, el símbolo de Cuautitlán. Así como los planetas no lo saben, ni se lo cuestionan, ellos ni siquiera sospechan que su vida está decidida desde años atrás. Y que como ellos siempre habrá alguien más, distinto, pero el mismo, orbitando la cruz de piedra de Cuautitlán.