TODO MENOS MIEDO

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#TrenSuburbano. Vendedores de paz.

- Por: helagone

Por Aldo Rosales
@AldoRosalesV
 
Ayer viajé al Distrito Federal, al FARO Indios Verdes –pienso en mis abuelos, y en las personas mayores que se referían a la ciudad como México, como si el resto del país no se llamara así, como si fuera algo más- y, cuando salí, eran ya las ocho de la noche. A mí me gusta más viajar en camión, a pesar que el tren es más veloz, más limpio, más económico (creo que me han atrapado: no invierten en publicidad porque nosotros somos la publicidad, vamos por ahí, felices, agradecidos porque una empresa española nos da espejos, un trenecito enorme a cambio de nuestro dinero; como las historias de, precisamente, los españoles en la conquista, que cambiaban chucherías por oro y joyas). En el paradero del metro Indios Verdes la gente espera su transporte, mientras los vendedores esperan la hora de cerrar, o de vender, o de quién sabe qué más. Por fin, luego de media hora, puedo tomar el camión.
 
Siempre escojo los asientos de hasta atrás, los últimos. Me siento del lado de la ventanilla porque me gusta colgar los ojos en el filo de los edificios, en los semáforos; orear un poco las retinas y procurar dormir, porque creo que el sueño es el único modo de comunicarnos con el pasado: cuando estudiaba, durante las épocas de la preparatoria y la universidad, dormir de camino a la escuela era lo más gratificante del día, lo más parecido a estar en paz. Me gusta recordar esas épocas (enfermos siempre de nostalgia, el mal revueltiano de creer que los tiempos pasados siempre fueron mejores, felices, aunque esa felicidad jamás haya existido. Así nos acostumbramos a vivir, un paraíso que no vendrá, sino que ya se ha ido: no nos quejemos por ser infelices, acartonados, sucios, malpagados, porque antes ya hemos sido felices).
 
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El camión arrancó a los cinco minutos de que el motor se encendió. El paradero hervía, estaba vivo: un mini big bang del que se poblarían todas las colonias aledañas, del que se crearían sistemas solares en los montes, en las planicies alrededor del Distrito Federal. Y entonces llegaron: primero un hombre viejo que usa lentes de dioptrías salvajes; sus ojos, como las estrellas, son algo que hace mucho murió y que nosotros seguimos viendo. Su aliento agrio, muerto, adereza los precios de los cacahuates y las congeladas. Nadie compra, entonces baja tan rápido como subió. Luego una mujer de cuarenta o cuarentaicinco años, bajita, morena, de facciones indígenas, que carga, en un costado, una mochila con chocolates. Un hombre compra un par y luego la mujer desciende. Entonces sigue un joven no mayor a los quince años, vende dulces que pone en nuestro regazo sin pedir permiso, mientras suelta un discurso donde apela a la bondad en nuestros corazones, quienes serán los que pongan el precio, ya que él no se atrevería. Le doy una moneda de cinco pesos por tres dulces chiclosos sabor a fresa y naranja; desciende del camión y se pierde en otro, que va para un lugar llamado Los conos. Por fin salimos del tránsito del paradero, me quedo dormido sin darme cuenta.
 
Cuando vivía en Nicolás Romero, otro municipio del estado de México, estudiaba en el CCH de Azcapotzalco. Me levantaba todas las mañanas, muy temprano, para alcanzar un camión vacío y poder dormir, la cabeza sobre la ventanilla, que quedaba llena del gel. De regreso, luego de las clases, un hombre enorme, de aspecto sucio, subía a vender cerca de Tlalnepantla; yo le compraba cacahuates y chocolates, que en ese entonces eran más baratos y, creo, más sabrosos, aunque tal vez nunca fue así. Cerca de mi casa había un hombre enano que se subía a vender paquetes de costura (diez agujas estándar, una para coser balones y otra para lonas, además de un dedal , todo por sólo diez pesos). Siempre miraba al techo, nunca a nosotros. Más de una vez traté de imaginar dónde viviría, cuánto ganaba por hacer eso, pero la imaginación se me acababa en sus zapatos eternamente remendados, donde las costuras estaban ya una sobre otra, como los gusanos pululan en un animal muerto.
 
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Despierto. Estamos atorados en el tránsito. Son diez para las diez y aún estoy cerca de Acueducto de Guadalupe. Me siento nervioso porque tal vez no alcance la combi, mi segundo transporte para llegar a casa. Suben dos jóvenes a vender dulces, y hacen, además, la aclaración de que cualquier moneda que no afecte nuestra economía será bienvenida. No compro, tampoco les doy una moneda. Un tercero, que había permanecido parado junto al chofer, nos dice que le desagradaría mucho tener que obtener esa moneda por las malas, que prefiere cooperemos. Entonces la gente se lleva la mano a los bolsillos y dan lo que no les sobra. Yo le digo que no tengo, y me dice que sí tengo, que sólo es cuestión que me acuerde bien, que él me puede ayudar a recordar dónde lo guardé. Clava su mirada en mí, pero hace más de diez años que sé que las miradas no cortan ni pesan. Descienden luego de unos segundos y me culpo por haber sido tan estúpido como para arriesgarme por un par de monedas, pero no es por el dinero que me resistí. Puedo dar más, puedo dar todo, lo juro, pero no me gusta que me arrebaten.
Cuadras más adelante sube un payaso de camión. Su acto es malo, y él, según el discurso del final, lo sabe, pero prefiere eso a exigir a mano armada. Le doy las monedas que tengo en la bolsa del pantalón y vuelvo a mirar a la ventanilla. Otra vez duermo.
 
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En los camiones también venden paz, y no lo sabemos. Podemos llegar con tranquilidad a casa, sin heridas, si cooperamos con los que venden calma en dosis diarias, calma de mala calidad, rebajada con sonidos de claxon, con brillos de celular, con siestas durante el trayecto; causa adicción, y siempre querremos más, no importa cuánta hayamos consumido. Nos venden, aunque de mala calidad, risas, que tardan tanto en florecer en la tierra magra de un rostro promedio. Nos venden lástima: una vez, cuando era niño, papá y yo regresábamos del Distrito Federal; un hombre se subió al camión a pedir dinero para comprar un ataúd para su hijo recién fallecido. Papá se resistió a cooperar, a pesar que en su bolsa estaba la quincena. Lo detesté por hacerlo, y creo que hoy aún lo detesto un poco por ello; era tarde, el hombre lucía triste y sé que nadie merece estar triste por la noche, especialmente lejos de casa, se tenga o no se tenga un hijo muerto.
 
Despierto, estamos cerca de Perinorte. Bajo e inmediatamente busco una combi que me deje cerca de casa. Veo a un hombre y una mujer junto a mí, venden chocolates, los he visto en otras ocasiones. Ambos traen el gafete que los acredita como vendedores ambulantes de la zona de la autopista (no lo creía al principio, pero para vender en la autopista debes afiliarte, pagar 40 pesos diarios y asistir a una junta mensual; lo sé porque se lo pregunté a un vendedor luego de comprarle. El líder de dicha agrupación es un diputado, según me dijo el hombre). Él carga a un bebé mientras ella le acerca un chocolate a la cara; el niño intenta atraparlo, ríe cuando la madre lo retira de golpe. Ven venir un camión, muestran en alto sus dulces –como pase de abordar- y los veo subir. Desde abajo parece como si vendieran niños. Entonces recuerdo que son más de las diez, que estamos en el estado con más feminicidios del país, que el transporte se acaba, que ellos compran una dosis diaria de paz –si pagas no te molestan; un diputado te cuida- y que pagan 40 pesos diarios por vender en los camiones o, al menos, por tratar de vender en los camiones, y lo del chiste de vender niños me hace sentir estúpido. Un hombre, dormido debajo del puente peatonal, cubierto sólo con las luces de las plazas comerciales a ambos lados de la autopista, me hace ver que esto es todo menos gracioso, y que lo que sea que ayude a tragar estos momentos sin querer morir no lo venden en los camiones.