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Porno: Ver es ser visto Por Luis van Ronzelen (Contenido explícito)

- Por: helagone

Porno: Ver es ser visto
Por Luis van Ronzelen

Elije una carta, cualquier carta. Un color de piel. Una altura. Un peso. Un género (cualquier definición, todos, ninguno). Un objeto, un sujeto, un modificador circunstancial. Un fluido corporal. Ponlo en Google y te garantizo que encuentras personas a quienes la combinación que elegiste los mama lo máximo. Ese es el legado que el internet ha dejado al porno. Una industria, un tabú, un momento de cada día o semana. Mínimo, el porno de hoy nos deja un mensaje claro: nadie está sólo en cuestión de sabores sexuales. De ahí la denominada Regla 34 del internet: si algo existe, hay porno de ello. No me creas; haz la prueba. Te espero.
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¿Ya? Chido.
Antes que nada me gustaría abrir un paréntesis para aclarar que yo no soy un experto y que, con toda honestidad, mi vida sexual ha sido en realidad satisfactoriamente mundana. He experimentado el porno como probablemente muchos de ustedes lo han hecho. Sin embargo, el porno me parece un tema maravilloso para ser observado por quien, como yo, estudia la ficción y la manera en la que el público la vive y quien, también como yo, entiende al porno como una parte sustancial de su despertar sexual y su aprendizaje sobre el sexo. Al analizar la ficción, el observador usualmente parte de una concepción básica pero inseparable: nada es arbitrario, todo es decisión. Cada cosa que vemos en el porno comercial (y en cierta medida en el amateur) ha sido puesta en ese lugar por un creador, y hay que entenderlas de esa manera, pues las decisiones que la industria toma afecta nuestro imaginario intensamente. Y es que ese es el legado que el internet y la difusión masiva han dejado al porno: una parte de nuestra cotidianeidad y nuestro desarrollo.
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Es posible que esto suene como declarar algo obvio, pero es importante decirlo de cualquier modo: el porno es ficción. Si bien existe la ficción que busque acercarse a la realidad, lo cierto es que su propósito principal siempre ha sido el de causar un efecto estético en quien lo
recibe, y alejarse de la realidad siempre ha sido un precio que los creadores de ficción han estado más que dispuestos a pagar. Sin embargo, algo curioso parece ocurrir con el porno: de alguna u otra forma hay algo que consideramos “auténtico” del sexo a priori. Probablemente esto sea porque se trata de una experiencia tan cercana y básica de la condición humana, pero permanece el hecho de que el porno está creando una imagen distorsionada del sexo que con frecuencia lleva a la consolidación de verdaderos mitos. Algunos de éstos son obvios (no se requiere ser genio para darse cuenta de que los hombres y las mujeres en la vida real no tienen cuerpos con las generosas proporciones que vemos en el porno), y sin embargo hay varios otros que me parece son dignos de mencionar.
Muchos de estos mitos son relativos al mismo cuerpo humano, particularmente sus capacidades y limitaciones. En el caso de las mujeres, más de una ha quedado en algún lugar entre el shock y la indignación al ver la penetración tan intensa, dura y larga (no es chiste) que se ha vuelto prácticamente lugar común en el porno. Si bien hay mujeres quienes disfrutan de cierta fuerza, pocas seguirían tan encariñadas con la idea de que esto ocurriera por la media hora o más que las películas nos muestran. Desde luego, como cualquiera que haya tenido suficiente experiencia puede asegurar, la penetración no ocurre así. De hecho, las estadísticas muestran que desde que la penetración ocurre hasta la eyaculación del hombre rara vez pasan más de siete minutos. ¿Cuál es el problema con esta distorsión? Sencillamente, que se están mandando dos mensajes que para ambas partes pueden ser negativos. Por una parte, una mujer que no encuentre cómodo que traten a su vagina como las puertas de un castillo siendo sitiado sentirá que no está siendo capaz de aguantar algo que, si le creemos al porno, es de lo más natural. El hombre, mientras tanto, sentirá que sus muy normales siete minutos (o diez, o quince, no queremos ofender el orgullo de nadie) prácticamente lo califican como eyaculador precoz o mínimo como deficiente.
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Por otra parte, no sólo genera mitos aquello que se ve en el porno, sino también lo que no se ve. Por ejemplo, en el porno nunca nadie se preocupa de la higiene. Los creadores podrán argumentar que este es un aspecto “poco glamuroso” del sexo que no vale la pena mostrar en pantalla, y en cierto modo tienen razón. A fin de cuentas, el cine mainstream rara vez nos muestra a los personajes yendo al baño o lavándose los dientes, y esto el público lo procesa como algo que ocurre fuera de escena y ya. Sin embargo, como hemos mencionado, la condición dual del porno, en parte íntima y en parte universalmente natural, hace que no estemos dispuestos a cuestionar estos aspectos. El porno nos mostrará, por lo tanto, a un hombre eyaculando en la cara de su pareja sin mencionar lo irritante y doloroso que esto va a resultar en sus ojos, o a un hombre pasando de sexo anal a sexo vaginal u oral sin una parada de jabón en el inter (incrementando así el riesgo de contraer una infección seria).
Más allá de malentendidos fisionómicos, a mi parecer los mitos más injustos que ha creado el porno tienen más que ver con actitudes y roles. Habiendo mujeres quienes rara vez experimentan el orgasmo con su pareja, quizás hay una explicación (definitivamente no la única) cuando vemos a una mujer tener el orgasmo su vida sólo al ser penetrada. Incluso en los variadísimos géneros y subgéneros del porno existe un mensaje desconcertante. Si uno busca porno “normal”, es decir, con la menor cantidad de exoticidades posibles, lo que uno va a encontrar son hombres y mujeres blancos, ellos musculosos y ellas delgadas con senos enormes, ambos jóvenes y sin vello en el cuerpo. El mensaje es, pues, que cualquier variación está fuera de lo normal y es un fetiche especializado, y como consumidor de porno uno tiene que buscar específicamente estas cualidades de raza y apariencia. Nunca debemos olvidar que el porno es en gran parte un negocio cuyo producto consumimos con el simple acto de ver, y por lo tanto estamos siendo vistos y medidos por sus creadores. Me parece justo hacer lo mismo con ellos.
Que el porno se haya vuelto algo tan ubicuo y hasta mundano es para muchos una señal inequívoca de decadencia (y para muchos de esos muchos, la decadencia es síntoma de desarrollo y abundancia). Yo más o menos ando de acuerdo con esto último. Tiene sentido para mí que una estrategia para lidiar con la inmoralidad es hacer que aquellos que son denominados “inmorales” se sientan aislados, que lo que tienen es antinatural y mientras
menos se sepa de ello es mejor. No estoy aquí para crucificar ni para defender al porno (él tiene suficiente gente que haga ambas). Simplemente se trata de entenderlo como es, una fabricación de cuyas raíces en nuestra propia experiencia surge un efecto visceral a veces no cuestionado y frecuentemente incomprendido. Celebro al porno y lo que su ubicuidad y la creciente apertura con que se le trata dice de nosotros como sociedad. Y una parte de mí encuentra consuelo en que si alguna vez me doy cuenta de que lo mío lo mío es ver gente vestida de botargas de Disney usando pañales de adulto e inflando globos mientras coge (créanme, no me inventé eso), tendré un sitio.
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